Era una noche fría y oscura en las afueras de Montebello, un pequeño pueblo en Quebec, Canadá, cuando Michee Don, un hombre de 42 años, se despertó por un ruido extraño que venía del exterior. No era la primera vez que oía sonidos provenientes del bosque que rodeaba su hogar, pero esta vez algo era diferente. Un aullido largo y profundo resonaba en la distancia, y el eco parecía multiplicarse. No pasaron muchos segundos antes de que otro aullido, mucho más cercano, rompiera el silencio de la noche.
Don se levantó de la cama, todavía somnoliento, y caminó hacia la ventana de su dormitorio, que daba al patio trasero. Sus manos, aún entumecidas por el frío, descorrieron las cortinas. Lo que vio lo dejó inmóvil. Allí, bajo la luz de la luna, una manada de lobos grises rodeaba su casa. Las figuras espectrales se movían con cautela entre los árboles del patio; sus cuerpos eran apenas visibles entre las sombras. Al menos diez lobos formaban un círculo irregular alrededor de su jardín, aullando al unísono. Algunos caminaban lentamente mientras otros, más intrépidos, se acercaban al porche de madera.
Michee, cuya casa se encuentra cerca del Parc Omega, un vasto parque de vida silvestre famoso por sus lobos salvajes, sabía que había lobos en la región, pero jamás había imaginado tenerlos tan cerca de su hogar. “Al principio pensé que estaba soñando”, confesó más tarde. “Pero los aullidos eran demasiado reales. Nunca había oído algo igual”.
El frío parecía invadirlo aún dentro de la casa, mientras intentaba mantener la calma. “El ruido era ensordecedor. No sabía si debía encender las luces o simplemente quedarme quieto”, explicó. Decidió quedarse donde estaba, observando desde la seguridad de su hogar, esperando que los lobos siguieran su camino sin hacer más que rodear la propiedad.
Uno de los lobos, notablemente más grande que los demás, parecía ser el líder de la manada. Se detuvo justo frente a la puerta trasera de cristal con sus ojos brillando en la penumbra. Sus orejas estaban alertas, y por un breve instante, Michee sintió que el animal lo miraba directamente. “Nunca había visto un animal tan hermoso y aterrador al mismo tiempo”, recordó.
Los minutos pasaron, y los lobos comenzaron a dispersarse. Lentamente, la manada se adentró de nuevo en el bosque, perdiéndose entre los árboles. Sin embargo, los aullidos no cesaron de inmediato. Los sonidos, ahora más lejanos, acompañaron a Michee hasta bien entrada la madrugada.
A la mañana siguiente, salió al patio con cautela. Encontró las huellas de los lobos marcadas en la nieve fresca, claras y profundas. A pesar de la experiencia aterradora, no había rastros de daño. “No parecían interesados en mí o en la casa”, dijo Don. “Simplemente estaban ahí, como si hubieran venido a visitarme”.
El avistamiento de lobos en áreas cercanas al Parc Omega no es del todo inusual. Durante los inviernos fríos, las manadas suelen desplazarse en busca de comida, aunque rara vez se acercan tanto a las viviendas humanas. Los expertos locales aseguran que, aunque los lobos pueden parecer intimidantes, generalmente evitan el contacto con las personas. “Es un recordatorio de que vivimos en un territorio que compartimos con la naturaleza”, señaló un guardabosques del parque.
Michee Don, sin embargo, no olvidará la sensación de estar rodeado por lobos bajo la fría luz de la luna. “Fue aterrador y fascinante al mismo tiempo. Verlos tan cerca, oírlos aullar... es una experiencia que no se puede describir fácilmente”, comentó, mientras observaba las huellas desapareciendo lentamente bajo el sol matutino.