La longevidad, ese preciado tesoro que los humanos vivencian cada vez más con la ayuda de la ciencia y el propio auge con el que las tendencias de bienestar marcan la agenda. Sin dudas es un tema que convoca y las tortugas son un modelo que asombra a los investigadores
La lentitud con la que que envejecen las tortugas es uno de los aspectos más intrigantes de la biología. Con 190 años, la tortuga Jonathan -oficialmente el animal terrestre vivo más viejo del planeta del que se tiene constancia- es claro ejemplo. Se trata de una ventaja evolutiva cuyos mecanismos intentan esclarecer esta semana un equipo internacional en dos estudios publicados en la revista Science en los que han participado más de un centenar de científicos.
Se trata de la investigación más ambiciosa realizada hasta ahora para comprender el proceso de envejecimiento de estos animales, un trabajo que ha mostrado que algunas especies parecen esquivar el proceso gradual de deterioro de un organismo con la edad. Una capacidad, la de detener el envejecimiento, que en las tortugas resulta excepcional.
David Miller, coautor de uno de los estudios y profesor asociado de Ecología en la Universidad Penn State, sostuvo: “Si podemos entender lo que permite a algunos animales envejecer más lentamente, podremos comprender mejor ese proceso en humanos y también establecer estrategias de conservación para reptiles y anfibios, muchos de los cuales están amenazados o en peligro de extinción”.
En el primero de los dos estudios se analizaron 107 poblaciones de 77 especies de reptiles y anfibios en zoológicos de todo el mundo, lo que permitió documentar por primera vez que las tortugas, los cocodrilos o las salamandras envejecen de forma más lenta y tienen esperanzas de vida más altas de lo que sería esperable por el tamaño de sus cuerpos. “Existía evidencia anecdótica de que algunos reptiles y anfibios envejecen lentamente y tienen una esperanza de vida prolongada, pero hasta ahora nadie había estudiado esto a gran escala en numerosas especies”, dice Miller.
Se compararon especies de animales ectotermos o de sangre fría, es decir, aquellos cuya temperatura corporal varía con la temperatura ambiental como las tortugas, con endotermos (de sangre caliente, como los perros y los seres humanos) para comprobar las hipótesis previas sobre el envejecimiento, entre ellas, hasta qué punto influye la presencia o ausencia de rasgos físicos protectores como los caparazones, y si tiene que ver la forma en la que un ser vivo regula su temperatura corporal.
Los característicos caparazones duros que tienen la mayor parte de las especies de tortugas contribuyen a ralentizar su envejecimiento e incluso en algunos casos, prácticamente lo detienen, según han demostrado los autores de esta investigación. Además de esta conclusión, también vieron cómo otros elementos protectores, como armaduras, espinas o el veneno permiten a otros animales envejecer más lentamente y en el caso de la protección física, que vivan mucho más para su tamaño que aquellos que no cuentan con ellos.
El equipo observó “un envejecimiento insignificante” en al menos una especie en cada uno de los grupos de animales ectotermos, incluidas ranas y sapos, cocodrilos y tortugas. También encontraron poca evidencia de envejecimiento en algunas salamandras y en el tuatara, un reptil.
En el segundo estudio, realizado en la Universidad de Dinamarca del Sur, se centraron en analizar 52 especies de tortugas terrestres y acuáticas. En el 75%, la senescencia era lenta o insignificante y el 80% experimentó tasas de envejecimiento más bajas que las de los humanos modernos.
“El envejecimiento insignificante significa que si la probabilidad de que un animal muera en un año es del 1% cuando tiene 10 años, si está vivo a los 100 años, la probabilidad de morir sigue siendo del 1%. Por el contrario, en las hembras adultas de EEUU, el riesgo de morir en un año es de aproximadamente 1 entre 2.500 a los 10 años de edad, y de 1 entre 24 cuando se han cumplido 80 años. Cuando una especie exhibe una senescencia (deterioro) insignificante, el envejecimiento simplemente no ocurre”, aseguró Miller.
Según el estudio, algunas de estas especies pueden reducir su tasa de senescencia en respuesta a las mejores condiciones de vida en zoológicos y acuarios, en comparación con la naturaleza. Algunas teorías evolutivas predicen que la senescencia aparece después de la madurez sexual como una compensación entre la energía que un individuo invierte en reparar los daños en sus células y tejidos y la que destina en la reproducción, para que sus genes se transmitan a las siguientes generaciones.
Esta compensación implica, entre otras cosas, que tras alcanzar la madurez sexual los individuos dejan de crecer y comienzan a experimentar la senescencia, un deterioro gradual de las funciones corporales con la edad. Las teorías predicen que estas compensaciones son inevitables y que, por tanto, la senescencia también lo es, lo que se ha confirmado en varias especies, sobre todo en mamíferos y aves.
Sin embargo, se cree que los organismos que siguen creciendo después de la madurez sexual, como las tortugas, tienen el potencial de seguir invirtiendo en la reparación de los daños celulares y, por tanto, se consideran candidatos ideales para reducir e incluso evitar los efectos nocivos de la senescencia.
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