A finales del siglo XVII, en una pequeña comunidad puritana de Salem, Massachusetts, se desató uno de los episodios más oscuros de la América colonial: una serie de juicios que terminó con la ejecución de veinte personas acusadas de brujería. Este evento, conocido como los Juicios de Salem, fue el resultado de un ambiente de tensiones sociales, religiosas y económicas que habían estado gestándose en la región por décadas.
Con una población profundamente religiosa y temerosa de las fuerzas del mal, Salem se convirtió en el epicentro de una verdadera caza de brujas, motivada tanto por creencias espirituales como por conflictos personales y rivalidades entre los aldeanos.
El ambiente puritano y los primeros colonos
La Nueva Inglaterra colonial fue establecida en gran medida por puritanos ingleses, quienes habían abandonado Europa en busca de libertad religiosa. Sin embargo, en Salem, esta libertad se tradujo en una rigurosa vida de piedad y control social, donde cualquier desviación de la norma podía ser vista como una amenaza moral.
Los colonos temían tanto a los peligros externos, representados por los ataques de tribus nativas y las malas cosechas, como a los internos, pues creían firmemente en la presencia de fuerzas demoníacas que podían corromper a cualquiera. En este ambiente de vigilancia extrema, las creencias religiosas alimentaron una paranoia en la que brujas y demonios parecían estar a la vuelta de la esquina.
Figuras clave en el desencadenamiento de los juicios
Uno de los personajes centrales fue el reverendo Samuel Parris, quien llegó a Salem en 1689 con su familia. Como pastor de la aldea, Parris promovía una estricta disciplina y una visión del mundo en la que el bien y el mal estaban en constante lucha. En su hogar vivían su hija, Betty Parris, de nueve años, y su sobrina Abigail Williams, de once, junto a la esclava Tituba, traída desde Barbados. Las niñas se veían fascinadas por las historias de magia y rituales que les contaba Tituba, influencias que resultarían devastadoras en una comunidad donde los límites entre la realidad y la superstición estaban difusos.
A inicios de 1692, Betty y Abigail comenzaron a manifestar extraños síntomas: caían en convulsiones, gritaban incoherencias y afirmaban tener visiones de seres malignos. Estos episodios alarmaron a los aldeanos, quienes pronto consideraron que las niñas habían sido “embrujadas”. Las jóvenes, quizás buscando escapar de posibles castigos, apuntaron a Tituba y a otras dos mujeres locales como responsables de su supuesta posesión. Esta declaración dio inicio a un ciclo de acusaciones y detenciones que arrastraría a decenas de personas a los tribunales.
Primeras acusaciones y el estallido de la caza de brujas
Con la comunidad de Salem ya alarmada por los relatos de Betty Parris y Abigail Williams, quienes afirmaban estar bajo un hechizo, los aldeanos comenzaron a buscar culpables. Las primeras acusaciones recayeron en personas consideradas “diferentes” o marginadas dentro de la comunidad.
Tituba, la esclava de origen caribeño que había compartido sus historias y rituales de Barbados, fue rápidamente acusada junto a Sarah Good, una mendiga embarazada que vagaba por la aldea, y Sarah Osborne, una anciana enferma y empobrecida. En su confesión, Tituba describió haber visto al demonio y aseguró que otras personas del pueblo servían a Satanás, lo que provocó una ola de temor y desconfianza que pronto alcanzaría a otros aldeanos.
Este ambiente de acusaciones creció rápidamente. Tituba, para evitar una condena segura, relató ante los jueces escenas de rituales oscuros y visiones de criaturas malignas que habría presenciado en los bosques de Salem. En medio de esta histeria, Ann Putnam, una niña de doce años de una de las familias más ricas de Salem, se unió a Betty y Abigail en sus afirmaciones, asegurando que había sido atacada por espíritus malignos. El testimonio de estas tres jóvenes aumentó la tensión en la comunidad, y cualquier comportamiento o situación fuera de lo normal comenzó a considerarse obra de la brujería.
Procedimientos judiciales y métodos de tortura
A medida que las acusaciones se propagaban, el tribunal, bajo el liderazgo de magistrados como John Hathorne y Jonathan Corwin, comenzó una serie de audiencias públicas en las que se presionaba a los acusados para que confesaran o señalaran a otros. Uno de los métodos utilizados para confirmar la “culpabilidad” fue el “pastel de brujas”, una mezcla de harina de centeno y orina de las niñas afectadas que se daba de comer a un perro. Si el animal mostraba comportamientos extraños, esto se consideraba prueba de la brujería. Este tipo de “evidencia espectral” era aceptado en el tribunal y consistía en tomar como pruebas las visiones o testimonios de las acusadoras, por más inverosímiles que parecieran.
El juicio ofrecía pocas opciones para quienes eran acusados. Si confesaban y señalaban a otros como cómplices, podían evitar la ejecución, aunque muchos fueron encarcelados o torturados. Por otro lado, quienes insistían en su inocencia eran enviados a la horca. Este proceso creó un círculo de acusaciones sin salida, ya que la única forma de salvar la vida era involucrar a otros en el supuesto pacto con el diablo.
En pocos meses, las ejecuciones y el encarcelamiento de decenas de personas desencadenaron una auténtica caza de brujas que se extendió a comunidades vecinas, con acusaciones que incluían a figuras respetadas y personas inocentes en un ciclo de temor, represalias y superstición.
Fanatismo religioso y el poder de la histeria colectiva
Los juicios de las brujas de Salem se intensificaron bajo el poder de las creencias religiosas, en especial de una lectura literal de la Biblia que condenaba la brujería como un pecado mortal. En un contexto de puritanismo extremo, se fomentaba una atmósfera de vigilancia y temor hacia el mal.
Samuel Parris, el reverendo de Salem, no dudó en alentar la idea de que las niñas habían sido poseídas por obra del demonio, y su influencia sirvió para legitimar las pruebas espectrales y las confesiones obtenidas mediante torturas. En los tribunales, cualquier señal de comportamiento inusual era interpretada como una evidencia clara de brujería, y cuestionar esta perspectiva era visto casi como un acto de herejía. Historiadores modernos señalan que las creencias puritanas y el contexto represivo contribuyeron a un estado de histeria colectiva, en el que el pánico y el miedo se alimentaban a sí mismos.
Años después de los juicios, se plantearon diversas hipótesis para explicar el comportamiento de las niñas y la paranoia desatada. Algunos expertos sugieren que las convulsiones de las acusadoras pudieron ser resultado de una intoxicación con cornezuelo de centeno —un hongo alucinógeno presente en los alimentos de la época—, mientras que otros interpretan los síntomas como respuestas al ambiente opresivo y el miedo al castigo.
Sin embargo, la teoría predominante es que los juicios se desataron principalmente por la presión de un sistema religioso que, al condenar las libertades y el pensamiento independiente, intensificó la represión y la búsqueda de “enemigos” dentro de la comunidad.
Legado y redención en la historia de Salem
La histeria colectiva y las ejecuciones finalmente terminaron en 1693, cuando el gobernador colonial de Massachusetts intervino y ordenó suspender los juicios. En los años siguientes, la comunidad de Salem comenzó a reconocer los abusos cometidos.
En 1706, Ann Putnam, una de las niñas acusadoras, pidió perdón públicamente y culpó a Satanás de haberla llevado a actuar con falsedad. Asimismo, las autoridades coloniales declararon inocentes a los ejecutados, y en 1711, otorgaron compensaciones económicas a las familias afectadas, en un intento por reparar las pérdidas y limpiar la reputación de los condenados.
Los juicios de Salem permanecen en la memoria colectiva como símbolo de las consecuencias de la superstición y el fanatismo. Obras como “Las brujas de Salem”, del dramaturgo Arthur Miller, siguen recordando cómo, en nombre de la justicia y la moralidad, pueden desencadenarse cacerías humanas en las que el verdadero peligro reside en la histeria y la manipulación ideológica, y no en la amenaza de lo desconocido.