Ir a la compra, llenar nuestra cesta con alimentos y otros productos y pasar por caja nunca había sido tan complicado. Los supermercados y sus pasillos se han convertido en verdaderos parques de atracciones de la publicidad, llenos hasta los topes de llamadas de atención, colores, palabras atractivas y señales que nos hacen desconfiar. ¿Cómo saber qué alimentos elegir? ¿Cuáles son mejores para nuestra salud y cuáles son puro engaño?
“El paisaje que tenemos ahora no es el de antes, cuando ibas al mercado y te encontrabas con la carne, los huevos y el pescado, alimentos que tú podías reconocer”, explica la experta en alimentación y salud Laura Caorsi en una entrevista con Infobae España. “Ahora vamos al súper y nos encontramos con alimentos envasados que no vemos. El envase se convierte en el portavoz del alimento y tenemos que relacionarnos con una caja, con un paquete, con una bolsa o con una botella sin ver lo que hay dentro”.
Pero no siempre sabemos relacionarnos con este nuevo paisaje para encontrar la información y tomar así una decisión consciente sobre nuestra elección. Leer el etiquetado de los alimentos y aprender a interpretarlo es la herramienta más eficaz que tenemos los consumidores para llevar una alimentación saludable. O, al menos, para decidir no llevarla de forma consciente, evitando que nos engañen. Esto es lo que Laura Caorsi pretende enseñarno con su libro Comida Fantástica (Editorial Vergara), un manual de urgencia para aprender a leer los envases alimentarios de nuestro supermercado de confianza.
La cara frontal, ¿publicidad pura y dura?
Como explica Caorsi, la industria alimentaria utiliza muchas y muy diversas estrategias para promocionar sus productos en el propio supermercado. Para ello, las marcas aprovechan la primera impresión del producto, es decir, la cara frontal de su empaquetado. En esta suerte de carta de presentación, lo primero que vemos cuando miramos una estantería, se muestran las denominaciones comerciales de los productos, rodeadas de lo que Caorsi llama “armas de seducción masivas”.
Todo empieza con el diseño. Ciertas líneas nos pueden sugerir que ese producto nos ayuda a adelgazar, unos tipos de envases te puede decir si algo es para niños, unos determinados colores te pueden decir que un artículo es de lujo... “Nos lo ponen muy fácil para imaginar”, asegura la periodista. Pero va incluso más allá.
“Las grandes empresas, sobre todo de alimentación, utilizan armas de seducción masiva. Es como ir a una primera cita. No te van a contar todo, solo lo bueno que tienen para intentar traerte hacia ellos, porque al final está compitiendo con el producto de al lado y con el producto del otro lado”, explica la experta. Esto lo consiguen a través de dos estrategias, lo que Laura llama las ‘filias’ y las ‘fobias’ en alimentación.
La primera estrategia consiste en destacar todo lo que nos produce ‘filias’. “Hablan de todo lo que nos gusta: un ingrediente caro o que le da cierta calidad al producto, un nutriente que puede ser bueno para la salud, un lugar donde se puedan hacer las cosas... Por ejemplo, un pueblo”. Estos ingredientes que se destacan en el paquete deben estar presentes en el producto, explica Laura Caorsi, pero pueden estarlo en porcentajes ridículos, que tendremos que buscar en el listado de ingredientes en letra minúscula.
Ocurre también con personas; desde chefs de estrella Michelin que nos aportan confianza y una impresión ‘gourmet’ hacia una salsa hasta dibujos de abuelas para indicar que algo es casero; o términos abstractos sobre técnicas de elaboración que, en realidad, no transmiten información real ni tienen vinculación legal alguna: ‘Casero’, ‘a la sartén’, ‘tradicional’, ‘artesano’...
La segunda estrategia gira en torno a convencernos de que el alimento no tiene las cosas que no nos gustan, las que nos dan miedo. Es lo que Laura define como las ‘fobias’. “Por ejemplo, nos dan miedo los aditivos, nos da miedo que tenga demasiado azúcar, demasiada sal o demasiada grasa, que tenga lactosa, gluten... De todo lo que nos da miedo se destaca su ausencia. Entonces te encuentras con algunos envases que solo rezan sin esto, sin lo otro, sin, sin, sin, sin...”. En estos casos, siempre será conveniente darle la vuelta a nuestro envase, pasar la barrera de la primera impresión y adentrarnos en el mundo de los ingredientes, una interminable lista que nos dará toda la información que necesitamos. Siempre que sepamos usarla.
La cara trasera, un océano de información
Entender el reverso de los productos que metemos en nuestra cesta no es tarea fácil. “Cuando le das la vuelta y te pones a leer, te encuentras con que la información está apelmazada, no está jerarquizada, hay un montón de palabras que no sabes lo que significan... No sabemos interpretarlo correctamente”. Para aprender a interpretarla, explica Laura Caorsi, hay que tener en cuenta varias cuestiones fundamentales.
La primera es buscar su nombre real, “que no siempre coincide con su nombre de fantasía”, aclara la autora. Lo siguiente será fijarnos en su lista de ingredientes, teniendo en cuenta que estos se ordenan de mayor a menor presencia en el producto. Pero no siempre es fácil entender el porcentaje real de cada ingrediente, ya que el listado de ingredientes puede tener a su vez ingredientes compuestos, es decir, que el porcentaje de un ingrediente puede reflejarse en función a otro ingrediente. “Los paréntesis y los signos de puntuación nos pueden ayudar a entender cómo está armado ese producto”, explica la experta. Y, por último, debemos mirar la información nutricional, para entender qué nos aporta el producto en general.
Estas claves nos pueden ayudar a comprender mejor de qué están hechos realmente aquellos alimentos que nos metemos a la boca. En su libro, Laura pone ejemplos como el de una sopa de pollo en sobre en la que el pollo supone menos del 1% (0,8%) o un pastel de kiwi en el que un tecnicismo, permite hacernos creer que tiene un 8% de kiwi cuando, en realidad, no supera el 0,3% (”con 8% de relleno de kiwi” no significa “relleno en un 8% de kiwi”).
Otro asunto a tener en cuenta a la hora de leer el listado de ingredientes, explica la autora, es que un mismo producto puede tener muchos nombres diferentes. El caso más sonado es el del azúcar, que puede estar escondida en multitud de denominaciones, pero también ocurre con los aditivos, que pueden llevar el código E o su nombre real, últimamente mucho más común, dado el recelo que despiertan los códigos numéricos.
Una chuleta para comprar mejor
Todo esto es sin duda complicado, especialmente cuando intentamos tener en mente cada uno de estos detalles, cálculos matemáticos incluidos, frente a las estanterías de un supermercado lleno de estímulos. Por ello, en su libro, la autora nos recomienda llevar una pequeña chuleta con los pasos a seguir cuando llega la hora de la verdad.
Lo básico
- Darle la vuelta al envase.
- Buscar el nombre real del producto para saber qué es.
- Mirar la lista de ingredientes. Se ordenan de mayor a menor.
- Verificar que los ingredientes se corresponden con lo anunciado en el frontal.
- Mirar la tabla de información nutricional para conocer las cantidades de azúcares, grasas, calorías y sal.
Nutrientes
- Azúcar:
- Conviene no consumir, según la Organización Mundial de la Salud (OMS) más de 25 gramos diarios de azúcares libres. Ojo, pues puede estar camuflado bajo otros nombres.
- Cuando indica que no lleva azúcares añadidos, puede llevarlos, por lo que se aconseja mirar la información nutricional.
- Reducido en azúcar significa que tiene un 30% menos que el producto original.
- Grasas:
- Hay que evitar los aceites vegetales denominados parcialmente hidrogenados, ya que contienen grasas trans.
- Reducido en grasas equivale a un 30% menos.
- Sal:
- No deberíamos consumir más de 5 gramos al día de sal, esto es, un poco menos que una cucharadita, según la OMS.
- No confundir sal de mesa con sodio, puesto que no significan lo mismo. Para calcular los gramos de sal, hay que multiplicar los gramos de sodio por 2,5.
- Por regla general se considera mucha sal cuando contiene 1,25 gramos por cada 100 gramos, y poca sal, cuando tiene menos de 0,25 gramos por cada 100.
- Reducido en sal significa que tiene un 25% menos que el producto original.
Tips de lectura
- Si un ingrediente se destaca con imágenes o palabras, debe figurar su cantidad. Hay que buscarlo en la lista, ya que a veces puede ser que el porcentaje sea mínimo.
- Si la lista de ingredientes es muy larga, se recomienda fijarse en los signos de puntuación, ya que ayudan a entender el producto.
- Los alérgenos aparecen destacados en mayúsculas, subrayados o en negritas.
- Los aditivos se pueden poner con un código E o con nombres más amables. La ausencia de estos códigos no implica que no lleve aditivos.
Más allá de nuestra lista de la compra
Aprender a leer y entender los productos que compramos es de vital importancia y es el objetivo que Laura persigue con su libro. Pero hay muchos factores que se escapan de nuestras manos. “Dónde vivamos, cómo nos sintamos en cada momento, lo precarizados que estemos, cómo está compuesta nuestra familia, el tiempo que tengamos para cocinar, la cultura gastronómica que tengamos, el interés que tengamos en cocinar... Todo eso nos atraviesa”, reconoce la autora. Por ello, la responsabilidad individual nunca es suficiente.
“Deberíamos tener educación alimentaria y nutricional desde la escuela, desde que somos pequeños. Del mismo modo que aprendemos a leer, escribir, a sumar y restar, tendríamos que aprender cómo relacionarnos con la comida del supermercado”, asegura Caorsi. Pero hay otras muchas reivindicaciones. La información, afirma, debería encontrarse con una jerarquía más clara, más amena, más agradable. Además, se debería regular la publicidad dirigida al público infantil, el tamaño con el que se escriben los productos (poco accesible para personas con problemas de visión) y otros muchos detalles que harían del ir a la compra una experiencia mucho más asequible.