En la obra Como gustes, William Shakespeare describió las 7 etapas de la vida. Cien años después, la ciencia está estudiando esas etapas en la vida del hombre en relación a su alimentación y el cambio que ello repercute para que el cuerpo alcance su bienestar máximo.
¿Come usted para vivir o vive para comer? Con la comida mantenemos una relación complicada, en la que influyen el coste, la disponibilidad e incluso la presión de nuestro entorno. Pero hay una cosa que todos tenemos en común: el apetito, es decir, nuestro deseo de comer.
Es posible que el aumento del apetito tenga una dimensión física o psicológica; sin embargo, si bien es cierto que el hambre –el mecanismo de nuestro cuerpo que nos hace desear comida cuando necesita alimentarse– forma parte del apetito, no es el único factor que lo determina.
Al fin y al cabo, muchas veces comemos sin tener hambre, y podemos saltarnos una comida aunque nos ruja el estómago. Estudios recientes han puesto de relieve que la abundancia de señales de comida –olores, sonidos, anuncios publicitarios– en nuestro entorno es una de las principales causas del exceso de consumo.
Nuestro apetito no es invariable, sino que experimenta cambios durante toda la vida, a medida que envejecemos. Sin embargo, puesto que las decisiones que tomemos en relación con los alimentos serán un factor determinante para la salud y el bienestar a lo largo de nuestra vida, es importante que adoptemos los hábitos correctos.
Parafraseando a Shakespeare, podríamos decir que existen "siete edades" del apetito, y conocer mejor esas fases nos ayudará a encontrar nuevas formas de afrontar los problemas de la alimentación deficiente y el exceso de consumo y, en particular, los consiguientes efectos sobre la salud, como, por ejemplo, la obesidad.
Primer decenio, de los 0 a los 10 años
En la primera infancia el cuerpo experimenta un rápido crecimiento. Los hábitos alimentarios adquiridos en las primeras etapas de la vida pueden arrastrarse a la edad adulta y, por tanto, hacer que un niño gordo pase a ser un adulto gordo.
Los temores relacionados con los alimentos pueden convertir la hora de la comida en una verdadera batalla para los padres de niños pequeños; sin embargo, poner en práctica una estrategia que favorezca la degustación y el aprendizaje, de forma reiterada y en un entorno positivo, puede ayudar a los niños a conocer alimentos a los que no están acostumbrados, pero que son muy importantes, como las verduras.
Los niños deberían poder ejercer ellos mismos algún tipo de control, en particular en lo que respecta al tamaño de las porciones. El hecho de que los padres les obliguen a "dejar el plato vacío" puede hacer que los hijos pierdan la capacidad de hacer caso a sus propias señales de apetito y hambre, lo que fomentará la sobrealimentación en etapas posteriores.
Cada vez se pide con más frecuencia a los gobiernos que protejan a los niños y niñas pequeños de la publicidad de comida basura –no solo en la televisión, sino también en las aplicaciones, las redes sociales y los videoblogs–, ya que la publicidad de determinados alimentos aumenta el consumo de estos y favorece el sobrepeso.
Segundo decenio, de los 10 a los 20 años
En la adolescencia, el aumento del apetito y de la estatura impulsados por las hormonas indica la llegada de la pubertad y el paso de la infancia a la edad adulta.
La relación que un adolescente mantiene con la comida durante este período decisivo determinará su estilo de vida en los años posteriores. Esto significa que las decisiones alimentarias que toman los adolescentes están estrechamente relacionadas con la salud de las generaciones que esos adolescentes procrearán en el futuro. Por desgracia, si no reciben orientación, los jóvenes pueden adoptar comportamientos alimenticios y preferencias de consumo que normalmente se asocian con consecuencias poco saludables.
Se necesitan más estudios para establecer el modo más eficaz de atajar la creciente carga de hipernutrición y desnutrición, en particular su vínculo con la pobreza y la desigualdad social.
En general, las mujeres jóvenes presentan una mayor probabilidad de padecer deficiencias nutricionales que los hombres jóvenes, debido a su biología reproductiva. Las adolescentes que se quedan embarazadas también corren un riesgo mayor, ya que su organismo está soportando su crecimiento junto con el del feto que crece dentro de ellas.
Tercer decenio, de los 20 a los 30 años
Cuando llegamos a la edad adulta joven, se producen cambios en el estilo de vida que pueden causar un aumento de peso, como, por ejemplo, asistir a la universidad, casarse o vivir en pareja, y tener hijos.
Una vez acumulada, la grasa corporal a menudo resulta difícil de perder: el cuerpo envía fuertes señales de apetito para comer cuando consumimos menos de lo que necesitamos, pero las señales para evitar que comamos en exceso son más débiles, lo que puede traducirse en un círculo de consumo excesivo. Existen muchos factores fisiológicos y psicológicos que hacen que la tendencia a comer en exceso resulte fácil de mantener a lo largo del tiempo.
Un ámbito que recientemente ha despertado interés para la investigación es el desarrollo de la saciedad o la sensación de haber comido lo suficiente. Este resorte es útil cuando se intenta perder peso, ya que la sensación de hambre es una de las principales dificultades con las que tropezamos cuando intentamos comer menos de lo que el cuerpo nos dice que necesita, es decir, cuando queremos mantener un "déficit calórico".
Los distintos alimentos envían señales diferentes al cerebro. Por ejemplo, no cuesta nada comerse una tarrina de helado, porque la grasa no envía al cerebro señales para que paremos de comer. En cambio, los alimentos ricos en proteínas, agua y fibra tienen la capacidad de hacernos sentir más llenos durante más tiempo. Colaborar con la industria alimentaria nos ofrece la oportunidad de plantear el futuro de las comidas y los refrigerios de manera beneficiosa.
Cuarto decenio, de los 30 a los 40 años
La vida laboral en la edad adulta plantea otras dificultades: no solo los borborigmos o sonidos abdominales, sino también los efectos del estrés, que, según se ha demostrado, ocasiona cambios en el apetito y los hábitos alimentarios en el 80% de la población.
Esos efectos pueden consistir tanto en despertar un apetito voraz como en ocasionar una pérdida de apetito. Las diferentes estrategias para hacer frente a este problema despiertan gran interés: el fenómeno de la "adicción alimentaria" –la necesidad irresistible de consumir determinados alimentos, a menudo ricos en calorías– no se conoce bien, y muchos investigadores incluso ponen en duda su existencia.
Hay otros rasgos de personalidad, como el perfeccionismo y la meticulosidad, que también pueden influir en la gestión del estrés y el comportamiento alimentario.
Estructurar el entorno de trabajo para reducir los hábitos alimentarios problemáticos, como las máquinas expendedoras de alimentos y refrigerios, es un reto que ha de afrontarse. Los empleadores deben esforzarse por subvencionar y promover una alimentación más saludable si quieren tener una mano de obra productiva y sana, prestando particular atención a la forma de gestionar el estrés y las situaciones que lo causan.
Quinto decenio, de los 40 a los 50 años
Somos animales de costumbres, y estamos muy poco dispuestos a cambiar nuestros hábitos aunque sepamos que hacerlo redunda en nuestro propio beneficio.
La palabra dieta procede del término griego diaita, que significa "régimen de vida, forma de vivir". Sin embargo, queremos comer cuanto deseemos sin alterar nuestro estilo de vida, y, aun así, pretendemos tener un cuerpo y una mente saludables.
Según demuestran abundantes datos, una dieta incorrecta es uno de los principales factores que contribuyen a una mala salud. La Organización Mundial de la Salud destaca que el tabaquismo, la dieta poco saludable, la falta de actividad física y el problema de la bebida son los factores del estilo de vida que más repercuten en la salud y la mortalidad.
Es en estos años cuando los adultos deben cambiar su comportamiento en función de las necesidades de salud, pero con frecuencia los síntomas de la enfermedad son invisibles –por ejemplo, la hipertensión arterial o el alto nivel de colesterol–, y hay demasiadas personas que no toman medidas para solucionarlos.
Sexto decenio, de los 50 a los 60 años
En esta franja de edad comienza la pérdida progresiva de masa muscular, que se sitúa entre el 0,5% y el 1% anual a partir de los 50, y continúa de manera constante a medida que avanzamos en edad. Este fenómeno se denomina sarcopenia.
Factores como la disminución de la actividad física, el hecho de consumir menos proteínas de las necesarias y la menopausia en las mujeres aceleran la disminución de la masa muscular.
Mantener una dieta saludable y variada y practicar actividad física es fundamental para reducir los efectos del envejecimiento; sin embargo, las personas de edad no están viendo satisfecha su necesidad de alimentos más ricos en proteínas, sabrosos y económicos. Los refrigerios ricos en proteínas podrían representar una oportunidad idónea para aumentar la ingesta total de proteínas en las personas mayores, pero actualmente hay pocos productos diseñados para satisfacer las necesidades y las preferencias de ese grupo de edad.
Séptimo decenio, de los 60 a los 70 años y más
Hoy en día, una importante dificultad que plantea el aumento de la esperanza de vida consiste en mantener la calidad de vida, pues, de lo contrario, nos convertiremos en una sociedad de personas muy ancianas y afectadas por la enfermedad o la discapacidad.
Es importante seguir una nutrición adecuada, ya que la vejez conlleva la falta de apetito y de hambre, lo que da lugar a una pérdida de peso involuntaria y una mayor fragilidad. La disminución del apetito también puede ser consecuencia de una afección concreta, como, por ejemplo, la enfermedad de Alzheimer.
La alimentación es una experiencia social, y hay factores como la pobreza, la pérdida de la pareja o un familiar, y el hecho de comer sin compañía, que afectan a la sensación de placer que se obtiene al comer.
Otros efectos de la vejez, como las dificultades para tragar, los problemas dentales y la pérdida de gusto y olfato (¡sin dientes […], sin gusto, dice Shakespeare!), también interfieren en el deseo de comer y en los beneficios que obtenemos de esa práctica.
Deberíamos recordar que, a lo largo de la vida, nuestra alimentación no constituye un mero combustible, sino una experiencia social y cultural que es motivo de disfrute.
Todos somos expertos en alimentación: es una actividad que practicamos a diario. Así pues, debemos esforzarnos por tratar cada comida como una oportunidad para disfrutar de nuestra alimentación y para aprovechar los efectos positivos que el consumo de los alimentos adecuados tiene en nuestra salud.
Por Alex Johnstone, presidenta del Instituto Rowett de la Universidad de Aberdeen para The Conversation
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