A diferencia de lo que muchos puedan pensar, el papel de la genética en nuestra esperanza de vida es relevante, pero no determinante. Son nuestros hábitos, lo que comemos y lo que no, el ejercicio que hacemos, el tiempo que pasamos sentados y nuestras relaciones sociales las que más peso tienen a la hora de marcar nuestra longevidad. Por ello, dado que existe cierto margen de maniobra, en nuestra mano está implantar un estilo de vida saludable.
Uno de los mayores expertos del mundo en longevidad es el italiano Valter Longo, director del Instituto de Longevidad de la Universidad del Sur de California, quien ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar cómo los hábitos alimenticios y de estilo de vida influyen en la salud y la esperanza de vida. Sus consejos se basan en evidencias científicas y en patrones observados en poblaciones longevas alrededor del mundo y que han sido publicados en el libro La dieta de la longevidad.
Reducir el azúcar
Los azúcares añadidos y los alimentos ultraprocesados cargados de este ingrediente son enemigos declarados de una vida larga y saludable. Según Longo, consumir azúcar en exceso contribuye a enfermedades metabólicas como la obesidad, la diabetes y problemas cardiovasculares, además de acelerar el envejecimiento celular debido al estrés oxidativo.
La clave está en evitar los productos altamente azucarados, como refrescos, postres industriales y cereales refinados. En su lugar, el experto aconseja obtener los azúcares necesarios a partir de fuentes naturales, como frutas, que también aportan fibra, vitaminas y antioxidantes.
Moderar el consumo de pan y pasta
Aunque los carbohidratos son una fuente importante de energía, Longo enfatiza la necesidad de moderar el consumo de pan y pasta, especialmente los elaborados con harinas refinadas. Estos alimentos tienen un alto índice glucémico, lo que significa que elevan rápidamente los niveles de azúcar en sangre, favoreciendo la acumulación de grasa y aumentando el riesgo de enfermedades metabólicas.
Por ello, es preferible sustituirlos por alternativas integrales, que liberan energía de forma más gradual y aportan más nutrientes, como fibra, vitaminas del grupo B y minerales. También propone reducir las porciones y combinarlos con vegetales y proteínas magras para mantener un equilibrio adecuado en la dieta.
Apostar por el aceite de oliva
El aceite de oliva virgen extra, del que España y los demás países del Mediterráneo son especialmente ricos, está respaldado por múltiples estudios científicos que reconocen su riqueza en ácidos grasos monoinsaturados y compuestos antioxidantes como los polifenoles. Este alimento contribuye a la salud cardiovascular, ayudando a reducir el colesterol LDL (conocido popularmente como el “malo”) y a aumentar el colesterol “bueno” (HDL). También tiene propiedades antiinflamatorias, lo que puede ayudar a prevenir enfermedades crónicas como la diabetes tipo 2, el Alzheimer y ciertos tipos de cáncer.
Longo recomienda usar aceite de oliva como principal fuente de grasa en la cocina, ya sea para aderezar ensaladas, acompañar verduras o cocinar a bajas temperaturas. Su consumo regular, dentro de una dieta equilibrada, puede mejorar tanto la calidad de vida como su duración.
Incluir el pescado en el menú semanal
El pescado es una excelente fuente de proteínas de alta calidad y ácidos grasos omega-3, que son bien conocidos por sus beneficios para la salud cerebral y cardiovascular. Por ello, el experto en longevidad recomienda consumir pescado al menos dos veces por semana para aprovechar sus propiedades nutricionales, pero con ciertas precauciones.
Algunos pescados, como el atún o el pez espada, pueden contener niveles elevados de mercurio, un metal pesado que puede ser perjudicial en altas concentraciones. Lo ideal con estos alimentos es ingerirlos una o dos veces al mes y optar con mayor frecuencia por opciones con bajo contenido en mercurio, como el salmón, la caballa, las sardinas o el arenque.
Cenar pronto
El horario de las comidas, y en particular el de la cena, tiene un impacto significativo en el metabolismo y la salud general más allá de los propios alimentos que comemos. En su libro, Longo destaca la importancia de cenar temprano, preferiblemente varias horas antes de acostarse, para permitir que el cuerpo complete el proceso de digestión antes del descanso nocturno.
Cenar pronto favorece el equilibrio hormonal y mejora la sensibilidad a la insulina, lo que ayuda a prevenir la resistencia a esta hormona u otros problemas metabólicos relacionados como la diabetes. Además, esta práctica puede contribuir a la regulación del peso corporal y a la calidad del sueño, factores fundamentales para la longevidad.