Kim Peek llegó al mundo en Salt Lake City, un 11 de noviembre de 1951. En la sala del hospital, los médicos se miraron entre sí con expresiones de inquietud: su cabeza era demasiado grande. Macrocefalia, sentenciaron, explicando a sus padres, Fran y Jeanne, que algo andaba terriblemente mal. No solo era su cráneo; faltaba un órgano crucial, el cuerpo calloso, el puente de fibras nerviosas que conecta los dos hemisferios del cerebro. Su cerebro, dijeron los especialistas, estaba aislado, incapaz de comunicarse consigo mismo.
“Lo mejor será internarlo”, recomendó uno de los médicos.
Fran Peek, su padre, apenas pudo contener la indignación. A Kim le pronosticaban una vida confinada a un centro especializado. Nunca hablaría. Nunca caminaría. Nunca comprendería el mundo. Sin embargo, él no podía aceptar ese destino para su hijo. “Nosotros lo cuidaremos en casa”, respondió, firme, mientras apretaba la mano de Jeanne.
Según el artículo escrito por el psicólogo Bertrand Regader en el blog “Psicología y Mente”, así fue como empezó la vida de Kim Peek, quien años más tarde sería conocido como el “hombre que lo recordaba todo”. Pero en esos primeros tiempos, todo parecía indicar que los pronósticos médicos se cumplirían: a los nueve meses no balbuceaba. A los cuatro años apenas comenzaba a dar sus primeros pasos, y de lado, como si su propio cuerpo fuera un obstáculo insalvable. Sin embargo, desde el principio, algo extraordinario brillaba detrás de su mirada fija.
Fran y Jeanne le leían cuentos a diario, desplazando suavemente el dedo por las líneas de los libros infantiles. Un día, Kim los sorprendió. Había memorizado una de las historias después de escucharla solo una vez. Su padre, asombrado, intentó con otro libro. El resultado fue el mismo. Con apenas un año y medio de vida, Kim ya era capaz de memorizar páginas completas.
A los tres años, le preguntó a su madre qué significaba la palabra “confidencial”. Jeanne, acostumbrada ya a su curiosidad insaciable, lo envió a buscarlo en el diccionario. Poco después, Kim podía recitar definiciones enteras, clasificadas en su mente como si de un archivo viviente se tratara. A los siete años, había memorizado la Biblia completa.
Pero junto con este don asombroso, llegaban también las dificultades. A pesar de su mente privilegiada, Kim no podía abotonarse la camisa, ni atarse los zapatos sin ayuda. Caminaba torpemente, sus movimientos eran lentos y descoordinados. Aunque en su mente brillaba la sabiduría de miles de libros, el mundo real se le escapaba entre las manos.
Pero sus padres no se rindieron. Mientras lo llevaban a bibliotecas y trataban de mantenerlo estimulado, Kim siguió absorbiendo libros a velocidad inaudita. Era un lector insaciable, pero no lo hacía como los demás. Kim leía dos páginas simultáneamente: su ojo izquierdo se enfocaba en la página izquierda, y el derecho en la otra. Al terminar, los dejaba boca abajo, como si con ese gesto asegurara que ya no los necesitaría más. Con cada texto, su memoria infalible retenía hasta el 98% de lo que leía.
Su obsesión no fueron solo los libros. Las listas telefónicas y los calendarios eran su entretenimiento favorito. Pasaba horas sumando números de matrículas o recordando con exactitud qué había sucedido en cualquier día del pasado, desde siglos atrás hasta el presente. El calendario, los números, las palabras: todo encontraba un espacio en la vasta red neuronal de su mente, sin control ni límites, como un mecanismo perfecto.
Con todo, la realidad física lo anclaba a una cotidianidad complicada. No podía interpretar lo que leía, ni dar sentido a las emociones de los personajes o los mensajes más profundos. El mundo seguía siendo un lugar confuso para Kim, a pesar de sus habilidades prodigiosas.
En 1984, una reunión fortuita cambiaría la vida de Kim Peek y lo convertiría en una leyenda más allá de los límites de su mente prodigiosa. Barry Morrow, un guionista de Hollywood, había sido invitado a una conferencia del Comité de Comunicaciones de la Asociación para la Rehabilitación de Ciudadanos Discapacitados en Texas. Allí conoció a Kim y a su padre, Fran Peek. Durante horas, Morrow quedó embelesado mientras Kim recitaba fechas, nombres, eventos históricos y estadísticas deportivas con una precisión sobrehumana. Morrow no podía creer lo que estaba viendo.
—¿En qué día naciste? —le preguntó Kim, casi como un desafío amistoso.
—15 de junio de 1947 —respondió Morrow.
Kim apenas parpadeó antes de contestar:
—Domingo. También será domingo cuando cumplas 65 años.
Era imposible que alguien recordara algo así sin un conocimiento profundo de calendarios y matemáticas. Pero Kim lo hacía con una naturalidad que dejaba a sus interlocutores sin palabras.
Barry Morrow quedó tan impresionado por la experiencia que, al regresar a casa, comenzó a esbozar un guion que más tarde se transformaría en “Rain Man”, la aclamada película protagonizada por Dustin Hoffman y Tom Cruise. Aunque el personaje de Raymond Babbit, interpretado por Hoffman, estaba basado en Kim, hubo diferencias notables entre la realidad y la ficción. El Raymond de la pantalla grande era un hombre con autismo; Kim no lo era, aunque su comportamiento había llevado a diagnósticos erróneos en su juventud. Savantismo, dijeron los expertos, era la etiqueta correcta. Sin embargo, lo que a Morrow le cautivó no fue solo la increíble memoria de Kim, sino su calidez y humanidad.
Cuando Dustin Hoffman se preparaba para su papel, insistió en conocer al hombre que había inspirado a Raymond. Durante su encuentro, Hoffman quedó igualmente asombrado. Juntos, conversaron sobre la Biblia, la monarquía británica, el cine clásico y las grandes guerras mundiales. Era evidente que, aunque Kim tenía dificultades para interpretar emociones o comprender conceptos abstractos, su enciclopédica memoria lo conectaba a un vasto universo de conocimientos.
—Yo seré la estrella —dijo Hoffman, mirando a Kim—, pero tú, Kim, eres el cielo.
Cuando Hoffman subió al escenario a recoger el Oscar al Mejor Actor en 1989, recordó a todos la importancia de aquel encuentro:
—Quiero agradecer especialmente a Kim Peek por hacer de Rain Man una realidad.
Desde entonces, la vida de Kim cambió radicalmente. Rain Man lo lanzó a la fama, y con ella, llegaron las invitaciones a conferencias y eventos públicos. Kim, quien antes evitaba mirar a los ojos de las personas, empezó a sentirse más cómodo interactuando con el público. A menudo acompañado por su inseparable padre, recorrió el mundo, dando conferencias en auditorios abarrotados. El público quedaba asombrado cuando, después de una simple pregunta, Kim respondía con una precisión que parecía sacada de un supercomputador.
—¿Puedes decirme quiénes vivían en la casa de al lado de la dirección que te di? —preguntaba alguien.
Kim no fallaba. Había memorizado los nombres de miles de personas simplemente repasando listas telefónicas, otro de sus pasatiempos favoritos.
La NASA y otras instituciones científicas llegaron a estudiar su cerebro, intentando descifrar el origen de sus asombrosas habilidades. Pero para Kim, lo que realmente importaba era la conexión con la gente. Llegó a interactuar con más de dos millones de personas en eventos y conferencias a lo largo de su vida, pero lo más impresionante era que nunca aceptó dinero por ninguna de ellas. Para él, compartir sus dones era su forma de contribuir al mundo. Su padre, siempre a su lado, notaba cómo la exposición pública ayudaba a Kim a desarrollar una confianza en sí mismo que nunca había tenido antes.
—Antes de todo esto, Kim apenas miraba a la gente a los ojos —relataba su padre en entrevistas—. Ahora, disfruta compartiendo lo que sabe.
Sin embargo, a pesar de la fama y del reconocimiento, Kim seguía siendo aquel niño que necesitaba ayuda para abotonarse la camisa o atarse los cordones de los zapatos. Su extraordinaria mente convivía con un cuerpo que nunca pudo responder a la velocidad de sus pensamientos.
El 19 de diciembre de 2009, Kim Peek, el hombre cuya mente había fascinado a científicos, escritores y actores, falleció en su casa a los 58 años tras sufrir un ataque al corazón. Su legado, sin embargo, perdura. A día de hoy, su historia sigue inspirando a aquellos que ven en él no solo un prodigio de la memoria, sino un ejemplo de cómo, con apoyo y amor, las limitaciones físicas no tienen por qué detener el brillo de una mente extraordinaria.