Sábado 29 de agosto de 2010. El cielo sobre Alicante parecía detenido, atrapado en la expectativa que flotaba en el ambiente. Era el gran día, el Hércules volvía a Primera División tras 13 años de ausencia. El estadio José Rico Pérez vibraba con el rugido de casi 30.000 hinchas, entre ellos, unos 4.000 venidos desde Bilbao, listos para ver al Athletic Club desafiar al recién ascendido. Pero los ojos de todos los locales estaban puestos en una sola figura: Kiko Femenía.
Con apenas 19 años, Kiko había sido el alma del Hércules la temporada anterior: jugó 35 partidos, marcó tres goles y fue fundamental en la lucha por el ascenso. El equipo dependía de su velocidad, su frescura y su capacidad para romper las líneas rivales con esa energía que solo poseen los jóvenes que no conocen aún el peso de las grandes expectativas.
Los entrenamientos eran una coreografía de optimismo; los comentaristas hablaban de él como la nueva promesa del fútbol español, alguien que pronto daría el salto a clubes más grandes. Esteban Vigo, el entrenador, no lo dudaba: Kiko era un jugador de Primera.
La afición estaba enamorada de su manera de correr por la banda, de su entrega en cada jugada... Muchos lo veían como el chico de oro que podría llevar al Hércules a permanecer en la élite, un jugador destinado a hacer historia en el club. Sus compañeros lo respetaban, conscientes de su talento, y algunos incluso se preocupaban de que ese favoritismo acabara cargando sus jóvenes hombros de una presión innecesaria.
Cuando el reloj marcó las 18, el estadio estalló en aplausos. El ambiente era electrizante, como una tormenta a punto de desatarse. El Hércules, con su camiseta blanquiazul, saltó al campo con la responsabilidad de devolverle a su gente el sueño de estar en lo más alto del fútbol español. Enfrente, el poderoso Athletic de Bilbao, liderado por Fernando Llorente, un equipo que había terminado en el sexto lugar la temporada anterior.
Kiko observaba desde el banco. Sabía que su momento llegaría, que el técnico confiaba en él como un as bajo la manga. El Hércules perdía 0-1 cuando Esteban Vigo lo llamó. Iba a ser el salvador. A partir de ese instante, todo cambiaría para el joven talento de Alicante. Lo que no sabía era que no solo iba a enfrentar a uno de los equipos más duros de la liga, sino también a un enemigo inesperado: la ansiedad.
El peor momento de Kiko Femenía
Kiko estaba listo para saltar al campo. El estadio entero lo ovacionaba, la hinchada alicantina confiaba en que ese chico, que había sido fundamental en el ascenso del equipo, fuera capaz de revertir la situación. Con una sonrisa tensa, se ajustó las medias, respiró profundo y se preparó para su debut en la máxima categoría del fútbol español.
Pero las cosas no salieron como esperaba. Apenas tocó la pelota por primera vez, algo se rompió en su interior. Erró un pase sencillo, el esférico se escapó de su control y la jugada se perdió. Un par de minutos más tarde, la historia se repitió con otra imprecisión. A Kiko le costaba reconocer su propio cuerpo. Las piernas, que siempre habían sido su motor, se sentían rígidas, como de piedra. El aire, que había sido tan abundante al iniciar el calentamiento, ahora parecía escasear en sus pulmones.
El joven alicantino, que había demostrado ser una revelación en la Segunda División, empezaba a sentir cómo la presión se acumulaba sobre sus hombros. Cada fallo lo hundía un poco más en el fango de la inseguridad. Las voces en su cabeza se alzaban más que los gritos de la hinchada, cuestionando cada decisión, amplificando cada error. Lo que había soñado como el momento más importante de su carrera, se estaba convirtiendo en una pesadilla.
De repente, lo sintió: una presión en el pecho, un nudo en la garganta. No podía respirar. El pánico se hacía presente. Kiko estaba teniendo un ataque de ansiedad en el medio de su gran debut en Primera División.
Sus compañeros se dieron cuenta. En medio del caos del partido, vieron cómo Kiko no lograba conectar, cómo su rostro se descomponía. El fútbol había desaparecido de su mente; solo quedaba la lucha por recuperar el aliento. Estaba atrapado dentro de sí mismo, mientras miles de ojos lo observaban sin saber el drama que ocurría bajo esa camiseta blanquiazul.
Este no era el Kiko Femenía que la afición conocía. No era el chico rápido y decidido que rompía las defensas con su velocidad. Era otro jugador, uno que luchaba contra algo más grande que el Athletic Club, algo que no se podía driblar ni pasar.
El estadio entero lo sentía, pero nadie sabía con certeza lo que pasaba. Las miradas empezaban a cargarse de dudas, las expectativas se volvían cada vez más pesadas. El miedo a no estar a la altura se había instalado en la mente de Kiko y las piernas, que siempre habían sido su fortaleza, ahora se negaban a moverse.
Rufete, su salvación
Desde la banda, Francisco Joaquín Pérez Rufete lo observaba todo con atención. Había estado en situaciones similares. Rufete, un veterano con más de una década de experiencia en el fútbol profesional, lo entendía como nadie. El rostro de Kiko Femenía, sus gestos tensos, los fallos inesperados… No era el fútbol lo que estaba fallando, era Kiko mismo, atrapado en su propia mente.
En ese momento, Rufete, quien calentaba para entrar al campo, tomó una decisión que cambiaría todo. Se olvidó de su propio rol en el partido, de la posibilidad de entrar y darle un nuevo aire al equipo, y decidió volcarse completamente en ayudar a Kiko. Desde la banda, comenzó a hablarle.
“¡Tranquilo, Kiko! ¡Respira!”, le gritaba. No eran simples palabras de ánimo, eran instrucciones cargadas de experiencia. Sabía lo que estaba pasando. Había debutado con el Barcelona en un escenario similar y recordaba el miedo que lo invadió esa primera vez. Él sabía exactamente lo que sentía.
Rufete le repetía una y otra vez que respirara, que no pensara en los fallos. “Olvídate del marcador, olvídate de los errores”, le decía, casi susurrando en el medio del tumulto del partido. El veterano sabía que, si el joven no lograba salir de ese estado mental, el peso del fracaso lo aplastaría por completo.
Desde el banco, el técnico, Esteban Vigo, había pensado en cambiar a Kiko. El chico estaba bloqueado, eso era evidente para todos, y un cambio podría salvar el partido, evitar que el equipo perdiera más terreno. Pero Rufete se acercó con decisión y le habló directamente: “No lo cambies. Si lo cambias ahora, lo pierdes para siempre”.
El entrenador lo miró. Sabía que Rufete era más que un jugador experimentado, era un líder en el vestuario. Si él decía que Kiko debía quedarse, había una razón profunda detrás. Esteban Vigo confió en la intuición del veterano y dejó al joven en el campo. La decisión no estaba basada en la táctica del partido, sino en algo más grande: la necesidad de proteger el futuro de ese joven talento.
Rufete no se detuvo allí. Cada vez que Kiko tocaba la pelota, desde la banda, seguía animándolo, dándole pequeñas instrucciones para que recobrara la confianza. “Toca fácil, busca el pase corto, no te compliques”, le decía en voz alta. Cada palabra tenía un peso específico, un eco de tranquilidad que poco a poco iba calando en el joven.
Pero no solo fue Rufete quien intervino. Los demás compañeros también se unieron al rescate. Cada vez que Kiko erraba, uno de ellos se acercaba, le daba una palmada en la espalda, le decía algo al oído. Entre todos intentaban mantenerlo a flote, darle un respiro. Sabían que estaban en medio de una tormenta emocional que podía hundirlo. Y lo más importante: querían que él supiera que no estaba solo.
Los hinchas, que al principio se habían quedado en silencio ante los errores del joven, comenzaron a entender lo que sucedía. El estadio, siempre exigente, se volvió un lugar de apoyo. Cada vez que Kiko recibía la pelota, las tribunas estallaban en aplausos. Era como si toda la ciudad se hubiera alineado para sostener a su promesa, para impedir que cayera en ese abismo del que pocos futbolistas logran salir cuando debutan bajo tanta presión.
A pesar de los nervios y de la ansiedad que seguían latentes, Kiko empezó a sentirse acompañado, arropado por sus compañeros, por su afición, y por ese Rufete que no paraba de gritar desde la banda. Fue entonces cuando el joven comenzó a recuperar algo de confianza; el pánico no desapareció por completo, pero ese combo hizo que la pelota, por fin, volviera a obedecerle.