Hace más de 10 años que investigo la afectación psíquica en los niños y niñas que son instrumentalizados por algunos o ambos progenitores, para que “elija“ solo a uno de ellos y desprecie al otro.
Esta investigación nació por la urgencia clínica que nos advertían los pacientitos desmembrados por las guerras parentales. No solo en ocasión de divorcios y separaciones, sino también al interior de las familias convivientes.
En la búsqueda de una denominación adecuada para esta forma de maltrato infantil, he actualizado términos y estándares, pero también me he encontrado en laberintos lingüísticos, especialmente por el temor constante a la virulenta cancelación social si mi trabajo se llegara a confundir con la defensa del desacreditado e inexistente síndrome de alienación parental (SAP).
Para diferenciarlo claramente, es importante destacar que el SAP se utiliza para desacreditar la voz de los niños, especialmente en casos de violencia sexual, y que mi trabajo y el de mi equipo buscan ponderar la voz de la infancia.
Colegas del todo el mundo hemos intentado tratar de nombrar, estudiar y clasificar estas agresiones. Aquí decidimos mencionarlo así, de esta forma nada original pero efectiva: Instrumentalización de niños y niñas en conflictos parentales, para poder visibilizarlo.
La particular violencia que padecen los niños y niñas cuando son utilizados como herramientas en los conflictos entre los progenitores, ha sido bastante documentada, pero es poco conocida.
La instrumentalización puede implicar forzar al niño a tomar partido, usarlo como mensajero, utilizarlo como moneda de intercambio para conseguir réditos, o explotar la situación del niño/a para ganar ventaja en los conflictos.
Los abogados de familia saben mucho acerca de esto. Otras veces los conflictos son de índole psicológica y uno de los progenitores necesita legitimar el amor del hijo hacia él intentando eliminar al otro. A esto último se lo denominó en 1957 “cisma marital”.
El cisma, se caracteriza porque cada progenitor se preocupa por problemas propios, donde compiten por la lealtad o fidelidad de sus hijos, instaurándose un profundo temor a que los mismos se terminen pareciendo al otro progenitor.
En la clínica con niños y adolescentes asistimos, en muchísimos casos, niños y niñas en esta especie de orfandad simbólica. Los adultos les exigen amor incondicional, o los obligan a pensar y sentir de una determinada manera acerca del otro progenitor o figura significativa en su vida infantil.
Estos adultos les plantean a los niños la vida cotidiana como campo minado donde hay solo un aliado, ellos mismos, y del otro hay que cuidarse. En esta trampa es muy difícil amar, porque uno no ama a quien lo daña, le tiene miedo.
Estos casos se presentan mayormente entre padres en situaciones de severa confrontación, alguno de ellos o ambos dedican gran parte de su vida y energía a destruir simbólicamente al otro padre para quedar en el lugar de únicos, irremplazables e incondicionales.
Los niños por su propia indefensión y necesidad de cuidado y protección, se encuentran a merced de este tipo de vínculos, no tienen donde guarecerse. Se trata de situaciones vinculares donde, sí existe un progenitor que aliene hay otro que lo permite, exceptuando las situaciones de violencia de género y otras desigualdades de poder, aquí la desigualdad y la inermidad está por sobre el niño.
Cuando ambos padres se encuentran activamente actuando la enajenación de su propio hijo, la situación es tan hostil como cuando uno juega el papel del agresor y el otro de la víctima, en ambos casos el niño se queda sin referencia.
El lugar ofrecido por el adulto es un no- lugar para el niño, para tomarlo debe deshacerse de todo deseo propio, un lugar ofrecido como único amparo o lo espera el desalojo.
Cuáles son las secuelas
Esta instrumentalización tiene graves consecuencias psíquicas en cuanto sujetos en pleno desarrollo y con consentimiento vedado. ¿Qué puede elegir un niño o una niña en una situación como esta más que sobrevivir física y psíquicamente?
Los niños prisioneros de estos vínculos son arcillosos, no les queda otra opción que dejarse manipular. Son niños condescendientes, dispuestos a hacer lo que se les pida, vulnerables a los deseos y goces ajenos.
El niño instrumentalizado tiene prohibido pensar autónomamente, convirtiéndose en un esclavo al servicio del vínculo. En estas situaciones los niños repiten el discurso de sus padres, aunque no lo crean, aunque no estén de acuerdo, por temor al derrumbe que en términos de infancia es la amenaza de pérdida de amor de sus padres y a veces su odio.
La mayoría de las veces se repiten patrones del pasado. Se proyecta en el hijo el vínculo infantil vivido, o se depositan en él traumas que desencadenan esta crueldad repitente.
En los casos de familias monoparentales, también puede haber instrumentalización, el niño padece la misma situación y el riesgoso y odiado es el de afuera, cualquier otro que el progenitor ponga en la mira: el distinto, el extranjero, el de afuera de ese vínculo. El niño ocupa el lugar de aquello que hay que tener, no como trofeo, sino como manera de vaciar al otro, al enemigo.
En cuanto a la edad de mayor vulnerabilidad de la instrumentalización, existe discrepancia entre los autores que lo han estudiado: algunos sugieren que la adolescencia es el período más propenso para que los hijos se vean atrapados en el conflicto de lealtades de sus progenitores y otros indican que los niños de entre 8 y 15 años son los más vulnerables.
En términos generales y en mi opinión, se puede afirmar que los hijos e hijas son más vulnerables cuando dependen de sus cuidadores y son más conscientes de la realidad que los rodea.
La instrumentalización de los niños en los conflictos parentales constituye una forma sutil, por lo poco concientizada, pero profunda de maltrato emocional, cuyas secuelas psicológicas y sociales pueden ser devastadoras.
El niño se convierte en un “objeto” al servicio de las necesidades inconscientes de los padres, ya sea para mantener una lealtad hacia uno de ellos o para desquitarse del otro. Esta situación impacta directamente en la constitución psíquica, porque se lo coloca en una posición imposible: satisfacer deseos parentales contradictorios o traicionar a uno de los progenitores, lo cual genera en el niño una intensa culpa inconsciente y un conflicto de lealtades.
En el plano psíquico, estos niños suelen desarrollar síntomas de angustia, sentimientos de insuficiencia y dificultades en la elaboración de su identidad, ya que el conflicto parental invade su espacio subjetivo. Al ser instrumentalizados, pierden la posibilidad de ser reconocidos como sujetos independientes con deseos y necesidades propias. En muchos casos, esto deriva en dificultades en las relaciones interpersonales y una tendencia a la dependencia emocional en la adultez, repitiendo el patrón de sometimiento.
Algunos casos hasta se exponen en las redes y hasta se viralizan, y uno puede ver a niños y niñas instrumentalizados y con la marca eterna de la huella digital, lo que agrava más aún el maltrato.
Socialmente, la instrumentalización puede llevar al aislamiento y la inhibición de habilidades sociales, porque los niños y niñas atrapados en estos conflictos parentales se sienten incapaces de compartir sus experiencias con otros.
Esta incapacidad surge de la absoluta incomprensión de que están siendo víctimas de una forma de violencia, la cual es difícil de reconocer porque ha sido naturalizada en el entorno familiar. Para estos niños, la instrumentalización no es percibida como maltrato, sino como una dinámica habitual de crianza, lo que agrava aún más las secuelas emocionales y relacionales que pueden experimentar a largo plazo.
Es fundamental ayudar a estos niños y niñas a recuperar su voz, metabolizar el daño psíquico y lograr una recuperación, liberándolos del peso del conflicto parental que los mantiene atrapados en un juego psíquico que no les pertenece.
En el ámbito de la prevención, necesitamos legislación destinada a capacitar a todos los sectores en las diversas formas de maltrato infantil, no solo porque es un deber ético ineludible, sino también porque constituye una inversión para los Estados.
Al garantizar que profesionales de todos los ámbitos estén preparados para identificar y abordar estas situaciones, no solo protegemos a los niños y niñas, sino que también reducimos los costos sociales y económicos asociados con las consecuencias del maltrato a largo plazo.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.