El concepto de estrés impregna nuestra cultura en múltiples niveles. Se trata de un estado exigente, a veces abrumador, acompañado de emociones negativas. Ha sido descrito como la respuesta de “lucha o huida” ante una amenaza (respuesta adaptativa a un estímulo ambiental). En la actualidad, se lo considera una respuesta biológica negativa, resultante de varios mecanismos adaptativos que mejoran la supervivencia. Ahora, un nuevo estudio encontró que las personas que están sometidas a un estrés prolongado son significativamente más propensas a tener presión arterial alta y problemas cardíacos.
Investigadores de la Universidad de Kyoto de Japón siguieron a 400 personas durante más de una década y controlaron los niveles de hormonas del estrés en la orina. Los científicos descubrieron que el riesgo de eventos cardiovasculares, incluido un ataque cardíaco o una enfermedad cardíaca, aumentaba en un 90% cada vez que estos niveles se duplicaban. Y la probabilidad de desarrollar hipertensión, el nombre médico de la presión arterial alta, aumentaba hasta en un 30%.
La presión arterial alta puede dañar el corazón, los órganos principales y las arterias con el tiempo, aumentando el riesgo de una serie de afecciones graves. Cuando una persona está estresada, el cuerpo produce hormonas como el cortisol que la ponen en modo de “lucha o huida”. La respuesta de defensa primaria hace que el corazón lata más rápido y la presión arterial aumenta para aumentar el flujo de oxígeno a los músculos. Una vez que el estrés ha pasado, estos normalmente vuelven a la normalidad.
Pero los hábitos poco saludables relacionados con el estrés, como comer de manera poco saludable, dormir muy poco y beber demasiado alcohol, pueden causar presión arterial alta a largo plazo. Las estimaciones sugieren que poco más de una cuarta parte de los adultos en el Reino Unido tienen presión arterial alta o 14,4 millones de personas. En los Estados Unidos, se cree que casi la mitad de los adultos, o 108 millones, padecen la afección.
Los especialistas analizaron regularmente la orina de los participantes para detectar cuatro hormonas del estrés: norepinefrina, epinefrina, dopamina y cortisol. Recogieron cuatro muestras durante 14 años, entre julio de 2004 y junio de 2018. En cada seguimiento, a los participantes también se les examinó la presión arterial alta y los eventos cardiovasculares, incluido el dolor en el pecho, un ataque cardíaco o un derrame cerebral o la necesidad de someterse a procedimientos arteriales.
Los resultados, publicados en la revista Hypertension, mostraron que los niveles crecientes de hormonas del estrés se asociaron con un mayor riesgo de hipertensión y problemas cardíacos. El autor principal, Kosuke Inoue, dijo: “La próxima pregunta clave de la investigación es si y en qué poblaciones podría ser útil aumentar las pruebas de hormonas del estrés”.
“Actualmente, estas hormonas se miden solo cuando se sospecha hipertensión con una causa subyacente u otras enfermedades relacionadas. Sin embargo, si la detección adicional pudiera prevenir la hipertensión y los eventos cardiovasculares, es posible que deseemos medir estos niveles hormonales con más frecuencia”.
El estudio se llevó a cabo en conjunto con la Universidad de California como parte del Estudio Multiétnico de Aterosclerosis (MESA). Aproximadamente la mitad de los participantes eran mujeres y tenían entre 48 y 87 años. Más de la mitad de las personas involucradas eran hispanas, mientras que una cuarta parte eran blancas y el 22 por ciento eran negras.
Por otra parte, otro estudio demostró que el cerebro, un órgano vulnerable que puede dañarse por estrés tóxico, también posee plasticidad adaptativa y poder de resiliencia. Las adaptaciones neuronales al medio ambiente se acumulan durante toda la vida, y la función cerebral posterior, en la vida, resulta de las experiencias y alteraciones epigenéticas ocurridas desde antes mismo de la concepción. Son de gran importancia el nivel molecular, los circuitos neuronales y el nivel endócrino.
La plasticidad adaptativa es un término que describe cómo el estrés crónico puede remodelar el cerebro de una manera neuroprotectora, provocando la retracción de las dendritas y la pérdida de sinapsis en áreas que son altamente sensibles al estrés, como el hipocampo, la amígdala medial y la corteza prefrontal medial, al mismo tiempo que provoca la expansión de las dendritas y las nuevas sinapsis en otras áreas, como la amígdala basolateral y la corteza orbitofrontal.
Estos cambios morfológicos favorecen las alteraciones en el comportamiento, las funciones autonómicas y neuroendócrinas, que son apropiadas para afrontar los factores estresantes continuo.
Cuando las condiciones mejoran, el cerebro sano muestra resiliencia y se recupera, aunque se ha observado que no se trata de una verdadera reversión. Sin embargo, si las demandas relacionadas con el estrés continúan, el cerebro puede “atascarse”, es decir, no se adapta estructural o funcionalmente, incluso cuando los factores estresantes externos disminuyen, lo que lleva a condiciones patológicas, en las que es necesaria una intervención externa.
Algunos ejemplos serían la ansiedad clínica o la depresión mayor, que pueden comenzar con una respuesta apropiada a un evento estresante, pero se vuelven inadaptadas cuando persisten y se hacen crónicas.
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