¿De ciencias o de letras? Es muy probable que en algún momento de nuestra vida alguien nos haya hecho esta pregunta, o que nosotros mismos la hayamos formulado. Cuando alcanzamos cierta edad y decidimos continuar con nuestros estudios, nos enfrentamos a dos caminos claramente diferenciados: uno humanístico y otro científico. Con apenas 16 o 17 años, debemos escoger nuestro bando, ya sea por devoción a uno o por rechazo al otro.
El problema reside en que esta cuestión plantea una dicotomía errónea, a la vez que ficticia, pues la ciencia nace de la filosofía (hoy en día considerada una disciplina de letras) y a su vez todas las disciplinas humanísticas son ciencias. Tan científico es un matemático, un físico o una bióloga como lo es una historiadora, una arqueóloga o un filólogo. “Alguien puede no tener facilidad para las matemáticas y ser un excelente científico, porque lo que une la ciencia no son las matemáticas. Lo que une la ciencia es que cuando tú te enfrentas a un problema, seas capaz de abordarlo de manera científica”.
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Quien dice estas palabras es Carmen Estrada (Sevilla, 1947) en una entrevista con Infobae España. Estrada es licenciada en Medicina por la Universidad de Sevilla y doctora por la Universidad Autónoma de Madrid, además de haber sido catedrática de Fisiología Humana en la Universidad de Cádiz. Su investigación en el mundo de la neurociencia le ha llevado a participar y liderar decenas de proyectos más allá de Europa, hasta la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y el City of Hope Research Institute (también en California).
Fue tras su jubilación cuando Estrada dio el salto al estudio del griego clásico y a la traducción de algunas obras. Por ello, la doctora es consciente de esa división, puramente administrativa, establecida entre las ciencias y las letras. “Si la ciencia se explicara bien, no se crearía ese divorcio tan grande con las letras. Además es muy peligroso, porque la ciencia ha dejado de ir a la par que la filosofía y ahora es casi un auxiliar de la tecnología”, explica. “En bachillerato habría que enseñar a los jóvenes a mirar el mundo a partir del razonamiento, de intentar entender su verdad de una manera científica, no mitológica ni religiosa”.
La herencia de Eva es el nuevo ensayo que acaba de publicar Carmen Estrada con la editorial Taurus. En él, la doctora realiza un recorrido por la historia de la ciencia: desde las pinturas rupestres que representaban observaciones de la naturaleza hasta la astronomía moderna y sus telescopios capaces de captar imágenes de agujeros negros de otras galaxias. Los hallazgos científicos no solo han ensanchado nuestra visión del mundo, sino que han introducido cambios estructurales en nuestra sociedad. Hoy mismo nuestro cerebro es testigo y protagonista principal de ello.
En este sentido, la Revolución Industrial iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII supuso la mayor transformación que había experimentado el mundo desde la revolución neolítica, que consistió en el paso de la caza y recolección a la producción de los propios alimentos, es decir, la agricultura y la ganadería. No obstante, los cambios más profundos que introdujo la Revolución Industrial fueron en materia de derechos laborales.
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Lo cierto es que nuestra sociedad también está viviendo su propia revolución tecnológica, en la que, en muchas ocasiones, parece marchar mucho más rápido de lo que nosotros somos capaces de asimilar. Pues, a diferencia de la que vivieron los europeos del XVIII y XIX, “ahora se nos plantea un problema global sobre nuestra propia idea del mundo”. En esta nueva visión de la realidad que nos rodea, las nuevas herramientas como la Inteligencia Artificial están condicionándolo todo a unos niveles nunca antes observados. “La IA es una herramienta sin control. Hay muchas profesiones que se van a ver sustituidas por ella”, asegura la experta.
Tal y como recoge Estrada en su ensayo, tanto la IA como muchas otras herramientas tecnológicas ya están teniendo un impacto en nuestro propio cerebro. “Antes de que se inventara el GPS, los taxistas tenían que memorizar las calles y se observaba en ellos un desarrollo del hipocampo superior a la media”. El hipocampo es una zona del cerebro localizada en el lóbulo temporal y muy relacionada con los procesos de aprendizaje y memoria.
Aproximadamente en el 400 a.C., Sócrates ya había construido un discurso de crítica en torno a la escritura, pues consideraba que no contribuía al desarrollo de la memoria. ¿Era la escritura en aquella época dorada de Atenas lo que para nosotros hoy son las herramientas como el GPS? Como directora de proyectos de neurociencia durante más de 25 años, Carmen Estrada ha observado con atención qué cambios está experimentando nuestro cerebro: “Cada grupo humano ha buscado herramientas para orientarse y ahora se está perdiendo porque ya no lo usamos. Las cosas que no usamos de nuestro cerebro se van perdiendo y las neuronas se dedican a otra cosa. Es decir, que a largo plazo puede que las nuevas tecnologías nos impidan desarrollar ese hipocampo”.
Es evidente que utilizar el GPS requiere de cierto ejercicio mental, pero para nada comparable con el que realizaron los grupos de humanos en el pasado, como los polinesios, por ejemplo. “Las islas de la Polinesia están habitadas desde la prehistoria, por lo que los primeros humanos tuvieron que llegar en barco y orientarse por las estrellas”, explica.
Un instinto naturalmente humano
«La primera mujer, Eva, guiada por su instinto de curiosidad, tomó una manzana del árbol del conocimiento, comió de ella, y a continuación la dio a comer a su compañero, Adán. Son exactamente las tres etapas del quehacer científico: la curiosidad o deseo de saber, la adquisición del conocimiento y su transmisión a otros para que lo continúen», escribe Estrada en un capítulo de La herencia de Eva que dedica exclusivamente a la curiosidad.
Sin embargo, algo parecido a esa desaceleración de la capacidad de orientación y el desarrollo del hipocampo puede estar ocurriendo con nuestra curiosidad, considerada la madre de la ciencia. “La ciencia se origina por el instinto de curiosidad propio de la especie humana. Eso no lo vamos a perder nunca, pero sí podemos atenuarlo”. La neurocientífica alerta de la ingente cantidad de notificaciones, avisos y mensajes que recibimos constantemente en nuestros teléfonos móviles, una dosis de inputs que nunca antes ha experimentado el cerebro humano.
Uno de los problemas de esta sobrecarga de información o infoxicación es que las noticias que recibimos y en las que clicamos generan otra nueva tanda de notificaciones muy similares (por las más que conocidas cookies). Pero, ¿cuál es el impacto que tiene toda esta mecánica en nuestro cerebro? Según Carmen Estrada, nos introducen en un mundo cada vez más limitado que reduce nuestra curiosidad: “El bombardeo constante de información está matando nuestra curiosidad. Si antes tenías curiosidad por algo, tenías que esforzarte en buscarlo. Ahora todo se nos da hecho y nos llega incluso más información de la que estamos demandando”.
Rescatar la ciencia para salvarnos a nosotros mismos
La ciencia, entendida esta como un trabajo realizado desde, por y para la comunidad, es una pieza fundamental en el engranaje del devenir de nuestro tiempo. Actualmente vivimos la sexta extinción masiva en la Tierra, que está arrasando con géneros completos de especies animales, pero ¿podremos sobrevivir los seres humanos a ella? “La ciencia es la única posibilidad que tenemos para frenar el cambio climático y el desastre ambiental”, sentencia Estrada.
Aunque no vale a cualquier precio, pues las tendencias actuales están alejando las labores científicas de su compromiso con la comunidad. “La ciencia ahora está sirviendo al negocio, porque los proyectos científicos tienen que demostrar que van a ser rentables”, se lamenta la neurocientífica. “Tenemos una tarea muy urgente y es la de rescatar la ciencia. Ponerla al servicio de la comunidad, es lo que nos va a ayudar a evitar el desastre”.
De esta forma, Estrada reivindica el valor colectivo de la ciencia y la humildad inherente en ella, a la que dedica un capítulo en La herencia de Eva y varios guiños a lo largo de la obra. «La tarea colectiva que es la ciencia requiere el esfuerzo de muchos imprescindibles que, en la mayor parte de los casos, permanecen en el anonimato», escribe.