Julia Napier y su particular manera de crear un hogar

Con su nuevo libro, “En casa”, la escritora estadounidense ofrece a los lectores un conjunto de ensayos que exploran el concepto de hogar más allá de lo físico

Los ensayos de "En casa" invitan a un viaje introspectivo, transmitiendo paz a través de la escritura

El noruego y el danés comparten una palabra, hygge, que remite al confort, al bienestar, a sensaciones placenteras vinculadas con el hogar. Cuando llegó a mis manos En casa (El hilo de Ariadna, 2024), de Julia Napier, inmediata e irremediablemente experimenté esa palabra foránea.

A fin de año llegamos cargados de cansancio, a causa del frenesí por despedir ciclos; agotados por las frustraciones y los éxitos, con el último aliento que, en este hemisferio, además, viene acompañado por el calor. Por eso, leer, y que se publique, este tipo de literatura se agradece. Colabora a calmar la respiración por un rato, funciona para serenarnos, para desacelerar las pulsaciones. Tal vez porque Julia es –además de escritora, traductora y tallerista– practicante e instructora de Ashtanga Yoga, los ensayos de En casa rezuman paz, resuenan a una búsqueda espiritual, e invitan a, por lo menos mientras se lee, tratar de estar mejor.

Poco antes de leer En casa, había leído Bajo la espuma: Diccionario de la risa (Factotum, 2024), de Nancy Fleita, y Niña cúrcuma (Enero, 2024), de Dannae Saranich, ensayos y poesía respectìvamente, ambas lecturas, sanadoras para finalizar 2024. Cuando contacté a Julia para esta nota le comenté la sorpresa que me había causado descubrir que en los agradecimientos de Dannae estuviera mencionada ella y señaló que en Buenos Aires las casualidades no existen. Vale aclarar que Julia hace más de veinte años que vive en la Argentina, pero es estadounidense.

En casa es una suerte de florilegio, un ramo de ensayos en los que reivindica el cuerpo desde un lugar que no es el que se tiene por conocido. Promueve una mirada desde lo profundo acerca del hogar que creamos; comparte sus impresiones acerca de la amistad, la familia, la pareja, el trabajo, incluso los temores, con profundidad y con los pies sobre la tierra. Con ensayos cargados de imágenes potentes, entrañables, se sirve de lecturas, de anécdotas personales y de reflexiones que sostienen la atención para que lectoras y lectores se cautiven con lo obvio: el hogar que ansiamos está en nosotros. Tal vez solo se necesite de algo de trabajo para ordenarlo y descubrir la esencia de lo propio, que no es otra que la identidad, señala.

"En casa" explora el habitar el cuerpo desde una perspectiva espiritual pero cotidiana y accesible

La misma Julia, con honestidad risueña, comentaba, al preparar esta nota, que ella no era per se hogareña, y lo que hoy disfruta “muchísimo” fue un aprendizaje. En casa, que se gestó a borbotones en pandemia, es una puerta para la pregunta pero, también, para el disfrute. Para detenerse y seguir. Existe una frase que suelen decirse los enamorados –”mi casa es donde estés”–, tal vez solo se trate de armarse de herramientas y recursos para erigir cimientos sólidos.

—Antes que nada, cuando charlamos por WhatsApp y te mencioné que las casualidades no existen, me dijiste que “al menos no en Buenos Aires”. ¿Por qué hiciste esa salvedad?

—Creo que la mayoría de las personas cuenta con (o al menos espero que así sea) un mundo en el que todo tiene un tinte mágico, porque es un mundo descubierto y no heredado. Buenos Aires es ese lugar para mí, un entorno en el que todo es un poco diferente, las reglas algo torcidas, los colores de otro tono. Representa la vida que elegí y no la que me concedieron. A diferencia de mi vida en Estados Unidos, donde las trayectorias (y los trayectos) suelen ser más lineales, siento que la vida porteña (no pretendo conocer tan bien los ritmos del interior del país) es oblicua, circular, de capa en capa. Y por ende las conexiones (que podríamos llamar casualidades no casuales) son el pan de todos los días. La conexión humana sustenta estos movimientos y vueltas. En mi país de origen, el trabajo y la eficiencia impulsan nuestras vidas; vivimos lejos de la familia de origen y los amigos de la primaria. Es más fácil perderse que encontrarse. Pero en Buenos Aires, el encuentro es inevitable. Justo ayer una colega en la facultad donde doy clases me dijo “¡Justo ayer me apareciste en Instagram!” Y después nos dimos cuenta de que somos vecinas y que ella fue al colegio con mi marido… Sé que es un poco trillado, pero la cita de Cortázar (“No andábamos para buscarnos pero andábamos para encontrarnos”) capta esta inexorabilidad.

—También me comentabas que nunca fuiste muy hogareña, ¿qué es serlo? En tu caso fue un aprendizaje, pero ¿puede venir dado en algunos casos?

—Yo siempre fui tomboy, desordenada, intelectual, la anti-Susanita. Claro que mi postura era algo impostada y diseñada para preservar lo que me importaba (escribir, gozar de mi cuerpo sin ciertos límites, ser exitosa en términos muy masculinos), pero también mis prioridades pasaron por todo lo que sucedía fuera de la casa (el trabajo, el deporte, el reconocimiento). Mi hermana, en cambio, siempre dedicó mucho tiempo a su entorno íntimo, en el plano físico y también en cultivar el afecto dentro del hogar (con cenas y encuentros, reuniones). Sus diferentes casas han sido siempre bellas, ordenadas y pensadas. Las mías fueron azarosas y desordenadas. Siempre me ha encantado estar en su casa porque se siente el cuidado en cada detalle, así como el disfrute que ella siente en su orden interno. Ella nació así y su casa es una extensión de quien es. Claro que cada casa es un mundo, pero hay mundos que se destacan por la confluencia de la belleza y el cuidado, elementos que para mí definen las artes domésticas—no como un intento para ostentar sino como una invitación a participar en sus talentos inherentes: acobijar, recibir, nutrir—.

La pandemia impulsó a Napier a profundizar su sentido del hogar, fusionando la vida y la escritura

—¿Cómo fue ese proceso en vos y por qué y cómo se dio?

—En definitiva, la maternidad fue la piedra angular de “la casa” que supe crear con el tiempo. Primero, aprendí a ser casa yo físicamente para mi hijo mayor, que en el fondo es la experiencia verdadera de la maternidad. Empezamos siendo el hogar de piel y hueso durante el embarazo/primera infancia, pero a lo largo del tiempo seguimos siendo el entorno que sustenta sus vidas: el clima, el refugio, la base (para bien o para mal). No me había creído capaz de semejante hallazgo, pero como tantas cosas en la vida, lo fui aprendiendo, tomando más confianza, ensanchándome. Mi hija Justina me reconcilió con la casa como mundo, primero porque tuve que hacer reposo absoluto en el embarazo y luego porque ella me mostró cómo armar universos infinitos dentro de cuatro paredes, jugando con lo que tenía a mano, en bombacha y panza, hablando horas con objetos inanimados. Y también aprendí a cocinar (otro aspecto fundamental del hogar) a raíz de la maternidad. De nuevo, primero tocó nutrir desde el cuerpo y luego me animé a volcar mi creatividad (antiguamente reservada únicamente para la pantalla de la compu) a las hornallas. La pandemia fue el toque de gracia. Todo sucedía en casa. No existía más la fantasía de que el mundo sucedía en otra parte. Así que me zambullí en donde ya estaba y fue una gran revelación. Pasé de la rebeldía a la revelación.

—¿Cómo definirías el libro? Porque está escrito de un modo que cualquier persona “no tan espiritual” pueda leerlo. ¿Cuál fue tu búsqueda al trabajarlo? ¿Hubo temas que quedaron fuera del libro?

—Por suerte, no me propuse escribir un libro. Yo escribo, siempre, porque me da un placer inmenso, porque preciso entender algo que aún no comprendo, para sobrevivir a mi propia experiencia. Durante la pandemia, escribí un ensayo sobre mi mejor amiga cuando pensé que ella se estaba muriendo de COVID (era abril, 2020 y ella estaba sola en Londres y no entendíamos nada del virus). Ante mi impotencia, me puse a retratarla a modo de tolerar mi angustia, y algo se desató. Unos meses más tarde, nos reunimos todas las mujeres de mi familia y escribí otro ensayo sobre el cuerpo de mi madre, y ese mismo algo empezó a fluir más libremente. Ahí entendí que me estaban pasando cosas nuevas como escritora, y de repente los temas salieron solos. Fue como entrar en un túnel (muy felizmente), y del otro lado había un libro. Ese proceso incluyó una serie de sueños en los que ensayos enteros tomaron forma. Nunca me había pasado algo igual. Todo esto coincidió con una temporada en Estados Unidos y la confluencia de bastante soledad y una buena biblioteca comunitaria.

Cuesta siempre definir un libro, pero diría que En casa explora lo que significa habitarse en lo profundo: el cuerpo, el planeta, los vínculos, la creatividad, el imaginario. Como a mí me toca un cuerpo de mujer (y me ha costado mucho reconciliarme con lo que eso significa), ese habitarse pasa por lo femenino (una cualidad que nunca me animaría a definir, pero que busco retratar). Pero me alegra reportar que varios hombres han leído el libro con interés y ganas. En cuanto a lo espiritual, no tengo interés alguno en una espiritualidad ajena a lo cotidiano. Es en ese encuentro (entre la vida banal y el resplandor de las tradiciones contemplativas) que todo cobra vida. De lo contrario, es pura teoría. Mi libro anterior, En la práctica, investiga la intersección entre el yoga (en el cuerpo y en la filosofía) y la vida cotidiana. Es un libro más bien para practicantes. En casa, quisiera creer, es un libro más para gente “normal” con algunas inquietudes espirituales. Siempre queda afuera la mayor parte de la vida en un libro, pero me siento muy satisfecha con lo que intenté abarcar. Me parece un libro bastante redondo.

La maternidad transformó el concepto del hogar para Napier, lo que la llevó de la rebelión a la revelación

—¿En casa remite a la idea religiosa/espiritual del cuerpo como un hogar (y hasta incluso un templo)?

—Para mucha gente, lamentablemente, el cuerpo es un lugar de gran incomodidad, de enajenación. También hay muchas corrientes espirituales/religiosas que ven al cuerpo como un estorbo a trascender. Mi experiencia con la práctica del yoga y de la meditación me ha enseñado que el cuerpo es una puerta de entrada. No es el destino final de nuestra búsqueda, pero toca atravesar sus miles de capas en el camino. Y es el único lugar verdadero para realizar cualquier peregrinaje profundo. Sin el cuerpo, no hay experiencia. Creo que esa mirada de “el cuerpo como templo” se puede volver fácilmente demasiado purista. Suena a un cuerpo pulcro, perfecto, impoluto. El templo es un lugar para reunirse, para hacer ofrendas, rezar, cantar. Visto así, el cuerpo nos ofrece ese espacio bondadoso, pero trato de evitar siempre el concepto de purificación/perfección en relación con el cuerpo (y los templos). Las ceremonias indias utilizan especies, perfume, canto, ghee, fuego: una llamada a todos los sentidos. Un puja se parece más al acto de cocinar que al rezo, y la cocción es una gran metáfora para el yoga. Nos cocinamos con la práctica, una actividad bien diferente a “purificarse”. Trata de sacar el jugo, madurar, cultivar el sabor.

—Para cerrar, entiendo que trabajaste el libro con Mariano Blatt, ¿cómo se dio hacerlo con él y por qué?

—He trabajado con Mariano desde hace muchos años en la editorial El hilo de Ariadna, donde edito una colección de libros sobre las prácticas contemplativas. Se puede decir que Mariano colabora como “corrector” en los libros que publica la Colección Ananta; pero con el tiempo Mariano ha pasado a ser un coeditor para mí en muchos aspectos. Para este libro, él me corrigió el texto en varios planos: lenguaje, estilo, significado. Castellano es mi segunda lengua, y la corrección (importante para todo libro) es esencial en mi caso. Nunca podría haber hecho este libro sin su ayuda, y le estoy profundamente agradecida. Tardé años en apreciar la suerte que he tenido en contar con su oído, conocimiento y generosidad.

Fotos: Lucila Heinberg, gentileza de la autora.