Este lunes cumplen diez años del último renacimiento del Bar Británico. El Británico está ubicado en la esquina de Defensa y Brasil, frente al Parque Lezama, allí donde se sostiene que el adelantado Pedro de Mendoza desembarcó en la primera de las excursiones fundacionales de estas tierras. Jamás se encontraron evidencias del rancherío, sin embargo —a partir de crónicas de la época— existe un consenso que concluye que por la altura de las barrancas, más la cercanía con el puerto natural sobre el Riachuelo, don Pedro debió fundar la ciudad de Buenos Aires en algún lugar dentro del Parque Lezama.
“¿Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?” se preguntó Jorge Luis Borges, haciéndose eco de ésta versión, en el primer verso de su Fundación Mítica de Buenos Aires. Luego, en los siguientes, ironizó al decir que eran todos “embelecos fraguados en La Boca”. Ya de adulto, Borges no dejó de recorrer los senderos del Parque de la mano de Estela Canto, su primer amor. ¿Tomaron café en el Británico? No consta en actas. Pero seguramente los habrán visto pasar, a través de las ventanas panorámicas del bar, cientos de parroquianos. Quien sí se sentó en sus mesas fue Ernesto Sábato para situar —también en el primer párrafo— la historia de su novela Sobre héroes y tumbas. El Parque Lezama y su café de esquina fueron llamados a ser locación para todo tipo de inicios. O resurrecciones. Como la que coronó al IV Imperio Británico el 11 de noviembre de 2014.
¿Desde cuándo existe el bar? El Británico abrió sus puertas en 1928. Ocupa la planta baja de un edificio de cinco pisos firmado por sus ingenieros proyectistas. ¿Siempre se llamó igual? No. Primero fue: La Cosechera. Misma denominación comercial de otros tantos locales en la ciudad. Se le decía “Británico” por la numerosa clientela de ciudadanos anglosajones, empleados en el Ferrocarril del Sud, que vivían en el edificio de rentas ubicado en la avenida Caseros, conocido como Edificio de los Ingleses.
Lo cierto es que entre tanto acento british, fueron tres gallegos llamados José, Pepe y Manolo quienes impregnaron su impronta bolichera al II Imperio Británico a partir de la segunda mitad del siglo XX. El bar llegó a funcionar las 24 horas. Disponía de la típica subdivisión que ofrecía un salón familiar. Costumbre utilizada para que las clientas mujeres no fueran mal vistas. A lo largo de sus casi cien años lo frecuentaron reconocidos músicos, escritores y políticos. Y su salón sirvió de locación para distintas películas.
El mencionado trío gallego estuvo al frente del bar hasta 2007 cuando, ya muy mayores, eligieron el camino del retiro. Toda la comunidad cafetera porteña vio tambalear un puntal identitario. Fue entonces que la barriada se movilizó para convencer a José, Pepe y Manolo de la inmortalidad. Pero la naturaleza es implacable.
Luego vino otra gestión. El III Imperio pasó sin pena ni gloria. El bar comenzó a perder súbditos y, como consecuencia, ingresos. La esperada abdicación se produjo en 2014. Entonces la búsqueda de un operador se orientó hacia gente con experiencia en el rubro y que, además, no perteneciera a ningún grupo societario que transformara su reconocida personalidad. Una serie de casualidades determinó que la decisión recayera en otras tres personas, hermanos en este caso, los Aznárez, hijos del vasco Pedro Aznárez llegado al puerto de Buenos Aires —allí cerca del Parque Lezama— en 1955, desde la villa de Garde, Navarra.
Don Pedro —su nombre real era Pilar por haber nacido en el mismo día de la Virgen, pero vamos, no le resultó fácil hacerse un lugar entre cuchillos de cocina con esa denominación y decidió llamarse Pedro— comenzó como bachero y fue ganando posiciones hasta manejar sus propios negocios. Siempre por la zona del microcentro porteño. Llegó a tener dos locales llamados El Roncal , nombre que recordaba a su región de origen. Uno estaba en Carlos Pellegrini 163 y otro en 25 de Mayo 692. El de la 9 de Julio sobrevivió unos pocos años al cierre del Mercado del Plata. “Cuando cerró la Muni, bajamos la persiana”, me dijo Gonzalo, el menor de los tres hijos de Pedro Pilar .
Gonzalo Aznárez es quien porta la corona del IV Imperio Británico. Tiene 35 años y hace una década tomó las riendas del bar. Pero había comenzado a trabajar con su padre cuando apenas tenía 10 años. Hoy acumula un cuarto de siglo de experiencia. “Todo lo que nos enseñó papá es a laburar”, sentencia durante mi visita al bar. El Bar Británico abre todos los días de la semana a las 5 y cierra a las 3 del día siguiente. Casi como antes. Apenas descansan para barrer y baldear.
De los tres hijos de Pedro, todos resultaron gastronómicos. Norberto falleció hace unos pocos años. Luis sigue al mando de El Roncal de la City. A Gonzalo ya lo describí.
Los Aznárez renovaron baños, cableado eléctrico y construyeron en el sótano —replica a la planta baja en metros cuadrados— un área de producción. Por lo demás el bar mantiene su revestimiento de roble original que llega hasta los taparrollos de las cortinas y gran parte de la parafernalia acumulada en años. El inmejorable aporte de los tres hermanos al local es una vieja foto apaisada —de los años sesenta— de la calle Defensa donde se alcanza a ver parte del bar. La encontraron en el cambalache vecino. El local de antigüedades que aún atiende Teresita, a los 85 años. Sin embargo, la foto no estaba a la venta. Pertenecía a Doña Pancha, viuda del fotógrafo. Tanto insistieron los Aznárez que, al final, la compraron.
La actualización alcanzó al antiguo mobiliario. No pude negar mi preocupación y se lo hice saber a Gonzalo. El menor de los Aznárez me contó que al tomar posesión del bar, las mesas y sillas originales estaban en muy mal estado y con nulo margen de ser reparadas. Pero que, aún así, conocedores del valor inmaterial que representa el moblaje para un bar tan antiguo, lo dejaron todo resguardado en un depósito en Parque Patricios. ¿A qué se debía mi interés por las mesas y sillas originales? A una vieja historia ocurrida dentro del Británico, que tuve la suerte de conocer y confirmar. La cuento.
Con Alberto fuimos compañeros de trabajo en una empresa exportadora allá por la década de 1990. Los dos teníamos una posición similar, pero en distintas áreas. En mi caso, en exportación, en tanto él era Jefe de Auditoría Interna. Alberto, además, fuera del trabajo corporativo, llevaba la contabilidad de varios bares barriales. Esta última actividad le permitió conocer muchas historias mínimas. Y, siempre generoso y predispuesto, me enseñó esa Buenos Aires anónima. “Observaste que en el Británico siempre hay una mesa vacía con una sola silla”, me interpeló una mañana mientras revisaba mis papeles con motivo de una auditoría de rutina. Así. Sin más, entre expedientes, contrataciones y gastos. Ese era el momento en el que Alberto tiraba data. Yo amaba ser auditado.
Siempre según Alberto, la historia de la mesa vacía con una sola silla la manejaban, con reserva, José, Pepe y Manolo. Por suerte alcancé a chequearla con los tres en el bar. Dice que un catalán de Tarragona, apellidado Braun, vino a recalar a un conventillo de San Telmo huyendo de la Guerra Civil Española desatada en julio de 1936. En su fuga, tan repentina como rápida, debió separarse de un gran amor. Llegado a Buenos Aires consiguió empleo en el Archivo General de la Armada, en Bolívar y Caseros, a unas pocas cuadras del Bar Británico.
El catalán Braun encontró en este boliche un lugar seguro por fuera de la pieza que alquilaba y el trabajo en el Archivo. La dolorosa partida de España lo había atemorizado. Se volvió una persona cauta. De pocas palabras. Con casi nulo contacto con extraños. Sin embargo, entre ingleses se sentía a resguardo. Dios salve a la Reina, decían entonces. Para sostener su anonimato, el catalán, aprovechó la característica de su empleo, la historia de la barriada, su casual homonimia y, gracias a una fonética favorable, se apodó: el Almirante Braun. Nadie le pediría el documento para ver cómo se escribía su apellido. El Almirante Brown, digo ahora, el auténtico, Guillermo Brown, fue un marino irlandés que luchó defendiendo nuestra costa de bloqueos e intentos de agresión naval por parte de potencias extranjeras. Y hoy, además de héroe nacional, es motivo de orgullo y pertenencia en La Boca y Barracas.
La mesa con la silla vacía que viene a cuento el Almirante le pedía al dependiente del bar que se la reservara. La paga para mantenerla siempre disponible era el equivalente al producido por un comensal contabilizando las cuatro comidas de un día. La reserva se mantenía a la espera del arribo desde España de su pareja. Una llegada sin fecha ni confirmación posible. Las cartas dirigidas hacia España eran interceptadas y los destinatarios puestos en problema. Lo único que Braun pudo hacerle llegar a su amor, como toda información de paradero, fue que, al desembarcar en el puerto de Buenos Aires, se dirigiera hasta El Británico. Braun pasaría los restantes días de su vida hasta el reencuentro.
Esta es la anécdota que el trío gallego al frente del II Imperio recibió al hacerse cargo del bar en la década de 1960. Por entonces, el Almirante Braun hacía largo rato que no frecuentaba la esquina de Brasil y Defensa. Con seguridad, habría fallecido. Sin embargo, José, Pepe y Manolo se ocuparon de sostener la costumbre de dejar una mesa con una silla vacía. También desestimaron la factibilidad de la reunión amorosa tanto en el bar como en cualquier otro lado. “En la España franquista”, me dijeron a coro cuando fui a chequear el dato, “ser judío y homosexual significaba la condena de muerte”.
Puede que esta leyenda, como sostenía Borges, sea otro “embeleco fraguado” en los misteriosos barrios del sur. A mí me la contó alguien confiable. Y me la confirmaron los tres reyes gallegos del II Imperio. Por las dudas, le pregunté a Gonzalo la dirección del depósito donde descansan la mesa y la silla y el próximo 14 de febrero, Día de los Enamorados, me daré una vuelta por Parque Patricios, para llevar una flor.