Tempus fugit. Esta es una de las expresiones latinas que hemos heredado de los romanos para expresar la fugacidad del momento. Una de tantas, en realidad, porque basta con ponerse El Club de los Poetas Muertos otra vez -esta semana se cumplen 10 años desde que falleció su actor protagonista, Robin Williams-, para escuchar al profesor decirle a sus alumnos: “Carpe... Diem”. Una exhortación a aprovechar el momento, no muy lejana de la que en el siglo XV escribía Garcilaso en nuestro idioma sobre la belleza de la juventud: “Coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre”.
Y es que da igual la época: los problemas del paso tiempo -dejar de ser jóvenes, convertirnos en adultos, llegar a ser viejos- han sido algunos de los principales temas que han traído de cabeza a la humanidad. La religión, la filosofía, las artes y también la ciencia han intentado averiguar su esencia, así como la forma en la que nos afecta a nosotros, los seres humanos, que inevitablemente nos regimos por sus leyes.
Buscar un criterio objetivo
Uno de los últimos ejemplos ha sido un reciente estudio publicado por la Universidad de Stanford. Esta universidad ha identificado un criterio que podría servir para ubicar el momento en el que el cuerpo humano deja de ser joven, pasa a convertirse en adulto, y finalmente envejece. Esta variable consistiría en cuantificar los niveles de proteínas en nuestra sangre, cuya cantidad varía desde que nacemos hasta que morimos.
De este modo, analizando el plasma de 4.263 individuos de entre 18 y 95 años, el investigador Tony Wyss-Coray contabilizó hasta 1.379 moléculas útiles para medir el envejecimiento, que advierte, en el texto, que “no se produce a un ritmo perfectamente uniforme”. Depende, en realidad, de muchas variables, como de si se ha padecido una determinada enfermedad que haya podido producir una alteración en el proteoma -conjunto de proteínas-. Otro factor importante es el sexo. “Nos sorprendió que dos tercios de las proteínas que cambian con la edad también lo hacen con el sexo”, afirman en el estudio publicado en Nature Medicine.
La edad en la que dejamos de ser jóvenes
En cualquier caso, sí que se identificaron, a un nivel más general, tres oleadas de envejecimiento “en la cuarta, séptima y octava décadas de vida”, mostrando un cambio en las proteínas relacionables con enfermedades típicas con el aumento de la edad. Estos puntos de inflexión se ubicaron en los 34, los 60 y los 78 años. En la primera de las tres edades, el proteoma se estabiliza, permaneciendo estable durante más de veinte años. Es a partir de los 60 cuando empieza a aumentar, y de los 78 cuando dicho ascenso aumenta exponencialmente.
De este modo, podría decirse que la juventud, a nivel proteico, finaliza a partir de los 34 años. En ese momento, entraríamos en la edad adulta, que se prolongaría hasta los 60 años, momento en el que el envejecimiento daría inicio. Finalmente, a la edad de los 78 años pasaríamos a ser ‘oficialmente’ viejos. Con todo, este criterio no deja de ser un análisis clínico que mediría nuestra edad en relación a las patologías que, precisamente, la edad trae consigo misma.
Por el contrario, la vida y el tiempo de una persona podrían medirse de muchas otras maneras, a nivel social y económico, por ejemplo -no se es adulto hasta que se es independiente-, o incluso a nivel vital o intelectual. “La edad solo es un número”, aseguran muchos, que quizá han olvidado, miles de años después, la máxima de Horacio: “Labuntur anni, nec pietas moram rugis et instante senectae afferet indomitaeque morti” (”la virtud no puede demorar ni la proximidad de la vejez llena de arrugas, ni la indomable muerte”).