Toda una parte de nuestra vida, si no la mitad, transcurre de noche. Para decirlo con el título de la gran novela de Mariana Enríquez, todos tenemos Nuestra parte de noche. De ahí que sea inevitable pensar que nuestra vida tenga siempre un lado oculto, que la conciencia es apenas la punta de un iceberg. Si quisiera recordar el título de otro gran libro, diría: No toda es vigilia la de los ojos abiertos, de acuerdo con el genio de Macedonio Fernández.
Sin embargo, no solo me refiero a la noche psíquica –oscuridad de la mente, que suele hacerse presente, por ejemplo, a través de miedos–, sino a la noche física, la que acontece en el momento en que el sol se pone, con la que todos también tenemos una relación específica. Existen los seres nocturnos, que no se hallan en el ajetreo de la vida cotidiana; que despiertan cuando el mundo duerme. Y, por cierto, podríamos decir que de noche no hay mundo, que en la noche viven los espectros y fantasmas, el pasado que no cede, las pesadillas.
Yo conocí la noche en una situación muy puntual. Tendría alrededor de trece años y me había ido a pasar el verano al campo de un amigo en Entre Ríos. Una tarde fuimos de paseo al pueblo, cada uno en una bicicleta y, de regreso, sobre la línea del horizonte se veía avanzar un macizo de nubes negras que cubría el cielo. El camino era de tierra y con un comienzo de espanto nos alentamos a ir lo más rápido posible. Mi amigo iba delante de mí y en cierto instante imprevisible cayó sobre nosotros una cortina de agua tras la cual no se podía ver nada.
Dejé de ver a mi amigo. Mi bicicleta quedó atrapada en el barro. Me caí y estuve unos minutos gritando, en vano, porque donde estuviese mi amigo, no me escuchaba. Los truenos eran muy fuertes y una lluvia en el campo es realmente ensordecedora. Me quedé quieto a la espera de que la catarata amainase, pero después de un tiempo indefinido me di cuenta de que la cosa venía para largo. Salí del camino y empecé a deambular a campo traviesa. Al otro día supe que mi amigo había encontrado asilo en una casa en la que le dieron café, pan y queso. Yo no llegué y pasé la noche a la intemperie.
Durante un primer tiempo, caminé sin rumbo. Omití decir que, además, estaba descalzo y me pinché los pies con todo tipo de espinas. Luego estuve casi una semana con una pinza de depilar sacándome púas de las plantas. No obstante, esa noche no sentía nada. Caminaba y caminaba, bajo el aluvión caliente –lluvia de enero– que en cierto punto me hizo pensar que estaba bajo el mar. Escucho la pregunta de un lector: ¿no tuviste miedo? Tengo que decir que no; no porque sea valiente, sino porque no podía pensar.
No tuve miedo. No. Hasta que dejó de llover. De un momento para otro el ruido cesó y el cielo comenzó a abrirse y pude ver el firmamento más estrellado de mi vida. Antes, cuando llovía, no veía nada, pero cuando tuve las estrellas sobre mí, pude ver que no veía nada. Fui consciente de mi ceguera y ahí sí que sentí el terror. El efecto fue el de un desvanecimiento; si con la lluvia sentía que estaba bajo el mar; bajo el cielo luminoso tuve una sensación de las más raras que sentí jamás: era como si me cayera hacia arriba; el cielo me absorbía, como en una especie de abducción y, de repente, estaba en medio del universo, fuera de la tierra. Si antes subir a un último piso y mirar me daba vértigo, esto era lo mismo pero mil veces más.
Ya no caminaba sino que flotaba por el campo, ciegamente, perdido y alucinado. No sé si en otra ocasión tuve tanto la seguridad de estar vivo. Hasta que, antes de recibir el impacto, algo en mi cuerpo me hizo prevenir una distancia efectiva.
Frente a mí, impertérrita, ella me miraba. Mejor dicho, sus ojos me hicieron sentir mirado y esa mirada me devolvió al suelo y la luz volvió a existir a mi alrededor. Ahí estaba esa vaca que parecía petrificada con su vista posada en mí y yo a medio metro, dándome cuenta de que había salido de la noche y a lo lejos una línea anticipaba el amanecer.
La noche no es el reverso del día sino su espesor más temido; la profundidad que más se evita en la búsqueda sin objeto de la ansiedad. ¿Cuándo fue que nos quedamos sin noche? ¿Cuándo fue que dejamos de pensar esa otra escena, la del sueño –formación privilegiada del inconsciente–, para empezar a interpretarnos a partir de consejos astrológicos cada vez más cerca del horóscopo? La astrología new age no es la astrología en serio, esa que te pone patas para arriba –como en una noche oscura en un campo estrellado– sino que está más del lado de los reels de Instagram en que alguien dice cómo son los modos de pedir empanadas según los signos del zodíaco.
Pensar la noche –pensarnos con la noche– es recuperar la dimensión de otra escena que nos constituye. En la noche somos otros para nosotros mismos. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En la noche descubrimos un nuevo lenguaje. Esto es lo que bien expresa la psicoanalista Constanza Michelson en su libro Hacer la noche, cuando dice:
“La noche humana no es total oscuridad, ni lo opuesto al día, sino otra forma de ver. De noche debemos caminar más lento, acentuar el oído y el tacto para recorrer la casa vuelta bosque; los objetos se tornan distintos, cobran otros usos. Hay algo que se desplaza del orden común en la experiencia de la noche; se alteran las jerarquías, los roles y las nominaciones. La noche es inubicable, pues nunca se sabe bien al hablar de ella a qué día corresponde, ¿es la noche del domingo o ya es lunes?”
En este lúcido ensayo, la autora nos invita a volver a ver el mundo, a reaprender a verlo –como diría el filósofo Maurice Merleau-Ponty– para descubrir el intersticio de los sentidos habituales. Tal vez porque nos quedamos sin una parte de nuestra noche es que nos volvimos un poco adictos, otro poco melancólicos, desamorados, aunque nos la pasemos hablando de cómo debe ser el mundo y moralicemos sobre cómo tienen que vivir los demás. Sin noche, nos volvimos seres sin mismidad; incapaces de estar consigo mismos; es decir, narcisistas.
En el narcicismo, alguien habla de sí mismo con una descripción en la que no se halla. En la descripción que define su personalidad –ególatra, omnipotente, solemne– su vida queda intercambiada por la de cualquier otro.
Qué distinto es el narcisismo respecto del verdadero egoísmo, el que se expresa como autoconservación en el deseo de dormir. Porque dormir no es una función natural. Los niños aprenden a dormirse y, al principio, les toma mucho trabajo.
Además, entregarse al dormir es un gran desafío, porque implica arrojarse a algo desconocido. Por eso la función del dormir tiene un sostén material. Para dormir, hay que estar apoyado contra algo. El primer sostén son los brazos de la madre, pero esa función de apoyo permanece con el tiempo. Esto es muy importante tenerlo presente para que un bebé, con el tiempo, pueda no solo dormir en los brazos de la mamá, sino también en un cuna. No por nada los niños no duermen el medio de la cama, sino contra los bordes.
Para dormir, es preciso apoyarse contra algo, porque si no nos caemos. Al dormir, se aprende todo el sentido de la preposición “contra”. Así se adquiere. En la madre, se aprende la interioridad del “en”; ya en el mundo, el peso y el apoyo del “contra”.
Dormir es un ejercicio de resistencia y fuerza contraria. Al dormir, un niño no aprende a descansar, sino a no ir hacia al vacío, a no quedar tragado por la oscuridad. No olvidemos que los niños aprenden a dormir mucho antes que a caminar. Trabajar sobre la función del dormir (que no es la del sueño) es uno de los cuidados más importantes en la crianza, para que un niño pueda dormir sin que haga falta estar agotado, para que no necesite narcotizarse con dibujitos, para no sobresaltarse al menor ruido, etc. En los pequeños hábitos se leen detalles cruciales de la constitución subjetiva.
Para dar cuenta de esta idea quisiera citar un fragmento de otro ensayo sobre la noche, del magnífico Al Alvarez:
“La verdad es que la noche contiene todo lo que uno se ocupe de ponerle, y como uno no ve, o ve muy poco, da a la imaginación un espacio de trabajo ilimitado. Para describir el sentimiento inexplicable que abruma al niño cuya madre no logra contenerle los terrores y darles significado, el psicoanalista W. R. Bion acuño la expresión ‘miedo inefable’.”
La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche el sueño y los sueños es uno de los ensayos más perfectos que leí en este último tiempo. Alvarez trabaja con el método de un investigador, pero no pierde el afán de asombro del poeta. En principio, parte de una idea muy simple: desde hace muy poco la humanidad conoce la luz nocturna; antes de la electricidad, la iluminación era precaria y eventualmente tóxica. La noche era la noche y su conjuro, una necesidad. No era tan fácil sacársela de encima.
Asimismo, la noche era el espacio del sueño y así es que Alvarez dedica el más extenso capítulo a una revisión de las teorías de la interpretación de los sueños y, en particular, a una conversación con Freud. Su reflexión parte de una obviedad: para descansar alcanza con dormir unas pocas horas. Después ya se vuelve un trabajo e incluso puede ser cansador. No me refiero al hecho de que después de dormir varias horas alguien pueda levantarse agotado por el esfuerzo que implicó dormir de más; sino al trabajo psíquico que implica seguir durmiendo porque se sueña.
Con el sueño se duerme y también se piensa, se hacen cálculos, cuentas. En la experiencia más sencilla de todas alguien se despierta con una idea fresca –por eso existe la expresión “meditar con la almohada”. Pero hay otra situación, cada vez más corriente, que es la que me llama la atención; la de quienes dicen tener insomnio y, en realidad, no pueden dormir más que para descansar –tres o cuatro horas– porque –esto no lo saben– le temen al pensamiento del sueño, o bien la antesala de ese insomnio fue un tiempo de pesadillas. En este punto, cómo no recomendar Insomnio, de Marina Benjamin –excelente libro que también recomiendo.
El repliegue del dormir que se prepara para el sueño hace sufrir mucho a quienes tienen insomnio. A veces dicen que tienen sueño liviano, también puede ocurrir que sus sueños se parezcan a los de los niños –que es común que hacia los 4 años tengan sueños de muertes y accidentes. Antes de cierta edad, soñar es algo que asusta. Después y en ciertas condiciones, también.
El mayor indicador de salud es poder dormir, no para soñar, sino como vivencia del dormir que no requiere el descanso. Dormir por placer, como si fuera un juego, sin que los pensamientos del sueño interrumpan esa tarea sagrada a la que saben dedicarse los animales que no necesitan estar cansados para dormir. Quizá por eso en la antesala de la muerte muchas personas dicen querer dormir. El deseo de dormir seguramente sea la única forma de asumir la muerte que tenemos los humanos. Por eso también a algunos les pasa que los aterroriza ese acto; “Es como morirse”, dicen y tienen razón. Sólo que la mayoría nos olvidamos de eso –como cuando viajamos en avión: el miedo a volar es el más justificado de todos, aunque nos digan que es el modo de transporte más seguro.
Soñar es una de las actividades psíquicas más importantes. A veces no importa cuántas horas dormimos, cuando nos despertamos y un breve sueño nos permitió recuperar un montón de energía para un día largo. A un amigo mío le pasa algo muy curioso: se da cuenta de que está enamorado gracias a los sueños; no porque sueñe con ese enamoramiento, sino por la intensidad que siente al despertar. De repente es que así puede descubrir algo a lo que conscientemente no había prestado atención: en un sueño ve una sonrisa o el color de los ojos, hasta que se levanta y dice “Estoy enamorado”.
Situaciones de este estilo recuerdan que los sueños pueden ser interpretados, pero también a veces los sueños son una interpretación en sí mismos. Los sueños se interpretan, pero porque también nos interpretan. Con un sueño nos decimos algo, a veces para que un conflicto termine de decantar o para rectificar una posición.
Después de varios días pesados, en que el cuerpo se cansa y hasta se apelmaza un poco, con suerte llega un sueño que nos despierta y alivia la chance de vivir. Necesitamos soñar, para no buscar respuestas apuradas (obvias y de sentido común) en la conciencia, para no creer que sabemos cuál es el problema y poder hacernos una pregunta singular y con la fuerza de la vida.
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