“La publicidad es vender la felicidad”. “Eres un producto. Estás sintiendo algo. Eso es lo que vende”. No lo dijo Barruti, o al menos no en estos términos, pero estas frases, que se encuentran entre las más célebres pronunciadas por Don Draper —el creativo publicitario ficticio que protagonizó la serie Mad Men y atrajo la atención de miles durante siete temporadas— podrían sintetizar una idea central de Mala leche, el supermercado como emboscada. Por qué la comida ultraprocesada nos enferma desde chicos, el segundo libro de Soledad Barruti publicado en 2018 por Planeta y recientemente reeditado y lanzado por Siglo XXI.
La periodista y escritora había comenzado a develar qué hay detrás de lo que comemos y cómo impacta en nuestros cuerpos y territorios en la investigación que resultó en su primer libro, Malcomidos, cómo la industria alimentaria argentina nos está matando (Planeta, 2013), y a partir de ese momento no hubo vuelta atrás. No lo había planeado pero una vez que se zambulló entera en el mundo que se esconde dentro del plato de comida, en eso que la condujo a abrir las mandíbulas de la colosal industria de la alimentación y meterse, linterna en mano, para ver qué había dentro, cómo funcionaban los engranajes que se articulaban y terminaban en nuestra mesa, se vio impulsada a seguir. Como quien tira de un hilo y camina siguiéndolo hasta intentar llegar al centro de la madeja. Algo de eso hay. “Empezás a ver una cosa, tirás de un hilito y sale un mundo con el que decís: ¡Ah, no, es un montón todo esto!”.
Ese hilo la condujo a preguntarse cómo seguía el proceso. Después de cuestionarse “¿por qué las vacas ya no comen pasto? ¿Desde cuándo los criadores de pollos no comen pollo?”, de meterse en campos y criaderos, quiso saber cómo se transformaban esos productos hasta llegar a convertirse en los nuggets aclamados por las niñeces y en las hamburguesas más famosas del planeta, símbolos de felicidad. Quiso saber más: qué había dentro de cada paquete brillante y seductor que interpelaba a grandes y chicos desde pirámides y pilas coloridas en las góndolas del supermercado. Cómo funcionaba y qué rol cumplía la alimentación en la crianza. Qué había realmente en la mochila de su hijo, que entonces tenía diez años. De qué estaban hechas las galletitas y el jugo en cajita que llevaba cada día.
“¿Desde cuándo el sabor a frutilla se hace sin frutilla, el chocolate no tiene cacao y los cereales del desayuno tienen de todo menos cereal? ¿De dónde salen los colores de las aguas saborizadas? ¿Cómo se perfuman las papas fritas?”. Son algunos de los interrogantes —entre muchísimos otros— tras los que fue en la investigación que volcó en su segundo libro.
Dueña de una narración envolvente, delicada y fluida, que se aleja del lenguaje técnico, rígido y distante de las publicaciones científicas pero contiene la misma rigurosidad obsesa, Barruti presenta en Mala leche una investigación enorme, sólida y estremecedora sobre el mundo de los alimentos ultraprocesados en Argentina y América Latina. Un mundo que comenzó a desentrañar tímidamente en la alacena de su casa, siguió de modo casi detectivesco, de la mano de especialistas, en el supermercado y terminó de diseccionar subiéndose a aviones, por todo el continente, buscando llegar al centro del ovillo.
—¿Cómo surgió el deseo o el impulso de investigar el mundo de la alimentación y, concretamente, de los ultraprocesados?
—De la curiosidad más genuina. De las inquietudes que siempre hay alrededor de la comida. Somos lo primero vivo en el planeta Tierra, la primera cultura, que no tiene idea de dónde sale lo que come. Todo está rodeado de un montón de preguntas, de mitos, y yo empecé a coleccionarlos. También surge de un amor por la comida: siempre me gustó cocinar, comer bien, rico, saber qué era lo que comía. Y empecé a buscar. Primero me metí en los campos. Malcomidos fue una búsqueda por entender cómo se producen los alimentos que comemos: cómo se cría la vaca, cómo se crían los pollos, de dónde sale tanto salmón de repente, qué pasa con los agrotóxicos. Fui a toda esa matriz alimentaria que después deviene en productos ultraprocesados. O sea era como la continuidad más esperable, de alguna manera, aunque yo no me la esperaba, no es que estaba segura ni que era un plan, para nada. Fue realmente como lo cuento en los dos libros, era de repente ver lo que antes no había visto teniéndolo enfrente. O lo que no veía como algo problemático. Es eso: está tan normalizado que no lo ves.
—Contás en Mala leche que cuando lo escribiste tu hijo tenía 10 años y un día te empezaste a preguntar por lo que había dentro de los alimentos que llevaba en su mochila y consumía a diario. ¿Qué fue lo que de repente te hizo un click que te condujo a cuestionarte eso que, como decís, estaba normalizado?
—Yo venía investigando el mundo de la alimentación y de la industria alimentaria con Malcomidos entonces había algo en la producción de alimentos que ya sabía que era muy turbio. Básicamente que los alimentos no están hechos con la lógica de alimentar, sino con la lógica de optimizar los negocios. Y eso es fatal porque si bien pareciera que estamos enterrados en las lógicas de mercado que toman todos nuestros sistemas, lo cierto es que eso estalla, hace estallar los territorios, hace estallar nuestros cuerpos, es muy brutal. Para que el negocio funcione renunciamos a cuerpos sanos y territorios sanos, nada más y nada menos. Eso me hizo ir un poco más allá e ir a lo más cotidiano. Porque hay una escisión muy grande entre la producción y lo que uno puede imaginar que ocurre en el campo, con esa receta construida que viene en un paquete en el que estás completamente adoctrinado a confiar, o sea, confiamos en esas cosas, nos parece que no es tan grave. Hay un mundo construido alrededor de la infancia, de la niñez, que viene con ciertos elementos y pareciera que salirte de ahí es quedar afuera de lo que es la crianza porque “cómo voy a negarle a mi hijo, a mi hija, esto”.
—Eso funciona como una premisa muy difícil de desterrar. Y la otra es la que repite que “nosotros también comíamos así y no nos pasó nada”, el célebre “tan mal no salimos”.
—Es cierto que de alguna manera fuimos alimentados con eso, pero sabemos que cada vez es peor, que no es cierto que cuando yo era chica comía de la misma manera que come un niño hoy, para nada. Hay evidencia construida que es muy contundente respecto de que la alimentación infantil ha ido deteriorándose, degradándose muchísimo. Es verdad que cuando yo era chica la idea de alimentación infantil también estaba, también se pensaba que si un niño nacía le tenías que dar, por fuera de la lactancia materna, comida específica para esa criatura que pareciera alienígena. Todo eso me hizo acercarme a una forma de investigación rarísima, porque es la investigación de lo cotidiano, lo que parece que está completamente expuesto, porque vos tenés toda la información ahí, no tenés que ir a buscarla demasiado lejos —aunque después puedas ir a ver, como hice yo, dónde se construye cada una de esas cosas—. El primer acercamiento es romper esa barrera cognitiva que hace que vos no veas lo que es, lo tenés enfrente de tus ojos y no lo ves como algo raro, ¿por qué? Porque lo tenés completamente normalizado y la normalización es el peor de los monstruos para lograr leer la realidad.
—Es muy complejo desprenderse de pensamientos y hábitos que nos son tan inherentes que olvidamos que son una construcción. Está muy instalada esta idea de que las infancias tienen que comer comida distinta. Salís con chicos y muchas veces, aunque no lo pidas, te ofrecen el “menú infantil”.
—El menú infantil suele ser de lo más aberrante que hay, porque es una marca completamente brutal, como que todo lo que está mal está ahí. El niño entra a comer en una comida familiar y es tratado como una criatura aparte al que se le da patitas de pollo, fideos o milanesa. Y, no sé, mi hija tiene seis años y medio, va a cumplir siete, y nunca jamás le pedí menú infantil. Me parece que hay ahí algo tremendo. Los restaurantes podrían ofrecer la mitad de la porción, que eso sí sería mucho más lógico, porque es para niños que, generalmente, comen menos de lo que come una persona adulta. Pero no. Y entonces te terminás adhiriendo a una idea alimentaria que es completamente repetitiva y horrorosa.
—Y los niños y niñas también entran en esa idea de que esa comida es para ellos. Es muy difícil explicarles por qué no es saludable comer siempre lo mismo o lo mal que hace la comida chatarra porque casi todos a su alrededor están comiendo eso. Cuando empiezan a socializar empiezan a llegar los paquetes. Mandás al jardín galletitas caseras o fruta y vuelven restos de otras galletitas o la golosina que el amiguito compartió. Y tampoco podés decirle que no comparta porque no es el mensaje que querés darles ni querés que lo miren como a un alienígena por estar por fuera de lo que consume el resto. ¿Cómo hacés para luchar con esto?
—Tenemos que saber que el individuo no existe. Esa es la premisa que sería, para mí, para todo lo que hace a la vida en general, pero en la comida es tal vez donde más se ve. No somos individuos comiendo, por más que se haya inventado el paquete y el tupper individual. La comida es un evento colectivo, es un evento de socialización, es un evento comunitario. Es el evento en el que traducimos lo que somos a lo que nos nutre, con lo bueno y lo malo que eso tiene. Hoy en día cuando un niño sale al mundo, cuando sale de la panza, si vos comiste toda la comida que se come ya está habituado a ciertos sabores que se sabe que aparecen ahí. Si toma leche materna también hay edulcorantes, cosas que terminan pasando; si toma leche de fórmula, ni hablar, es como un sabor estandarizado que prepara y dispone a los sentidos a ese sistema industrial. O sea, todo está dado para esa repetición y, sin dudas, que haya un mundo aparte requiere de la construcción de ese mundo aparte y del entendimiento de ese mundo aparte, de su concreción. O no sé si es un mundo aparte pero me refiero a que para que eso suceda tiene que existir esto de “nosotros acá comemos así”, ese nosotros tiene que estar porque si no muchas veces pasa que es el chico el que tiene que comer saludable mientras los hermanos mayores se están bajando una hamburguesa o en la casa está lleno de cosas no saludables.
—¿Cómo hiciste vos?
—Mi hija nunca jamás en su vida comió una galletita, nunca comió un ultraprocesado, nunca comió un panchito. Ahora su papá y yo tenemos un acuerdo absoluto, aunque estemos separados, en su alimentación. Mi mamá, mis amigas, todas las personas a su alrededor respetan ese acuerdo, saben que comemos así, que somos gente que come comida de verdad. Que no es comida rara, solo que no te sentás en la mesa y tenés un agua saborizada, no abrís la heladera y tenés paquetes: tenemos comida y hacemos comida. Y eso hace un eco. Y después sí, busqué una escuela que diera comida donde no estuviese permitido todo eso, eso no significa que todos los niños y niñas ahí coman lo mismo, pero sí que haya, por lo menos hasta ahora que es su primera infancia, un cuidado alrededor. Como para mí era tan importante eso, lo busqué, pero no es fácil. No es que todas las escuelas lo tienen. Muchas veces lo que hace falta es crear ese mundo aparte y ese construir es involucrarse un montón.
—Hay que dedicar tiempo a generar ese cambio.
—Y hay que acercar información porque nadie quiere hacerle un daño a sus hijos, simplemente vivimos en la inercia cultural y la repetición zombie y alienante de lo que nos constituye. Estamos rodeados de problemas y “la comida del pibe es en el último que quiero meterme; ya está que sean felices y que coman”. Nadie dimensiona la gravedad de lo que eso significa, pero una vez que alguien sí, bajo esta idea de que la comida es un evento colectivo, con esa búsqueda y el propósito de la reverberación comunitaria de eso, se pueden hacer cosas: desde enseñar en la escuela, acercar ideas de menú, trabajar en una comisión de alimentación… Yo he visto modificaciones enormes y maravillosas en escuelas públicas, privadas, alternativas. Siempre desde personas que quieren hacer de eso un tema común, porque si no mandás a tu pibe a la guerra y eso es horrible, o lo mandás a vivir bajo esa enajenación de dudar todo el tiempo: “Ay no sé qué hacer, no sé si mi familia me deja o no me deja comer esto”. Somos los adultos los que damos de comer, somos los adultos los que tenemos esa responsabilidad y son los adultos a los que hay que deconstruir, no a los niños. Los niños no tienen nada que ver: comen lo que les damos.
—Es cierto, pero qué difícil desterrar todo eso en la mayoría de los ámbitos. Todo el tiempo estás como en la lucha de resguardarle la salud pero que no quede excluido y peleando con el comentario de “¡Ah, qué exagerada!” o “¡Qué extremista!”.
—Pero es que es como toda deconstrucción, como el feminismo. La sociedad está construida alrededor de una manera, cambiar esa manera requiere un compromiso, un involucramiento y un eco. Porque si estás sola en eso va a ser mucho más difícil. Esa construcción comunitaria, esa creación de mundo, que es un mundo muy copado, no es un mundo que decís “no, para, después termina siendo extraterrestre”. Mi hija no es una persona que no va a un cumpleaños y se topa con esas cosas, pero no las reconoce como comida, eso a mí me parece alucinante. Obvio que está muy interiorizada porque hablamos un montón y le fascinan, además, las historias alrededor de la comida. Pero me parece que hay una responsabilidad a asumir de parte de los adultos y que somos los adultos los que, en la lista de temas que tenemos que cambiar para dejarles un mundo mejor a nuestros hijos e hijas, tenemos que asumir esto también. Y además cuando cambiás la alimentación en tu casa cambian muchas cosas porque devolvés la cocina. La cocina es un lugar de encuentro, de reunión, de darnos un montón de cosas. Es la comida juntos. Hay una transformación que es muchísimo más profunda que lo que te estás llevando a la boca inmediatamente.
—¿Qué creés que se puede hacer desde las escuelas, por ejemplo? Porque al margen de las que ofrecen estas cosas, hay otras en las que no las ofrecen pero se cuelan en todos los tuppers de los chicos.
—Tenemos una ley que todavía está en vigencia. La ley [27.642, de etiquetado frontal] impone a las escuelas la necesidad de cuidar y priorizar eso. En la medida en que veamos a la alimentación, a la comida de verdad, como un derecho vamos a poder hacer otras cosas. Porque es como otras situaciones, por ejemplo: hay escuelas donde les gritan a los niños y ahí uno diría: “Che, mirá, le estás gritando, le estás haciendo mal”, es lo mismo. Si nosotros podemos ver a la comida industrializada como lo que es, como un evento cotidiano y permanente, es un asedio para una criatura sana que está amortizando esa alimentación porque es, justamente, una criatura sana. Dándole un montón de cosas que ninguna persona adulta comería en esa proporción, porque también es eso, nadie se alimenta a galletitas, snacks o gaseosas. Solo se lo damos a los niños porque son sanos, entonces estamos especulando con esa salud que no va a durar mucho porque, además, cada vez los niños y niñas se enferman a edades más tempranas por estas cosas. Hoy en día la infancia está atravesada por un montón de problemas y una patologización gigante, se ven cosas que no se vieron nunca y creo que tiene que ver muchísimo con la comida. Y también con la forma de vida a la que te invita esa forma de comer, esa idea de que comemos como vivimos, que tiene que ver con esa alimentación con un estímulo visual, con el celular en la mesa, con no tener mesa, con tener la comida en el auto, darle la galletita y ya merendaste, ese tipo de cosas. Entonces, el cambio tiene que ver con entender que la alimentación adecuada para la infancia es un derecho, que ese derecho es algo que tenemos que pedir que se ejerza y en ese pedido hay una necesidad de educación y de modificación de ciertos hábitos.
—Es clave, pero suena utópico.
—Se puede empezar de a poco, tal vez es muy difícil pretenderlo todo, pero decir, por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud no incluye a las gaseosas porque está demostrado que hacen mal. Ir a lo más grotesco, ponerlo en evidencia y ver de qué manera eso puede ser modificado. Porque además es muy claro, cuando aparece un niño con alguna enfermedad, algún trastorno o alguna cosa que hace que tenga restricciones enseguida se entiende. Ahora cuando es a partir de la salud, no, es muy raro.
—Claro, decís diabetes o celiaquía…
—Se entiende todo. “Restricción, restricción”, nadie va a llevar un budín de nada. Ahora: “Che, no quiero que mi hijo se enferme, quiero que mi hijo se mantenga sano, no tiene ninguna enfermedad”. “Ah, rarísima, sos una friki”.
—De todo lo que venís trabajando con este tema, pero específicamente en la investigación sobre los ultraprocesados que devino en Mala leche, ¿hay algo que particularmente te haya sorprendido o impactado más que otras cosas?
—No. Quizás esto de la matriz alimentaria. Lo que más me modificó, de alguna manera, fue esta idea de la comida infantil, por qué la pensamos como comida infantil. ¿Qué es? ¿Cómo llegamos a eso? Por qué las familias en la crianza y a la hora de tener que acompañar y cuidar a una criatura terminamos entregándosela al sistema de una manera casi como “toma, tuyo. Qué más le querés, dar”. Ese fue el cambio más grande para mí porque fue con lo que hice, una vez asumido, el corte más grande. Y realmente siento que mi segunda maternidad fue mucho más libre y copada porque también vi ese horror de lo infantil que se traslada a un montón de cosas. No es solamente a la comida, es a un mundo, a una manera de ser, a un estímulo, sobre todo. Cómo a los niños se los estimula de esta manera y después son todos adictos al artificio máximo para una vida completamente desconectada, en la que, cuando son adultos, no tienen ningún estímulo de verdad, no hay estímulos reales. Los estímulos son la pantalla, el ruido, la música enajenante y el snack. Son niños que salen aturdidos al mundo y ese aturdimiento termina en que cada vez hay más niños medicados, que no tienen una infancia feliz, que no pueden conciliar el sueño, que no pueden quedarse quietos, que tienen problemas de todo tipo y eso tiene que ver con la vida de artificio. Cuando en realidad un niño necesita una vida mucho más tranquila, un ritmo mucho más suave, con aire, con sol, con pasto, con tierra abajo de los pies. Parece una pavada pero si le devolvés eso a la infancia la infancia responde con magia, creatividad y esa nueva humanidad que estamos esperando. Si les seguimos dando snacks y gaseosas, poniéndoles el celular en la cara y aturdiéndolos con música de Panam no va a suceder nada mejor en el mundo.
—¿Pensás que el etiquetado frontal sirvió para tomar conciencia sobre qué comemos cuando comemos?
—Yo creo que la Ley de etiquetado es muy buena, muy necesaria y realmente creó cosas muy interesantes, como por ejemplo exponer que los edulcorantes no son para niños. No señala solamente lo que tiene azúcar, lo que no tiene, sino “che, tiene cafeína, no es para niños y niñas”, “tiene edulcorantes”. Además es una ley que requiere un montón de acompañamiento estatal para complementarla, primero, con vigilancia, después, con su continuidad; originalmente no era una ley de etiquetado frontal, era una ley de alimentación saludable. La ley prohíbe que en las escuelas y entornos escolares existan comestibles ultraprocesados que estén etiquetados. Y es una herramienta completamente válida, no es cercenar la libertad individual es hacer del cuidado de cada persona un evento colectivo, para eso sirven las leyes. Todo eso está. El tema es que en el medio nos agarró el anarcocapitalismo y nadie cree más en estas leyes como algo que haya que acompañar, cuidar y complementar. Entonces se la dejó un poco ahí, a merced de nada, solamente de los sellos negros. Y con los sellos negros solos es más difícil.
—Además de la Ley de etiquetado, ¿pensás que desde que publicaste el libro, en 2018, hasta ahora, hubo cambios respecto al consumo de alimentos y ultraprocesados?
—Yo creo que sí. Creo que las personas cada vez están más informadas y que quienes se adentran en la comida de verdad —porque también está esta idea de que la comida saludable es una comida de dieta y de búsqueda enajenante y en realidad es comida real, es salir del paquete— pasan a comer con gusto e ingredientes que podés reconocer y tener en tu cocina. En las personas que encaran esta búsqueda no hay una vuelta después hacia el paquete, y hay una cantidad de gente que se copa con eso. Son distintas personas, no es que hay una línea tipo secta de la comida saludable, hay personas rediversas. Personas que entienden que la comida es un acto político y que entonces hace falta salir del mundo que no queremos repetir o ingerir, como diciendo “no quiero seguir comiendo esta mierda”, pero en toda su dimensión, el producto en todo lo que implica. Comerse lo que yo llamo “las instrucciones de la comida ultraprocesada”, que no es simplemente comer ingredientes que te hacen daño sino que es comer una idea de no preguntar, de no cuestionar, de no saber. Es comer de una manera insensible, como jactándote de una ignorancia a la que necesitás abrazarte para que eso funcione. Y eso muestra también luego una forma de una praxis social, de praxis colectiva, una praxis permanente que acompaña el hacer en un montón de cosas en la vida. Entonces hay mucha gente que dice “che, yo quiero salir de acá”.
—Claro, existen diferentes motivaciones en esa búsqueda.
—Sí. Después hay una cantidad de personas en las que lamentablemente esa alimentación ya causó efectos negativos sobre su salud: niños y niñas con problemas de distinta índole, desde trastornos del espectro autista hasta alergia a la proteína de leche de vaca. Y hacen un quiebre con la alimentación y consiguen maravillas. Los que tienen esa intolerancia descubren la lista de ingredientes, lo que la comida esconde; los que tienen trastornos del espectro autista, muchísimos han encontrado una forma de tratamiento en la comida que no se les ofrecía por ningún lugar. Y es muy hermoso cuando escuchás esas historias de personas con enfermedades tremendas, que a mí me llegan un montón, todo el tiempo, y te dicen: “A mí me decían que esto no tenía solución y cambié la alimentación —de niños, familias, personas más grandes— y me cambió todo, y recuperé mi salud”. Yo soy muy escéptica, no es que voy por la vida creyendo en esas cosas y sin embargo la cantidad de historias que llevo acumuladas a lo largo de todo este tiempo es impresionante. Y después tenés los que cambian desde la información, que tal vez podés pensarlo como un grupo más privilegiado, donde hay como una especie de acuerdo colectivo, de decir: “Che, todo esto no entra porque a los niños les hace mal”. Entonces hay distintas variantes, pero sí veo que cada vez es más masivo. Creo que hay una nueva generación cada vez más despierta y también distintos profesionales (de la nutrición, pediatras), que están buscando hacer otra cosa, que con un montón de conocimiento salen de eso.