“Salud” es algo más que una simple palabra: aborda un amplio concepto. Preguntarse lo que implica el paradigma “salud” es inevitable para responder a la duda de qué es estar sano y cómo lograrlo. Desde hace ya décadas está ligado a un estado de bienestar que atraviesa todas las instancias del ser y no únicamente la ausencia de enfermedad.
A pesar de la definición anterior la medicina sigue en muchos casos relacionada con ese concepto antiguo, con la enfermedad y eso ya indica toda una secuencia lógica, por ejemplo, tratar de combatirla. El uniforme de combate, el hábito, no es el mismo que aquél para la vida cotidiana, ya que la ruptura del orden, de la homeostasis, el equilibrio interno de un organismo que se autorregula, pasa a ser el nuevo ordenamiento, la norma. En ese modelo el sistema está preparado para cuando se rompe ese orden, lo que emerge, la emergencia para actuar, pero no para prevenir, no antes. Toda otra acción queda necesariamente supeditada a la respuesta que subsanará esa emergencia, y lo hará como lo tenga que hacer, generalmente relegando temas que ha considerado secundarios.
Todo pensamiento por fuera de esto es un obstáculo que atenta contra la tarea, validada ética y moralmente por el fin, y es establecido en el relato en el cual otra idea puede ser disonante, cuando no enemiga.
El problema es que estas medidas habitualmente llamadas heroicas, que hacen a la épica del relato, sirven sólo para vivir en situaciones de emergencia, pero que terminan siendo un modo de existencia.
Vivimos y valoramos la reacción. Lo estable es aburrido e indica falta de acción. Lo real, concreto y pragmático, es eso y cualquier apertura del campo de visión o de conciencia que permita ver más, imagina un diletantismo solo reservado para habitantes de la Utopía de Moore.
Redescubrimos el suelo que pisamos una y otra vez, como si padeciéramos un síndrome de la marmota en el que cada día implica el olvido del anterior, la repetición constante del conocimiento siempre nuevo.
Así nos enteramos que existen condiciones de vida que imposibilitan un estado de salud, descubrimos la pobreza, el frío en los sin techo, o el hambre, pero rápidamente lo olvidamos. Nos enteramos sobre la existencia de la enfermedad y aún más la muerte.
Redescubrimos un sistema sanitario del que retóricamente nos enorgullecemos, sabemos que desde hace años esta superado o, como se descubre actualmente, colapsado. Cualquiera que visitara los hospitales públicos, y viera las condiciones edilicias, las condiciones del personal de salud, sabe que siempre fue así, pero no importó. O las villas con una pobreza que ofende nuestra condición humana, pero redescubrimos y nos sorprende que sea un terreno propicio a la diseminación de un virus, pero afectadas desde décadas por todo tipo de inevitables infecciones y enfermedades, cambiamos la denominación por la de Barrios carenciados.
O las fuerzas de seguridad inmersas en la misma pobreza que repercute, sin ser su causa única, en una epidemia de inseguridad.
La sociedad sana es semejante a un organismo. Se prioriza la guarda de la salud, el bienestar, o se pagan las consecuencias de no darle el lugar prioritario que debe tener. Esto mismo ocurre en seguridad, en educación, en las simples cuestiones básicas que hacen al bienestar. La tarea consistiría en tomar los aspectos sintomáticos, indicadores precursores de una disrupción. En el momento actual sin embargo la realidad es tan brutalmente clara en todos esos dominios, que el camino a seguir es claro, sin duda paliar la emergencia, pero con la mirada puesta también en el largo plazo, para alguna vez poder empezar a construir, a prevenir, no solo la insistencia en la metodología de paliar la emergencia, que implica estar siempre en lo urgente, emergente, y tatar de paliarlo, condicionados por la urgencia. Pero detenerse allí y no tomar la oportunidad es volver al eterno retorno.
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