Cada uno de nosotros nace con un peso que el cuerpo está fisiológicamente programado para alcanzar y luego defender, conocido como set point -en castellano puede llamarse “punto de regulación”-, que actúa como un termostato, pero del peso: por eso se llama adipostato. Es como una central que se encarga de regular la adiposidad que cada uno puede llegar a tener y mantener.
El control de esta central está en el cerebro y no se encuentra fijado en un punto determinado. Por el contrario, el peso que marca el adipostato es el resultado de la coordinación de señales que interactúan entre cerebro, estómago, intestinos, el hígado, los músculos y la grasa.
Entre las sustancias que intervienen en este proceso se encuentran:
* La grelina: segregada por el estómago, estimula el apetito. Su concentración aumenta antes de comer y disminuye una vez que se está satisfecho. Por eso, cuando se hace dieta, el organismo “siente” la falta de alimentos y responde incrementando la producción de grelina y, con ella, aumentando la sensación de hambre.
* La leptina: segregada por el tejido adiposo, avisa al cerebro cuando la cantidad de grasa que hay almacenada es la correcta (25% en la mujer y 18-20% en el hombre). La cantidad de leptina que se produce es dependiente del volumen: a más grasa, más leptina; y viceversa. Esta sustancia llega a una zona en el cerebro denominada núcleo arqueado que regula la producción de NPY (neuropéptido Y), encargado de aumentar el apetito y reducir el gasto energético. En condiciones normales, cuando aumenta la grasa en el cuerpo se segrega más leptina, lo que frena la tendencia a comer más y hace que no siga aumentando la cantidad de grasa, o incluso hace que disminuya.
Estos circuitos nos llevan a comer para satisfacer nuestras necesidades fisiológicas. Pero la civilización ha hecho que le fuéramos poniendo horarios a nuestras comidas, de modo que respondemos a dos mandatos: uno biológico y otro cultural, que se va construyendo en cada uno de nosotros con el paso de los años. Como resultado, el sistema equilibra nuestras ingestas con nuestras necesidades de energía, equilibrio que se conoce con el nombre de homeostasis.
Sin embargo, en los últimos cien años, y mucho más en las últimas seis décadas, el aumento en el consumo de azúcares y harinas, grasas y sal, ha producido una alteración del sistema produciendo dos efectos:
1- Aumento del apetito y, por consiguiente, de la cantidad de grasas y de leptina.
2- Una resistencia a la leptina: a pesar de haber una segregación mayor de esta sustancia debido al incremento de la cantidad de grasa, el adipostato no “escucha” la señal, cree que hay poca grasa y manda más NPY para comer más y bajar el gasto energético.
Es decir, el hipotálamo no recibe bien la señal, interpreta que hay poca grasa y, a través del NPY, aumenta el apetito y disminuye el gasto metabólico.
Debido a esto podemos decir que, en las personas con sobrepeso u obesidad, este perfecto sistema del adipostato está alterado, pero no roto. Esto es que tiene un punto de equilibrio diferente conocido como alostasis por el cual las personas comen y llegan a un peso máximo y, al alcanzarlo, no continúan engordando, aunque sigan comiendo lo mismo. El adipostato tratará de mantener ese peso hasta el próximo engorde o de por vida, es decir, el cuerpo hará todo lo posible por mantenerse gordo.
Cerebro: la central del cambio
Durante mucho tiempo se pensó que el cerebro era un órgano estático, y que muchas de sus características heredadas eran inamovibles.
Sin embargo, la neurociencia ha descubierto que todos tenemos la posibilidad de hacer cambios en los circuitos cerebrales y, a fuerza de repetición y perseverancia, podemos formar nuevos circuitos que reemplacen a los anteriores.
Estos circuitos están conformados por conexiones neuronales, por lo que las protagonistas de esta maravilla biológica son las neuronas, componente fundamental del sistema nervioso cuya compleja red de estructuras (que incluye al cerebro, la médula espinal y los nervios) controla y coordina todas las funciones corporales.
Las neuronas se comunican entre sí sin la necesidad de entrar en contacto. De hecho, existe un espacio entre ellas conocido como sinapsis, que mide cerca de una millonésima de centímetro de ancho, por lo que se conectan enviándose mensajes mediante señales o impulsos electroquímicos.
El impulso nervioso que produce un pensamiento viaja por la neurona hasta las protuberancias dendríticas (sus terminales en) donde se encuentra con minúsculas bolsitas que almacenan neurotransmisores. Estos mensajeros químicos pasan la información a través del espacio sináptico a otras células nerviosas y hacia otras partes del cuerpo para que la función originalmente impulsada por el pensamiento finalmente se concrete.
O sea que nuestros pensamientos son los que crean esa química cerebral a diario y de esa forma determinan cómo nos sentimos corporalmente. Cada pensamiento libera un neurotransmisor correspondiente al pensamiento o sensación de nuestro cuerpo porque la actividad electroquímica de cada impulso nervioso tiene una frecuencia específica que hace que se liberen ciertos neurotransmisores, y no otros.
Al liberarse estos mensajeros químicos se genera un efecto en cascada y el cuerpo se siente como la mente lo indicó a través del pensamiento en una fracción tan diminuta de tiempo que ni siquiera es posible notarlo.
Aunque estamos diseñados ancestralmente para obtener más de todo aquello que nos causa placer, como la comida, es posible cambiar gracias a la neuroplasticidad: capacidad natural del cerebro para crear nuevas conexiones y circuitos neuronales, a cualquier edad.
Ahora bien, esta neuroplasticidad puede ser negativa o positiva. Ambas conviven en cada persona.
La neuroplasticidad negativa es la que delineó cada una de las conductas que llevan a una persona a perpetuar su obesidad en el tiempo, es decir, la que favoreció la adaptación negativa a la gordura. Por eso los obesos llegan a tener molestias en todas las áreas de la vida, aunque no necesariamente las suficientes como para estar dispuestos, en todo momento, a cambiar.
La neuroplasticidad positiva es la capacidad de crear nuevos circuitos neuronales para alcanzar las metas. Para construir nuevas conexiones neuronales es preciso, en primer lugar, cambiar conscientemente, a propósito, el foco de la atención. Al hacerlo, la brillante red de tejido neurológico que conforma el cerebro dispara nuevas combinaciones y secuencias.
El trabajo del obeso que decide recuperarse consiste en desarmar aquellos circuitos que hicieron que su obesidad se cristalice en gordura más allá de su tendencia genética, de su adipostato alterado y del medio ambiente obesogénico que lo rodea, y armar nuevos circuitos sanos que respondan efectivamente a su objetivo de mantener un peso saludable.
La tarea estará completa siempre que mantenga la guardia en alto, porque los circuitos antiguos estarán en su cabeza al acecho, esperando el momento en que se distraiga para volver a activarse ya que ambas neuro plasticidades, la negativa y la positiva, conviven.
Debido a esto, los programas de alimentación y movimiento deben estar acompañados por la construcción progresiva de reemplazo de esquemas mentales, lo cual requiere de gran parte de la atención conciente del obeso para combatir a las respuestas automáticas arraigadas gracias a los años de repetición; en definitiva: a su neuroplasticidad negativa.
Al enseñar al cerebro respuestas distintas, creativas y novedosas para las situaciones difíciles más frecuentes, las neuronas empezarán a conectarse entre sí creando un circuito neuronal positivo y cada vez más fuerte.
Quizá se pregunta por qué, si es tan maravillosa la neuroplasticidad positiva, no cambiamos en todos los aspectos posibles. La respuesta es simple: además de ser difícil, la persona que no cambia en realidad elige –muchas veces sin darse cuenta- permanecer en las mismas circunstancias porque se convierte en una adicta o dependiente del estado emocional que éstas generan y a los neuroquímicos que provocan ese estado de ser.
Otra razón por la que las personas no cambian es porque suele ser más fácil y cómodo seguir en lo conocido, lo familiar. Eso muestra qué fuertes son los circuitos cerebrales que sostienen a la obesidad, escondidos en lo que cada persona es neuroquímicamente, detrás de la comodidad de dejarse tentar en lugar de poner en práctica una alternativa diferente.
El cuerpo lo incita, “le pide”, y el obeso le da. Punto final al conflicto. Responde al “parloteo” interno y actúa en consecuencia, regresa a un estado más confortable que aquel que se presentaría si se levantara, cambiará de canal, optara por salir a caminar o, si tiene hambre, por comerse una fruta y listo.
Cambiar es incómodo, pero posible. Para lograrlo, la persona con sobrepeso deberá reconocer sus conductas más arraigadas, antiguas, y formalmente decidirse a reemplazarlas por esquemas nuevos. Su cerebro está dotado para absorber nueva información y luego almacenarla como una rutina, perseverancia mediante.
Ésta es la esencia del cambio de hábitos: ensayar respuestas innovadoras que a fuerza de la repetición voluntaria y consciente, después de un tiempo variable pasarán a ser respuestas naturales, nuevas, creativas.
Es construir, con paciencia, un nuevo circuito cerebral que, en vez de perpetuar la obesidad, sirva para vivir más y mejor.
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