Tienen más de 70 años, juegan al fútbol dos veces por semana y les enseñan códigos de vestuario a los más “pibes”

Desde cómo pararse y mirar la cancha hasta cómo prevenir que algún compañero “se caiga” del plantel, los más grandes están llenos de consejos para las nuevas generaciones

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Cada miércoles a la noche y cada domingo a la mañana cumplen con su ritual. Algunos se conocen desde hace más de treinta años y ya llevaron a sus nietos (Gustavo Gavotti)
Cada miércoles a la noche y cada domingo a la mañana cumplen con su ritual. Algunos se conocen desde hace más de treinta años y ya llevaron a sus nietos (Gustavo Gavotti)

Las medias deportivas a media asta, listas para darles un último estirón justo antes del puntapié inicial. Un short azul y un buzo de Boca. Botines negros, nada de fosforescencias, y emparchados con cinta scotch de la ancha. Y antiparras con aumento: “Como las que usaba Clarence Seedorf, el holandés”.

Ronald Rodríguez, que se llama así porque a su mamá le encantaba el actor británico Ronald Colman, que brilló en los cuarenta, lleva el bolso en una mano y la pelota en la otra. Abandona la mesa en la que hasta hace un minuto veía a Boca ganarle de local a Godoy Cruz y camina por el pasillo que pasa del cemento al césped sintético. Tiene su destino clarísimo: La Bombonera. Así se llama la canchita que, desde hace más de dos décadas, les toca a él y a sus amigos en el complejo en el que juegan, entre Balvanera y Almagro.

Detrás suyo, sus cómplices para este partido de miércoles por la noche, uno de los dos rituales de este grupo que, a falta de un partido, juega dos por semana: también hay juntada futbolera cada domingo a la mañana, para no quedarse con ganas.

Varios de los compañeros de Ronald son de su generación. Aitor, el más grande del plantel, tiene 78. Marcelo, que va al arco cada vez que hace falta y que se tira al piso a tapar como se tiraba a tacklear en sus tiempos mozos como rugbier, tiene 74. Montaña tiene 72 y la pierna fuerte a mano. Hay jugadores de 61, de 54, de 51, de 48. Hay, incluso, algún jugador de 24.

Para los más grandes, jugar es una terapia y también un hábito que los hace sentirse "vigorosos y activos" (Gustavo Gavotti)
Para los más grandes, jugar es una terapia y también un hábito que los hace sentirse "vigorosos y activos" (Gustavo Gavotti)

Los que andan por los setenta y pico ya no se ocupan más de la organización: lo hicieron durante décadas, se cansaron, delegaron. Los que andan por los veintipico llegaron a La Bombonera de Open Gallo, el complejo de canchas en el que se disputan estos rituales deportivos, porque son amigos del hijo o del nieto de alguno de los jugadores, o porque un domingo se acercaron “a ver si faltaba uno” y quedaron. En los grupos de WhatsApp, que se llaman “Miércoles 21 horas” y “Fútbol domingos”, y en la cancha.

“Para mí jugar al fútbol es como debe ser para otros ir al psicólogo. Yo descargo acá, veo a mis amigos, es mi pasión, me mantiene en forma, pasándola bien, compartiendo también con mi hijo, con gente que conozco y quiero desde hace veinte, treinta o incluso más años”, le dice Ronald a Infobae. Es contador, hace algunos años y después de un cáncer que duró una década enviudó, y ahora convive con su pareja actual: “Mi esposa de toda la vida y mi compañera de ahora me decían y me siguen diciendo lo mismo; ‘¿por qué no te vas a jugar un ratito al fútbol?’. Es mi cable a tierra”, describe, mientras entra en calor.

Ronald juega al fútbol hace más de setenta años. Empezó en Urdampilleta, el pueblo bonaerense cercano a Bolívar en el que nació. Siguió en Lanús, a donde se mudó con su familia cuando era un nene. “Yo tendría siete, ocho años y me mandaba a mudar para jugar a la pelota. Mi mamá se asustaba porque yo estaba acostumbrado al pueblo, y me iba por ahí sin ningún miedo, así que me metió pupilo en el Don Bosco. Los dos primeros años lloraba porque extrañaba. Los dos siguientes le daba un beso a mi mamá cuando me venía a visitar, y me volvía a jugar al fútbol”.

Ronald jugó en el Don Bosco, en el Colegio San José y en las inferiores de Boca, el club de sus amores. Su padre, xeneize también, se ocupó personalmente de llamar al presidente del club de La Ribera para que no tuvieran a su hijo en cuenta: él había decidido que el destino de Ronald era estudiar. “Hoy se lo agradezco, pero mi pasión sigue siendo el fútbol”, dice él, con los botines puestos y a punto de arrancar el partido jugando abajo. Aunque ya no ejerce como tal, es el alma-máter de este grupo siempre listo para jugar.

En los partidos, hay jugadores de casi 80 y alguno de 24: "Los sábados no salgo con mis amigos para venir a jugar con el grupo los domingos", cuenta el más joven (Gustavo Gavotti)
En los partidos, hay jugadores de casi 80 y alguno de 24: "Los sábados no salgo con mis amigos para venir a jugar con el grupo los domingos", cuenta el más joven (Gustavo Gavotti)

Los sesenta minutos que están a punto de empezar tendrán lo mismo que tiene cualquier partido de fútbol entre amigos: risas, alguna cargada, alguna puteada por un pase que se fue largo o por un remate que se fue apenas al lado del palo, aplausos para los desbordes buenos y las atajadas inesperadas, y algún “vamos, vamos” para poner al equipo en orden después de un tanto en contra.

Pero no es lo único que tienen estos partidos, que se parecen a los demás pero vienen con un condimento extra: los “códigos futboleros” que los más grandes ya les transmitieron a la generación que les sigue y que entre todos les contagian a los más chicos. “Yo aprendo un montón. Mis amigos me cargan, me dicen que soy malo porque ‘juego con los viejos’, pero aprendo de verlos cómo se paran en la cancha, cómo administran la energía, cómo cuidan el cuerpo y también cómo se tratan. No se regala nada, incluso a veces se pica, pero siempre tienen claro que al final del partido tiene que quedar todo bien”, dice Joaquín, que tiene 24 años y muchos sábados a la noche prefiere no salir con sus amigos porque los domingos a la mañana hay partido “con los viejos”.

“Yo quiero llegar a los cincuenta como están los de setenta. Obvio que tengo algunos cuidados: no voy fuerte a marcarlos. Pero no tienen problema en trabar, eh. Y corren, le meten. Aprendo mucho también de que lo importante, además de jugar, es hacerse un tiempo en la semana para compartir”, suma Joaquín, que trabaja como despachante en un depósito.

En estos partidos, que algunos miércoles incluyen cena con alguna cervecita y que dos veces al año terminan en un asado entre todos, los “históricos” tienen prioridad en el plantel titular. “Algunos se conocen jugando hace más de treinta años”, describe Roni, el hijo de Ronald, que también es de la partida dos veces por semana y que no tiene dudas: “Los jóvenes y de mediana edad nos lesionamos más que los viejos. Están espléndidos y saben cuidarse”.

Ronald, de 77, juega con su hijo, a quien ya delegó la organización de los partidos (Gustavo Gavotti)
Ronald, de 77, juega con su hijo, a quien ya delegó la organización de los partidos (Gustavo Gavotti)

La genealogía de los partidos de miércoles y domingos es un entramado de equipos y formaciones a lo largo de los últimos cuarenta años: algunos de los más grandes se conocieron en torneos de ex alumnos del Colegio San José o del Don Bosco, aglutinados por Ronald; otros, de campeonatos de padres del Colegio Lasalle, al que fue Roni; otros son clientes o compañeros del estudio contable de Ronald; otros, amigos de amigos que ya no juegan pero que dejaron su legado. O hijos de amigos. O nietos de amigos. O vecinos de las canchas.

“Sin duda el primer beneficio de jugar miércoles y domingos es emocional, por el gusto y la alegría que me produce ir. Segundo, físicamente me hace sentir más activo y vigoroso para la vida en general. Y socialmente es gratificante, porque veo a personas que conozco hace años, compartimos el juego y luego quizás charlamos y tomamos una cerveza”, describe Máximo, que juega sobre todo atacando al equipo contrario y que viste una camiseta suplente del Ajax para la ocasión. La mezcla de edades, que a veces ocurre porque se suma algún sobrino, algún hijo o algún nieto, y a veces, un vecino, es para Máximo “muy interesante porque es una forma de seguir conociendo gente; eso siempre es muy bueno”.

“De los históricos aprendimos y aprendemos de todo. Por un lado, lo obvio: vieron más fútbol y jugaron más al fútbol que todos nosotros, entonces por ahí nos corrigen alguna salida de más, una jugada en la que no te paraste en el lugar indicado; siempre es interesante escucharlo. Pero sobre todo, aprendemos que, por ejemplo, el gasto de la cancha, aunque seamos doce, se reparte entre once porque siempre puede haber alguno que necesita que esa semana o ese mes lo banquen”, describe Roni, y suma: “Si sobra, ese fondo se deja para los asados o para renovar las pelotas, pero la plata nunca puede ser un problema”. Cada uno destina casi 50.000 pesos mensuales al ritual de miércoles y domingos.

Hay aliento entre los compañeros y, a veces, alguna pierna fuerte. (Gustavo Gavotti)
Hay aliento entre los compañeros y, a veces, alguna pierna fuerte. (Gustavo Gavotti)

“Otra cosa que nos enseñan es que acá nos mezclamos todos, que no importan las condiciones ni sociales ni deportivas de cada uno, lo que importa es que a todos nos gusta el fútbol y que todos queremos sobre todo sentir que venimos a un espacio en el que lo más importante es mantener la buena onda”, explica Roni. “Compartir esto con mi viejo es increíble, es un rato en el que los dos hacemos lo que más nos gusta y en el que ya nos entendemos sin decirnos nada. Eso sí, ya no jugamos enfrentados porque nos puteábamos”, cuenta, entre risas. La cancha -esta Bombonera y también la Bombonera real- los une como ningún otro espacio. Tal vez el inicio de todo eso haya sido en la rama anterior del árbol genealógico, cuando Ronald vio que otros lo hacían y se animó a darle a su padre el primer abrazo que los unió, después de un gol de Boca.

En el complejo del Abasto, cuando hay que recuperar un poco la respiración y bajar la frecuencia cardíaca, el arco es el lugar que eligen los más grandes. Como en cualquier partido de fútbol, casi todos los jugadores pasan al menos unos minutos por debajo de los palos, juegan defendiendo y también atacando.

Como en cualquier partido de fútbol, hay minutos más serenos y otros más calientes, y cuanto más reñido es el resultado, más apretados los dientes. En las canchas que rodean a esta, el promedio de edad de los jugadores es ostensiblemente más bajo que en La Bombonera.

Pero nada de eso importa los miércoles a las 21 y los domingos a la mañana, cuando este grupo histórico se junta: acá se deja todo lo que cada uno tiene. El estrés de la semana, algunos abrazos, toda la potencia y la estrategia que sea posible poner en la cancha, algunos gritos de reproche o de aliento, pases cortos, agarrones de camiseta y la sensación de que nunca es suficiente, de que hay que volver otro día. Como en cualquier partido de fútbol.

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