El trauma, esa fuerza invisible que atraviesa nuestras vidas, moldea la manera en que sentimos, pensamos y nos relacionamos con el mundo. Aunque la mayoría de las veces se define y se menciona como el impacto de eventos extremos, su verdadera esencia radica en cómo esas experiencias quedan atrapadas en nosotros, particularmente en el cuerpo, repitiéndose en patrones de dolor y desconexión. Esta comprensión no solo nos habla de nuestras heridas individuales, sino también de las de la sociedad que habitamos.
En los últimos meses, estudié el enfoque del doctor Gabor Maté, conocido por su método Compassionate Inquiry y por su película “La sabiduría del trauma”. Aunque a primera vista puede parecer distante del psicoanálisis clásico, existen resonancias profundas entre su visión del trauma y las ideas de Freud, Otto Rank o incluso Alice Miller. Estos autores plantean, desde narrativas y enfoques distintos, que el trauma no es solo algo que nos pasa, sino algo que el cuerpo y la mente metabolizan de formas que condicionan nuestra existencia.
El psicoanálisis siempre ha destacado la centralidad de la infancia en la constitución psíquica. Freud describió el trauma como una desconexión entre el afecto y la palabra, un evento que deja su marca en lo inconsciente, provocando síntomas en el cuerpo o la mente como un llamado desesperado a ser comprendido y por eso su insistencia.
Maté, por su parte, resalta que el trauma nos desconecta no solo de los demás, sino de nuestra propia autenticidad. Esta desconexión puede perpetuar un estado de alerta constante, de rigidez o sufrimiento físico, impidiendo el acceso a lo que conceptualiza como un “yo” pleno.
Entiendo que esta búsqueda es de alguna manera ideal e inalcanzable, una “tendencia a”, pero trae oleadas de verdades que pueden parecer minúsculas y que apaciguan los sufrimientos enormes. Una frase que nos dijo una mamá, un desdén de parte del papá, una mentira, un mandato familiar.
Lo cierto es que el trauma siempre estuvo asociado a grandes acontecimientos como el maltrato y la violencia sexual, pero también existe la traumatización en eventos que pueden pasar como anodinos peo que dejan huellas indelebles.
Es en esta intersección entre mente y cuerpo donde también se inscribe el trabajo del doctor Peter Levine, creador de la Experiencia Somática (ES). Levine explica que el trauma no solo habita en la psique, sino profundamente en el cuerpo, generando patrones de tensión crónica y respuestas congeladas. A través de nuevas experiencias corporales podemos desafiar esas memorias traumáticas atrapadas y liberar al cuerpo, permitiendo la sanación.
Un caso emblemático relatado por Levine ilustra esta dinámica. Nancy, una mujer con síntomas graves de fibromialgia y ataques de pánico, cargaba con un trauma no verbalizado desde los cuatro años, cuando fue sujetada por médicos durante una amigdalectomía para sedarla. Décadas después, su cuerpo siguió atrapado en esa experiencia de impotencia.
Levine, utilizando una técnica imaginativa, la invitó a “escapar” de un tigre. Al hacerlo, Nancy experimentó una serie de liberaciones físicas: temblores, cambios de temperatura y respiraciones espontáneas. Fue como si, finalmente, su cuerpo completara aquello que había quedado inconcluso años atrás y la paciente mejoró. Levine afirma que esto también cambió su práctica para siempre.
Lo que esta historia revela es algo fundamental que vemos en la clínica: no siempre recordamos el trauma con palabras, pero nuestro cuerpo lo recuerda de maneras más profundas y persistentes. Freud llamaría a esto vestigios en lo inconsciente; Levine y Maté, por su parte, lo exploran a través de una lente corporal y somática. Sin importar el enfoque, el mensaje es claro: la clave para sanar no está en ignorar el cuerpo, sino en escucharlo.
Qué implica para las infancias y adolescencias de hoy
Muchas veces, los síntomas que llamamos “trastornos del comportamiento”, “déficits de atención” o “desafíos emocionales” no son más que expresiones de traumas no resueltos. En lugar de reparar conductas, hacer diagnósticos apresurados o suprimir síntomas, es importante preguntarnos: ¿qué intenta decirnos este niño o niña? ¿Qué herida no ha sido reconocida? ¿Qué emoción no está siendo validada?
Freud dijo que donde hay síntoma, debe haber palabra. Maté añade: donde hay sufrimiento, debe haber compasión. Ambos coinciden en que una sociedad verdaderamente informada sobre el trauma no buscará silenciar esas señales, sino interpretarlas, creando espacios donde padres, docentes y profesionales puedan entender de dónde provienen esas heridas.
La labor de Maté y, anteriormente, de Freud, no se limitó a explorar el trauma desde la individualidad; ambos también reflexionaron sobre cómo las sociedades y sus estructuras contribuyen a perpetuarlo.
En este sentido, Maté ha llevado su análisis más allá, aplicando su comprensión del trauma a figuras públicas, destacando cómo las heridas no resueltas pueden influir en el comportamiento y las decisiones de líderes políticos.
Por ejemplo, ha sugerido que el comportamiento errático de Donald Trump podría estar relacionado con un Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) no diagnosticado, mientras que describe a Hillary Clinton como alguien que, debido al bullying y la falta de validación emocional en su infancia, desarrolló una personalidad “plástica” y desconectada de su autenticidad.
Una anécdota en un documental sobre su vida, narrada por Morgan Freeman, retrata cómo, siendo apenas una niña, fue obligada a enfrentarse sola a esas experiencias, transformando su fortaleza en un rasgo heroico. Sin embargo, Maté cuestiona esta narrativa romantizada.
Me pregunto, cómo seguramente nos hemos preguntado tantos ante algunas figuras, ¿qué sería de nuestros líderes si se hubieran atendido y comprendido sus traumas en lugar de verse forzados a adaptarse a ellos?
En esta tarea, el desafío no solo es individual. Vivimos en sistemas que perpetúan desigualdades y violencias estructurales, condiciones que alimentan el trauma colectivo. Desde el psicoanálisis sabemos que las heridas de la infancia no son solo resultado de insuficientes o malas a prácticas parentales, sino de un entramado social que falla en su cuidado. En este sentido, comprender el trauma no exime a los adultos de su responsabilidad, pero sí nos ayuda a entender que la recuperación empieza por reparar esas desconexiones, tanto internas como comunitarias.
El trauma nos habla, tanto desde lo psíquico como desde lo somático. Aprender a escucharlo es quizás uno de los actos más valientes y radicales de cuidado y justicia que podemos ofrecer a las infancias. Porque solo cuando reconocemos esas marcas invisibles, podemos ayudar a construir un futuro más libre, más pleno y, sobre todo, más humano.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.