Cuando pesaba 240 kilos, Pablo Bragale (36) comenzó su lucha contra la obesidad. Hasta ese momento, su vida era un infierno: no podía dormir, le costaba respirar, tenia muchos problemas de salud y, además, la gente se le reía en la cara. Un día dijo basta y decidió pasar a la acción para mejorar su calidad de vida. Quería recuperar su autoestima, su seguridad y así disfrutar el resto de vida que le quedaba. En definitiva, sentirse deseado y creer en él.
Comenzó a dar los pasos necesarios para conseguirlo. Decidió cambiar su alimentación y se hizo el cinturón gástrico. En el 2017 aceleró el proceso: hoy, casi tres años después, pesa 82 kilos. Sabe, y lo dice, que la obesidad no se cura. La lucha que emprendió tiene un nuevo round cada día. Los rivales son un plato de comida y la ansiedad. Y su gran aliada es la terapia.
Después de muchas sesiones, hoy afirma que le perdió el miedo a comer, y aprendió, de a poco, a disfrutar cada almuerzo o cena de manera saludable. Y aunque su mente quiera seguir comiendo, sabe distinguir entre el hambre y la ansiedad. Su motor, hoy, es estar bien.
Mientras duró la obesidad, subir al colectivo, a un avión o pasar los molinetes del subte eran misiones casi imposibles. “Hay una sociedad que no está preparada para ayudar a la gente obesa. Desde el transporte público hasta instituciones de todo tipo. Las personas con sobrepeso se empiezan a debilitar en base a su autoestima, es por eso que algunos caen y quieren la cura mágica. Entonces compran pastillas o medicamentos alternativos a una dieta. Y bajo ese aspecto emocional hay circunstancias ligadas a la depresión, al trauma, a la adicción a la comida, al descontrol de los impulsos o la desorganización como forma de vida. La realidad es que no hay una cura mágica”, dice Pablo.
Llegó un momento en que sentía que no lo aceptaba la sociedad ni él mismo. Su obesidad lo llevó a estigmatizarse, a ocultarse en sus propios complejos. Por ejemplo, sólo usaba ropa negra, no se metía en una pileta o en un río. Nada que lo hiciera desnudar partes de su cuerpo.
-¿Cómo fue tu infancia?
-Común y corriente. Recién a los 16, 17 años empecé a engordar. Se ve que el metabolismo hizo algún cambio o lo que sea, y empecé a ponerme gordo por demás. Encima, eso me tocó en la época del secundario... viví mucho bullying, mucho acoso. Porque, aparte, la obesidad no solamente te da el problema de subir de peso, sino mucho más sudor, se te complica higienizarte bien, por ende tenés olores feos, y los pibes te van cargando, además de por el sobrepeso, por eso. Era pelearla con algo que, en ese momento, no sabía que era una enfermedad, y con el bullying. Además muchas veces, no digo que los docentes hayan sido cómplices, sino que estaban como ausentes, no hacían nada en esas situaciones.
-¿Te veías gordo?
-Yo no sé si me veía gordo, yo sí sé que subía de peso. Los circuitos cerebrales te tiran la ansiedad de seguir comiendo, comiendo, comiendo; y encima, como comes rápido, no llega un mensaje de saciedad a tu cerebro. ¡Seguís comiendo y no querés parar de comer jamás! Y eso cuenta tanto para festejar como para borrar una tristeza: te abocás a la comida como cable a tierra.
-¿Cuándo te diste cuenta de tu enfermedad?
-El primer día que me pesé, en enero de 2014. La balanza cantó 207 kilos y me acuerdo que llamé a mi papá y le dije: “soy un Peugeot”. Mi viejo me preguntó por qué, y respondí: “porque peso 207”. Hay una la letra de los Redondos que dice que la muerte está tan segura de vencer que te da toda una vida de ventaja. La obesidad hace lo mismo, se queda agazapada en tu cabeza, Vos hacés un tratamiento y está todo bien. Pero ella sabe que en algún momento vas a flaquear, y cuando flaqueás intenta atacar. Si vos no tenés lo que yo denomino educación terapéutica, que son herramientas para zafar de eso, caes de vuelta.
-¿La sociedad está preparada para la obesidad?
-No. Y no solamente la argentina, sino a nivel mundial. Ni los medios de comunicación, ni los organismos estatales están preparados. Y tampoco la salud. La medicina avanzó y hay médicos que tratan la obesidad, pero la mayoría, cuando vas te dicen: “¿y cómo hiciste para meterte todos esos kilos encima?” Desde que vos tenés 5 o 10 kilos de más ya empezás a tener problemas. No existe el término gordo sano. Los análisis de sangre te pueden dar perfecto, pero las rodillas se te empiezan a debilitar, empezás a tener problemas para respirar. La obesidad es un negocio redondo. No existen polvitos mágicos, lo que existen son tratamientos que en base a la predisposición y a la voluntad de un ser humano y a la idoneidad y coherencia en los profesionales te pueden llevar a un mantenimiento de esta enfermedad. No existe la cura desgraciadamente. Pero además, los colectivos no te paran, o te paran a media cuadra y tenés que correr, cuando claramente no llegás; es jodido pasar por los molinetes del subte o sentarte en el colectivos. Encima algunos asientos tienen esa tela que resbala, imaginate que se resbala una persona flaca, que dentro de todo se puede acomodar, un obeso termina en el piso. Tampoco a un gordo le dan el asiento por sentirlo discapacitado. En muy pocas provincias le dan certificado de discapacidad a un obeso. El INADI hace un trabajo hermoso con la elección sexual, con la discriminación religiosa, pero el obeso no cuenta.
-¿Cómo te cambió estar flaco?
-Empecé a hablar y a interactuar más. Me volví mas sociable. Empecé a salir a bailar, me mejoró el autoestima, la seguridad. Volví a confiar en mi. Antes no salía porque me miraban y la infraestructura de los lugares no ayudan. Las sillas son chicas, los inodoros de los baños son pequeños. No me sacaba fotos, ahora lo hago. Sólo me vestía de negro, ahora uso color. ¿Está la sociedad preparada para la obesidad? No. Y el obeso tampoco está preparado, porque es el primero que niega la enfermedad.
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