Durante la pandemia era común escuchar la pregunta: “¿Qué hacer con los niños en casa? A veces se realizaba desde un lugar de búsqueda de bienestar para ellos, pero la mayoría de las veces era en forma de queja y hasta de burla. Jamás aparecía la pregunta inversa, desde los niños: “¿Cómo convivir las 24 horas con los padres?”, por ejemplo, porque los niños no la hacen.
No es poco común escuchar a los adultos quejarse de los niños y niñas y hasta decir que son “insoportables” o “inaguantables” y otro tipo de adjetivos despreciativos de su condición de niños. Esto de trata de una especie de cultura de cancelación de los niños, que se muestra como hartazgo, impaciencia y falta de empatía. No es algo de ahora, nos acompaña desde siempre.
Los niños y niñas desde que nacen buscan amor, contención y amparo. Por su indefensión e inmadurez necesitan del otro para sobrevivir, tanto en las tareas de asistencia y cuidado como en los afectos. Esa vulnerabilidad, propia del cachorro humano, trae de alguna manera implícita una deuda con ese otro que cuida y que muchas veces hace sentir que se le debe. Esa lógica del dueño o del amo ubica a los niños y niñas en una situación de desigualdad permanente y sin posibilidad de contar lo que piensan y sienten.
Que durante el periodo de la infancia se requiera de soporte y orientación no significa el borramiento del sujeto infantil como sujeto de derechos y deseos. Muchas veces en nombre del cuidado y de la disciplina se producen prácticas que son maltratadoras aunque estén naturalizadas, tanto en el ámbito intrafamiliar o extrafamiliar.
Quédate quieto, callate la boca, agachate, levanta eso ya, vení para acá, son formas naturalizadas de tratar y hablarles a los niños y niñas, dándoles órdenes como si fueran subalternos y faltándoles el respeto. Cuando un niño tira el jugo sobre la mesa en general se lo reprende de mal modo y si esto le pasa a un adulto es raro que otro adulto le llame la atención. La conmiseración entre adultos es un pacto social que no se tiene con la mayoría de los niños.
Últimamente se puso de moda algo que se repite como eslogan “la crianza respetuosa” que reparte a diestra y siniestra una batería de tips, consejos y claves para “crianzas positivas”.
Esta narrativa en lugar de denunciar el lugar de los niños y niñas en el mundo para lograr cambiarlo, propone romantizar el tutelaje disfrazado de paciencia y buenas intenciones.
Es un mensaje edulcorado que muestra más las bondades y sabiduría del mundo adulto que las necesidades de niños y niñas. Se los filma y muestra en redes sociales con ataques de angustia mientras la madre o padre utilizan estrategias para calmarlo. Resulta sorprendente que algo tan íntimo como sentirse abrumado, se exhiba sin consentimiento y, además, deje una huella digital indeleble para el niño.
Lo cierto es que el respeto en períodos de infancia no se debería haber perdido jamás y no es un tema a discutir es un derecho, lo contrario es edadismo.
Al mismo tiempo, la positivización de situaciones dolorosas suelen reforzar la negación de lo vivido como humillante, agresivo o vergonzoso. La emoción originaria podrá esconderse por corto plazo pero resurgirá para contar su verdad enviando mensajes a través del cuerpo para ser escuchado.
El cuerpo no comprende estos mandatos ni los malos tratos y se queja. Es la vía regia que todos encontramos para contar la verdad. En la clínica se ve frecuentemente, tanto en niños como en adultos, que han padecido diferentes formas de malos tratos en forma de desprecios, desdén, falta de interés, no escucha, poca atención, la presentación de problemas físicos.
Estos suelen ser enfermedades recurrentes, malestares diarios, síndromes y síntomas golondrinas que van y vienen. A pesar de que en las consultas médicas y los análisis no se encuentran causas orgánicas que puedan explicar este enfermar. En el marco del psicoanálisis pensamos las secuelas del silencio y la sumisión como estallidos en un cuerpo que jamás calla y siempre dice la verdad, es más, insiste pidiendo que se lo escuche y puede hacerlo todo la vida hasta que se le preste oído.
Dice Alice Miller, psicoanalista, “He llegado a la conclusión de que aquellos que en su infancia han sido maltratados solo pueden intentar cumplir el cuarto mandamiento ‘Honrarás a tu padre y a tu madre’, mediante una represión masiva y una disociación de sus verdaderas emociones”.
Es cierto. De todas formas no me refiero aquí sólo al ámbito de la violencia intrafamiliar, sino a la institucional, a la social y religiosa. Los niños y niñas siempre han ocupado un lugar secundario al de los adultos y sobre ellos se ejercen diversas prácticas que no los tienen en cuenta como sujetos de derechos y de deseo. Esas prácticas que los invisibilizan también los agreden.
Aunque Miller no lo menciona siempre me he preguntado por qué no existe el mandamiento “Honrarás a tu hijo” y la respuesta es siempre la misma, el mundo es adultocéntrico. Desde el comienzo de la humanidad, jamás se pensó en esta posibilidad de honrar a la infancia.
El adultocentrismo es parte de un sistema de dominación que obstaculiza el desarrollo y acceso igualitario de oportunidades que afecta a niñas, niños y adolescentes.
Significa que se piensa que una persona adulta tiene mayor jerarquía y derechos que los niños, niñas y adolescentes. La consecuencia de esto es la quita de poder para los niños y por ello son víctimas de prácticas discriminatorias y violentas.
El adulto es visto como el modelo de persona, el ideal superior a aspirar, mientras que los niños, niñas y adolescentes son pensados como simples imitadores obedientes. Solo aprendices, jamás portadores de enseñanzas. No hay sujeto en mi carrera y en mi vida personal que me haya interpelado más que los niños, mis grandes maestros.
La práctica del adultocentrismo es el adultismo. Se trata del conjunto de conductas que promueve y sostiene esa desigualdad. Es decir, todo comportamiento, acción o lenguaje que limita o pone en duda las capacidades de los bebés , niños, niñas y adolescentes.
Las consecuencias son las siguientes:
- No se reconocen sus derechos
- Se minimizan sus ideas y propuestas
- Se descalifican sus necesidades y sentimientos
- No se los escucha, ni se les permite expresarse
- Se normalizan las prácticas violentas al considerar que son parte de la crianza y la educación
Estas consecuencias impactan no solo en el psiquismo sino en el cuerpo físico y fisiológico. Las niñas y los niños necesitan sentir que las personas adultas que los cuidan les garantizarán un espacio y entorno físico seguros, libres de violencia, en los que se respete y cuide su integridad física, cuando esto no pasa deben sobreadaptarse e intentar naturalizar y disimular que aquello que les duele es normal. Esa enajenación del psiquismo infantil tiene consecuencias que también se revelan en el cuerpo orgánico.
También, desde el punto de vista relacional y afectivo, es crucial que las niñas y los niños dispongan de personas adultas con las que desarrollen vínculos cercanos basados en la seguridad, la confianza y el afecto, donde se tome en cuenta su opinión.
Sin esto, crecen con desconfianza y el cuerpo también comienza a mostrarlo. La falta de confianza en el otro, muchas veces se convierte en falta de confianza en sí mismo. Es como si la base sólida donde deberían haberse asentado estas posibilidades fueran tierras fangosas. El adulto que ha crecido de esta forma sospecha de todo y es suspicaz a sus propios logros, se siente incapaz y cuando logra un reconocimiento se cree un impostor.
Desde lo social, los niños y niñas necesitan experimentar la seguridad en el contexto de la comunidad. Para ello, es importante, por un lado, promover el sentido de pertenencia a una comunidad que le permita participar de dinámicas interpersonales de reciprocidad. La oportunidad de comunicarse a través de relaciones con niñas y niños de su edad proporciona las experiencias necesarias para desarrollar las competencias comunicativas así como el sentido de compartir, de escuchar y ser escuchado.
Estas formas de malos tratos naturalizadas por generaciones se almacenan en el cuerpo e inscriben una compleja trama de microtraumas que se asimilan como naturales y parte de nuestra forma de ser y, en realidad, son producto de la falta de elaboración y metabolización de experiencias dolorosas en la infancia. Esta renegación de lo vivido también repercute en la repetición de ese modelo, en un círculo sin fin, de generación en generación.
El cuerpo se revela al silencio y al ocultamiento de la verdad por eso es importante poner la lupa en el sistema de creencias que sostienen las prácticas naturalizadas de los malos tratos, las falsas respuestas que buscan esconder la verdad o por lo menos disimularla y hacen que la salud mental sea una asignatura pendiente a nivel mundial.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.