BUENOS AIRES — Las últimas horas de la vida anterior al confinamiento por la pandemia las pasé en el supermercado, agolpada en una muchedumbre que buscaba cloro. Como yo, había muchas personas concentradas en puntos clave: las góndolas de limpieza y alacena. Los carritos de compras rebosaban de desinfectantes, antibacteriales, jabones de todo tipo y, claro, papel higiénico. También latas de carne, atún, garbanzos, fideos, harina, galletitas, jugos, comestibles congelados.
La ansiedad y el miedo son contagiosos. Actúan juntos y provocan reacciones que nos lleva de la acumulación de cortisol y adrenalina a la acumulación de las cosas que creemos que nos darán protección ante la amenaza. Y en la crisis por la COVID-19 esas cosas han sido alcohol en gel y comida ultraprocesada: productos enlatados, con nutrientes agregados, que en lo posible duren hasta 2024.
Paradójicamente estas compras del miedo que se dispararon ante la emergencia podrían tener resultados muy diferentes a los buscados: las comidas procesadas y ultraprocesadas —que tienen altas cantidades de azúcar, sal y aceites agregados, harinas refinadas, aditivos y nutrientes artificiales— a las que estamos recurriendo estos días no son la solución. Son responsables de obesidad y de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, hipertensión y cáncer, condiciones que aumentan la mortalidad ante el coronavirus. Al mismo tiempo, la falta de alimentos frescos debilita la inmunidad dejándonos más expuestos.
Las compañías que fabrican bebidas azucaradas y comida chatarra de larga duración llevan décadas librando una batalla por cambiar nuestros hábitos alimenticios, y su éxito innegable se acentúa en esta situación. En otra forma de resistencia colectiva y cuidado mutuo nos toca volver a optar por alimentos naturales, sustentables y frescos. De ese modo no solo estaríamos mejorando nuestras defensas ante el coronavirus sino también —a futuro— las de la naturaleza.
La COVID-19 se ha producido de manera similar a los nuevos patógenos zoonóticos que fueron catalogados en los últimos treinta años: por la acción humana que combina la degradación ambiental —en un solo año, por poner un ejemplo, la deforestación en los territorios reservados para las comunidades indígenas en la Amazonía ha aumentado un 74 por ciento— y la producción de carnes y derivados en granjas industriales, en condiciones de hacinamiento.
Tal vez esta sea la oportunidad para cambiar finalmente nuestra relación con lo que comemos y cómo producimos nuestros alimentos.
Hasta ahora no ha sido así. “El coronavirus nos está mostrando que somos humanos y nos comportamos igual en todo el mundo”, me dice por teléfono desde Londres Scott McKenzie, líder de Inteligencia Global de la consultora Nielsen. Ellos se han dedicado a registrar la conducta de los consumidores en supermercados de países afectados por la pandemia y el confinamiento y han recogido datos asombrosos en el transcurso de dos semanas. En Argentina, las ventas de postres congelados aumentaron un 860 por ciento y la carne en lata, el 198 por ciento. En Perú compraron un 405 por ciento más de pescado congelado y un 203 por ciento más de pescado enlatado. La salsa de tomates se vendieron un 139 por ciento más en Brasil, y la carne congelada, 115 por ciento más. En casi todos los países encuestados los consumidores parecieron perder el interés por frutas y verduras y, en muchos casos, hasta disminuyeron su compra.
Un estudio científico en marcha ahora en Argentina que ya lleva evaluado el comportamiento de más de 2500 personas está arrojando resultados en la misma línea: un 63 por ciento de quienes incorporan carne a sus dietas, no consumen ni dos porciones de verdura al día desde que están confinados en sus domicilios; y un 24 por ciento de ellos asegura haber reducido el consumo de frutas a una o dos porciones. ¿Qué consumo aumentó para toda la población? Golosinas, embutidos, aperitivos y bebidas azucaradas y alcohólicas.
Parece que, en el imaginario colectivo, los productos procesados y ultraprocesados —diseñados en laboratorios y fabricados en establecimientos de última tecnología— resultan hoy más “sanitizados” que los tomates, las manzanas o las nueces de las huertas. Es, por supuesto, una equivocación (las superficies, de vegetales o de productos enlatados, pueden hospedar al virus, pero ambos tienen maneras sencillas de desinfectarse).
Habría que deconstruir una idea que lleva casi un siglo. Muchos de los productos que nutren las góndolas hoy han acompañado a la humanidad en otras crisis. Los enlatados se desarrollaron a pedido de Napoleón, el chocolate Hersheys fue parte de las raciones de combate del ejército de Estados Unidos desde 1943 hasta 1991, Coca Cola hizo que todo soldado estadounidense pelando en la Segunda Guerra Mundial pudiera comprar sus productos por solo 5 centavos de dólar. Es razonable que también hoy esos productos logren evocar el espíritu de resistencia y triunfo.
Pero lo que no se muestra es que cada vez que escogemos alimentos establecemos relaciones con las plantas y los animales. Elegimos entre granjas industriales o campos regenerativos; entre monocultivos que terminan en productos que reproducen una y otra vez los mismos ingredientes (azúcar, jarabe de maíz, harina, aceite) o entre huertas que ofrecen más diversidad de ingredientes para una alimentación saludable y culturalmente adecuada.
En las últimas semanas han empezado a surgir las muestras de que es posible un sistema alimentario que no esté reñido con nuestra salud ni con la naturaleza. En varios países de América Latina se están organizando repartos de bolsones con frutas y verduras recién cosechadas, legumbres, cereales y productos de almacén, muchos de producción sin agroquímicos.
“Todos los días recibimos unos mil pedidos”, me dijo el ingeniero agrónomo Lalo Bottesi, a cargo de la cooperativa de productores Iriarte Verde que, ahora vestido con barbijos y munidos de alcohol en gel, distribuye productos agroecológicos en Buenos Aires. “Es imposible que alcancemos a satisfacer esa demanda pero nos da un buen indicio: si se sostiene, va a ser la plataforma que necesitábamos para que haya más productores”.
Al inicio de la crisis, México fue uno de los pocos países de Latinoamérica que asoció el mal estado de salud de la población con la mala alimentación —la diabetes es una de las mayores causas de muerte en la población mexicana— y lo presentó como una desventaja ante el coronavirus. Y es, acaso, una de las razones por la que las dimensiones de la pandemia podrían ser especialmente duras en ese país.
Es urgente que los gobiernos de América Latina tomen en serio la relación directa entre la mala alimentación y la salud de sus habitantes. Esta pandemia es, en este sentido, una oportunidad: o seguimos favoreciendo la saturación de comida ultraprocesada que nos enferma y nos deja más vulnerables a nuevos virus o hacemos el cambio necesario para que los alimentos frescos que producimos en la región puedan llegar a la sociedad toda.
Soledad Barruti es periodista y trabaja en temas vinculados a la alimentación y la industria alimentaria. Es autora de los libros Malcomidos y Mala leche.
(c) The New York Times 2020