Cuando en 1943 el psiquiatra austriaco Leo Kanner definió el autismo, estimó que su prevalencia era de una de cada casi 5.000 personas. Actualmente, los escasos estudios al respecto apuntan a una de cada 30 personas. La prevalencia del autismo no ha aumentado, pero sí nuestro conocimiento sobre esta neurodivergencia y la comprensión hacia ella. Kanner fue el primero en sentar las bases del Trastorno del Espectro Autista (TEA), diferenciándolo de la esquizofrenia o la discapacidad.
Mucho se ha avanzado tanto en la investigación del TEA como en la concienciación de la sociedad, aunque todavía pervive un estereotipo exagerado de una persona con menores capacidades intelectuales, algo que solo es cierto en una minoría. Los manuales de psiquiatría clasifican el autismo en tres grados, de 1 a 3 en función de la gravedad y el nivel de dependencia de la persona. Sin embargo, las nuevas investigaciones van mucho más allá, y es que el autismo abarca un enorme espectro.
El profesor Emilio Gómez de la Concha, académico de la Real Academia de Medicina y antiguo Jefe del Servicio de Inmunología del Hospital Clínico de Madrid, asegura en una entrevista para Infobae España que “la sociedad sigue teniendo un concepto muy deteriorado de lo que es el autismo”. Hace ocho décadas, autista era únicamente aquella persona que se ubicaba en el extremo del espectro, que no tenía capacidad para hablar o para socializar. “Solo se conocía el 1%, ahora hemos tomado conciencia de un 50% del espectro”.
¿Qué ocurre con esos amplios espacios del autismo todavía desconocidos o incomprensibles para la psiquiatría? De primeras, un infradiagnóstico. “En el momento en el que la sociedad tiene el estereotipo de que el autista es una persona con un retraso mental, a aquellas que no tienen esta disminución de la capacidad intelectual no se las considera autistas”. La contradicción que aquí se da es que, cuando en 2013 se unifica todo el autismo bajo el paraguas de un trastorno, por consecuencia los diagnósticos aumentan.
Sin embargo, el doctor explica que el TEA “significa un trastorno mental, y por lo tanto una sintomatología. Hay personas que no tienen la sintomatología, que pasan desapercibidas porque no tienen un comportamiento típicamente autista, pero su cerebro sí tiene esa conformación. Lo que pasa es que, al no tener esa sintomatología, no se les debería diagnosticar de TEA. El espectro autista abarca muchísimo más que el trastorno”.
Sin una sintomatología de autismo, muchas personas con esta condición caen en una frustración personal porque no se comprenden a sí mismas y tienden a no ser comprendidas por los demás. La problemática llega cuando una persona neurodivergente, con una suficiente capacidad cognitiva, es consciente de que con sus propios comportamientos va a sufrir un rechazo por parte de la sociedad. En su fuero interno, tienen unas preferencias y unos intereses especiales propios del autismo que saben que, si los exteriorizan, no serán aceptados.
“Como la sociedad lo acepta mal, esa persona sabe que tiene que enmascararse, disimular ese comportamiento y adoptar las formas que son aceptadas socialmente. Aprendiendo a responder en determinadas situaciones como responde la mayoría, pasan desapercibidos porque no tienen la sintomatología. Pero un estudio psicológico sí permite ver que interiormente, realmente son autistas”, prosigue el profesor Gómez de la Concha. Esta técnica de camuflaje se realiza muchas veces de forma inconsciente, pues el niño observa que si se expresa de la forma en la que él le gustaría, es marginado por el resto de sus compañeros. Por ello, fuerza un comportamiento que, a la larga, termina por generar frustración y ansiedad.
El acompañamiento del autismo comienza en las aulas
Este enmascaramiento del autismo se inicia en las etapas tempranas de la vida, en las aulas de los colegios. De ahí que resulte crucial adaptar nuestras escuelas para que estas sean capaces de ofrecer una educación a los niños neurodivergentes. Pese a que la LOMLOE, la actual Ley Estatal de Educación, recoge que esta debe basarse en los principios de calidad y equidad, lo cierto es que España tiene muchas cuentas pendientes. Así lo asegura Irene de la Granja, psicopedagoga especialista en TEA y miembro del Centro TAP.
“Para poder dar una educación de calidad y de equidad, tenemos que saber que nuestra sociedad es diversa y nuestro alumnado también es diverso. Para poder poner en marcha principios de equidad, necesitamos recursos, especialistas, aspectos que no tiene en cuenta el Estado y que no otorga a las escuelas”, explica en una entrevista con Infobae España. La psicopedagoga también considera que los maestros deben disponer de estrategias y herramientas adaptadas a las necesidades de los niños con autismo: “Para que cualquier alumno tenga acceso al aprendizaje, debe darse una formación al maestro y a la maestra para que pueda llevarse a cabo una programación accesible y multinivel”.
Si no se da el acompañamiento adecuado dentro y fuera de los colegios, el efecto puede ser demoledor. “El niño no sabe gestionar lo que está pasando porque no es consciente de lo que está ocurriendo. Es su condición y no entiende por qué el resto de las personas no ve el mundo como él lo ve”. Es más, este apoyo emocional debe ampliarse a las familias “a la hora de recibir el diagnóstico, que al final es un duelo por los miedos que supone saber que eres mamá o papá de un niño o niña con neurodivergencia”.
De la Granja amplía la mira y pone el foco en que, en muchas ocasiones, los brotes conductuales de estos pequeños no están relacionados per sé con el autismo, sino con todo un complejo contexto que los neurotípicos no llegan a comprender. “A veces los adultos consideramos que el niño que tiene un brote de comportamiento agresivo es una rabieta propia de la neurodivergencia, pero lo que está pasando es que lleva mucho tiempo aguantando algo. Pueden sufrir una crisis de ansiedad porque ya no soportan el ruido de las obras que hay en la calle o porque le han cambiado tres veces de profesor en un trimestre”, expone la psicopedagoga.
Ser diagnosticado de autismo en la adultez
Estas técnicas de camuflaje o compensatorias sí que favorecen la integración social de estas personas dentro del espectro del autismo. En cambio, a largo plazo conlleva una serie de perjuicios en la salud mental, así como un retraso en el diagnóstico. Con el paso de los años, esas estrategias de enmascaramiento se perfeccionan, hasta que la situación es insostenible. Así, como argumenta el profesor Gómez de la Concha, son muchos los jóvenes y adultos que llegan a las consultas de psicología con ansiedad y depresión, cuando realmente lo que les ocurre es que son autistas.
“Si los psicólogos no identifican que el desencadenante es que esa persona tiene un cerebro autista, le van a tratar la depresión y ansiedad, pero sin identificar realmente que debajo de todo eso hay un autismo. Por ello, hay que saber diagnosticar a los autistas que no tienen un comportamiento y una sintomatología de trastorno del espectro autista”, aclara. “Los jóvenes tienen dificultad por integrarse en la sociedad porque su corteza prefrontal todavía no es capaz de controlar bien las emociones. Si encima su cerebro tiene un neurotipo diferente, como el autismo, sus dificultades de adaptación y su ansiedad van a ser mucho mayores”.
Sesgos de género en el diagnóstico del autismo
Toda esta problemática se agrava en el caso de las niñas y mujeres autistas, en las que el infradiagnóstico es mucho mayor que en los hombres. A pesar de que la literatura científica disponible indica que hay más hombres que mujeres autistas, las recientes investigaciones comienzan a desmentirlo. “Las pruebas que tenemos diagnósticas están hechas por hombres y estandarizadas en niños y hombres. Esto dificulta mucho el diagnóstico en mujeres porque la sintomatología puede ser totalmente diferente”, matiza Irene de la Granja.
Este sesgo de género provoca un diagnóstico tardío del TEA, que empeora la salud mental de estas niñas que “suelen recibir diagnósticos de Trastorno Límite de la Personalidad que no son reales, sino que hay un autismo de base”. La ausencia de un abordaje temprano termina por causar que el autismo de base sea comórbido con crisis de ansiedad, estados depresivos y unas infancias con mucho sufrimiento. “Recibir el diagnóstico de autismo es liberador para muchas de ellas, porque por fin encuentran explicación a lo que les ha sucedido durante toda la vida”, concluye la psicopedagoga.