El Progreso abrió en 1942 en la esquina de Montes de Oca y California. Su actual propietario es el ingeniero César Moreno Tomas, hijo de don Aureliano Moreno y María Licinia Tomás quienes en 1959 compraron el fondo de comercio. El Progreso ocupa la planta baja de la que fuera vivienda de la familia Onagoity. La construcción es de 1911 y pertenece a los reconocidos arquitectos franceses Emilio Hugé y Vicente Colmegna. Los mismos que proyectaron la Casa Moussion, el edificio art nouveau de ocho pisos en la esquina de la Avenida Callao y Sarmiento. Y además edificaron la sede del Banco Nación que se ubica en diagonal al bar El Progreso. Esta sucursal del Nación fue la número 1 de la ciudad. Solo dos datos que califican lo que representó el barrio de Barracas para la ciudad.
Al momento en que Aureliano y Lisina se hicieron cargo de El Progreso, la familia Onagoity ya no habitaba el edificio. La pareja, oriunda de Vigo, conoció los años más fructíferos del bar. Las grandes fábricas vecinas abastecían sus mesas de empleados hambrientos que necesitaban reponer energía a toda hora. Otro tanto ocurría con el público de los cines Select y Social ubicados sobre Montes de Oca. A eso hay que sumarle las paradas de líneas de colectivos que entraban y salían de la ciudad y que coincidían con el acceso al local. Este contexto favorable permitió que los Moreno-Tomás con el fruto del trabajo terminaran comprando no solo el bar, sino todo el edificio con frente a las dos calles. Un auténtico progreso.
Cuando César me vio entrar preparó dos cafés y los trajo a la mesa. No teníamos ninguna reunión pautada. Por el contrario, yo debía encontrarme con otra persona. Pero no podía ser descortés con la compañía momentánea ofrecida por el dueño del bar. Hace pocos años que vivo en el barrio. Todavía me siento nuevo. Sin embargo, he logrado construir una relación con el ingeniero que heredó el negocio de sus padres y prometió mantener el legado familiar.
Como mi cita nunca llegó, la charla iniciada recorrió toda la historia familiar de los Moreno-Tomás en el Bar El Progreso. César me confesó que tuvo su primera ducha a los diecisiete años cuando se mudó con sus padres a un departamento cercano. Hasta entonces, el baño familiar era el del bar. Cuando festejaba el cumpleaños y sus compañeritos le preguntaban dónde podían hacer pis, César respondía: “En el de caballeros”.
De pronto se levantó en busca de una foto colgada en el local y me la alcanzó. “Este es mi papá cuando compró el bar”, dijo. La toma es una imagen de la esquina desde la calle. Aureliano está parado en la puerta. En la planta alta un cartel dice Hotel Lalín. Sorprendido ante el documento fotográfico le pregunté a César “¿Arriba del bar había un hotel?”, me respondió afirmativamente. “¿Y antes del bar acá había una farmacia?”, pregunté. “Claro, la Farmacia Villela”, confirmó.
¿A qué venían mis preguntas? Tiempo atrás dejaron un paquete a mi nombre en la puerta de casa. El bulto, sin remitente, resultó ser el letrero identificatorio de un viejo bar que existió en Barracas. Era el cartel original del Café Bar Tres Esquinas. Un célebre boliche que funcionó en la esquina de Montes de Oca y Osvaldo Cruz, frente a una vieja estación ferroviaria homónima, a pocas cuadras de El Progreso. En 1941 Ángel D’ Agostino y Alfredo Attadía, con letra de Enrique Cadícamo, le dedicaron un tango. La primera estrofa rezaba: “Yo soy del barrio de Tres Esquinas, viejo baluarte de un arrabal, donde florecen como glicinas las lindas pibas de delantal”. ¿Quién me había dejado el chapón? ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Acaso me estaban haciendo un regalo? Decidí no hacer ni contar nada a nadie. Solo esperar a obtener nuevas pistas.
Tres semanas más tarde recibí un mail de una cuenta extraña con números y consonantes. El emisor se presentó como la persona que me había dejado el viejo cartel enlozado. Y me citó en la esquina de Avenida Montes de Oca y California. El recado textual decía: “Espéreme en la farmacia, yo paro en el hotel de arriba. Anúnciese, me avisan y bajo”. Por supuesto que fui al encuentro, aunque sin ninguna expectativa. Sabía de antemano que en dos de las cuatro esquinas de ese cruce de calles existen sedes bancarias. En en la tercera hay un edificio sin farmacia abajo y en la última está el Bar El Progreso donde entré para encontrarme con el misterioso personaje aquella mañana que César Moreno Tomás preparó dos cafés y vino a sentarse a mi mesa.
Devolví la vieja foto a su dueño y me dispuse a contar la anécdota del chapón y de la cita recibida. César no se conmovió. Me miró por interminables dos o tres segundos hasta que comenzó a contar una historia que sonaba ajena. Estábamos sentados en el centro del monumental proyecto creado por Hugé y Colmegna. Un inmenso salón para uso comercial de planta baja con una espacialidad que lo vuelve apropiado, como ningún otro bar de Buenos Aires, para el rodaje de escenas de películas o de avisos. Son muchos los filmes, videoclips y publicidades que se filmaron en El Progreso. Entre otras El lado oscuro del corazón, Roma, Puan y El rapto. Y también las series La fragilidad de los cuerpos, El lobbista y El amor después del amor.
“Tiempo atrás -no precisó César la cantidad de años- anduvo por el local un documentalista australiano: Tom Irvine. Vino al país motivado por un deseo que su padre nunca pudo cumplir. Desde muy niño escuchó pronunciar en su casa la palabra arrabal. Siempre le llamó la atención la sonoridad y el modo en que su papá arrastraba juntas esas erres”. César se detuvo para pedir un agua mineral y dos vasos. Luego continuó: “De tanto oír a su padre hablar con rigurosa precisión descriptiva, sin haber visto nunca ese arrabal y los tangos que sonaban por sus calles, le transmitió el deseo a su hijo”. Llegó el agua y aproveché la pausa para preguntar: ¿De dónde es que el padre de Tom sabía tanto de arrabal y tangos? “Lo había escuchado de boca de un marino mercante argentino de apellido Luna, en el puerto de Melbourne”, me respondió. Y siguió: “Lo que le quitaba el sueño era conocer ese bar ubicado en una extraña intersección de dos calles que daban forma a tres esquinas”.
El secreto que el marinero Luna develó a sus pares de boliches portuarios ubicados en las antípodas de Barracas fue que el Tres Esquinas había cerrado, pero que uno de sus parroquianos había logrado quedarse con el chapón comercial. Cartel identificatorio que, según afirmaba este buen hombre, guardaba el alma del lugar y que quien lo tuviese en su poder viviría en permanente estado de bar. Y como el letrero había sido sustraído sin permiso, lo había ocultado debajo de los listones de pinotea de su habitación en un hotel cercano. César conoció la historia de boca del propio Tom Irvine una vez que vino a filmar un comercial y revisó, con su permiso, de arriba a abajo toda la propiedad en busca del chapón.
Volví a casa con una misión. Dar con Tom. Lo busqué en Google, Linkedin, directorios de documentalistas, realizadores cinematográficos, periodistas audiovisuales, productores, guionistas. Nada. No existe. Me quedé pensando en el gesto inmutable de César durante la charla. ¿Y si no existe tal australiano? ¿Si fue César quien encontró el cartel y construyó una pieza argumental de ingeniería para concederme la membresía al barrio? Nunca lo sabremos.
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