Mi familia heredó un piano cuando yo tenía diez años. Alguien tenía que “aprovecharlo” y como el hilo siempre se corta por lo más delgado me lo endosaron a mí, el hijo menor.
Mamá me anotó en un instituto que le recomendaron cerca de casa. La profesora era una alemana rigurosa que sólo me hacía hacer escalas y solfeo. Cuando tímidamente le preguntaba cuánto tardaría en aprender a tocar alguna canción, me explicaba que eso tomaría años. Muy inspiradora.
En el verano no había clases y a la vuelta de las vacaciones mamá decidió que cambiara de profesora. Aunque nunca supe el por qué, me ilusioné pensando que quizás fuera alguien más amigable, que me ayudara a aprender cosas simples que pudiera tocar y entusiasmarme. Nada de eso pasó. La nueva profesora era histriónica, grotesca y a veces violenta. Con mis diez años nunca relacioné esa conducta con el fuerte olor a whisky con el que llegaba a casa.
Por otra parte, como las clases eran a domicilio resultaban más caras. Tanto, que mamá me preguntaba todas las semanas si valían la pena. Yo que estudiaba piano más por imposición familiar que por iniciativa propia; que no había decidido a qué instituto ir ni mucho menos cambiarme de profesora, tenía que soportar la presión materna por el dinero.
A los pocos meses dejé, convencido de que la música no era para mí. Como si la pedagoga prusiana, la profesora borracha o mi madre ahorrativa no hubieran tenido nada que ver.
Por esas misteriosas vueltas de la vida, a mis diecinueve años y después de haber regalado el piano familiar que nadie usaba, sentí que debía intentarlo de nuevo. El tema era que en esos entonces tenía una vida bastante exigida entre el trabajo, los estudios y mi novia.
Durante algunos meses intenté aprender sin tener un piano en casa, pero rápidamente entendí que así no iría a ningún lado. Ante la sorpresa de mis padres me compré uno y empecé a practicar diariamente.
-¡Cómo puede ser que te compres un piano después que hayamos tenido uno juntando polvo tantos años!, protestó mamá. Toda una ironía, como si ella no hubiera tenido nada que ver con mi abandono previo.
En pocos meses me enamoré perdidamente del piano y empecé a soñar con ser un gran pianista.
Encontrar un profesor a la altura de mis aspiraciones fue todo un desafío. Después de algunos intentos fallidos, identifiqué uno que me llamó la atención. En un aviso clasificado se presentaba como discípulo de Scaramuzza, el célebre mentor de Martha Argerich y Bruno Gelber. Si había estudiado con ese gran maestro italiano y tenido de compañeritos a esos dos fenómenos, parecía probable que me pudiera ayudar a convertirme en el gran pianista que soñaba.
El primer encuentro fue revelador. Conversamos un rato largo en el que yo lo evaluaba para ver si estaba a la altura de mi destino. Después del examen al que lo sometí, con mucha sencillez me hizo una propuesta elemental y subversiva.
-¿Por qué no tocás un poco así te escucho?, dijo señalándome el piano de cola.
Me sentí expuesto, desnudo. En el fondo, era consciente de que toda mi magnificencia estaba en mi cabeza y no en mis dedos. ¿Tocaré bien? ¿Cometeré errores?
Me acomodé en la butaca como si fuera el mismísimo Franz Liszt, me concentré y empecé a tocar una obra de Bach. Aunque estaba muy nervioso pude hacerlo bien, sin equivocarme ni una sola vez. Cuando terminé hice una pausa y exultante lo miré a los ojos.
-No te equivocaste ni una sola vez… dijo con un tono enigmático.
Lo miré desconcertado; ¿acaso estaba mal no equivocarse?
-Pusiste toda tu energía en no cometer errores… Yo hubiera preferido que te equivocaras diez veces pero que te expresaras, que la obra estuviera viva. En cambio, vos la metiste en una caja fuerte y ahí quedó: segura… y sin vida. Si seguís así, dentro de veinte años la vas a seguir tocando igual. No hay evolución posible cuando lo que nos rige es el miedo. Si vas a ser mi discípulo quiero que lo que te mueva sea el amor; nunca el miedo.
Dicen que cuando el alumno está listo, el maestro siempre aparece.
De entrada me explicó que si yo aspiraba a ser un pianista debía tocar por lo menos cuatro horas diarias. ¿Cómo podría hacer eso si tenía un trabajo de seis horas, cursaba la facultad otras cuatro, y tenía que estudiar, trasladarme y ver a mi pobre novia? Aunque los números no cerraban por ningún lado mi ambición me empujaba hacia adelante.
Tocar el piano cuatro horas diarias era mi objetivo y también mi fracaso cotidiano. Vivía en déficit. Pese a que rara vez podía disponer de ese tiempo, mi cabeza delirante estaba convencida de que ese nivel de entrenamiento sería un pasaporte al estrellato. ¿De dónde habría salido semejante despropósito? Difícilmente alguien que empieza a tocar el piano a los diecinueve años y practica solo un par de horas diarias pueda convertirse en un gran pianista, que suelen empezar a los tres años de edad y estudian diez horas por día durante décadas. Y eso sin ponernos a analizar el talento.
A la distancia resulta evidente que era un disparate. Y sin embargo, todos y cada uno de los días me frustraba al no lograr las cuatro horas que necesitaba para ser Daniel Barenboim. Me sentía un fracaso viviente, un mediocre más.
¿A dónde quedarían mis sueños? Yo que me había imaginado tocando a Beethoven en la ópera de Viena llena de gente; saliendo al escenario con mi jaqué y la camisa con gemelos; haciendo las reverencias ante mi público; acomodando la butaca a la distancia y alturas correctas, y en ese estado de trance tocar vigorosamente para la locura de la audiencia. ¿Cómo haría para que todos estallaran en un conmovedor aplauso al terminar? ¿Cómo hacer para que el director del teatro viniera a saludarme, para que la gente me pidiera cinco bises y que yo me hiciera rogar? ¿Cómo lograr todo eso sin ensayar las malditas cuatro horas diarias?
Mi plan crujía por todos lados y yo era incapaz de ver lo obvio.
Como no quería renunciar a mis sueños, apretaba los dientes y seguía forzando las cosas. Como si negar la realidad la modificara. Como si posponer mi encuentro con la verdad no lo agravara todo.
En medio de tanta frustración un día me fui a tomar unas cervezas con mi hermano. Después de compartirle toda la situación me hizo una reflexión quirúrgica:
-Lo que no me queda claro es si a vos te gusta tocar el piano o si solo te interesa hacerlo en la Ópera de Viena. O sea; ¿estarías contento tocando en el lobby de un hotel?
No hizo falta responderle. Sentí escalofríos de solo imaginar que todo mi sacrificio terminaría en el hall de un Sheraton.
El difícil proceso que vivía iba llegando a su clímax sin que pudiera torcer el rumbo ni un solo milímetro. Para finales de ese año el maestro organizaba un concierto en el que tocaríamos todos sus alumnos. El encuentro era en un teatro bastante grande e invitamos a nuestros familiares y amigos. El plato fuerte estaba al final, en donde el profesor interpretaría la Apasionatta de Beethoven, mi sonata favorita.
Llegó el día decisivo y aunque en el fondo de mi alma intuía que el final era inminente, no era capaz de verlo, de hacerlo consciente. Mucho menos imaginar que el desenlace pudiera ser así.
Toqué una Suite Inglesa de Bach que me encantaba. Considerando que era un aprendiz, lo debo haber hecho bastante bien. Pero como yo me evaluaba en función de ser un gran concertista mi interpretación resultó catastrófica. Después de ese nuevo baño de realidad, apenas me sostuve mientras fingía escuchar a mis compañeros.
Llegó el momento del cierre a cargo del maestro. Confiaba que al escuchar mi sonata favorita pudiera abstraerme de tanta impotencia y dolor.
No habían pasado dos minutos del inicio cuando sentí que un agujero negro me succionaba. Mi memoria auditiva tenía grabada las interpretaciones de los mejores pianistas del mundo y el contraste con la digna versión del profesor era terrible. Inevitablemente surgió una pregunta de jaque mate: si este señor que dedicó su vida al piano toca así; ¿a qué puedo aspirar yo?
Apenas terminó el primer movimiento me paré como pude y tropezándome con los sorprendidos compañeros que estaban a mi lado, me fui. Al día siguiente llamé al maestro y le informé que dejaba el piano. Sus intentos por hacerme recapacitar fueron en vano.
Doce meses después tuve otro intento fallido con la composición musical y dos años más tarde con el jazz. Si bien no era mi género preferido, improvisar como Keith Jarrett era un sueño alternativo al de ser Daniel Barenboim. Vacunado por la experiencia me notifiqué de la realidad bastante más rápido y abandoné a los pocos meses.
Pese a tantas frustraciones el piano me seguía atrayendo, así que cinco años más tarde volví a la carga. Me anoté en un instituto que no aspiraba a producir grandes concertistas sino a desarrollar alumnos que pasaran buenos momentos. Aprendí a tocar baladas, canciones de rock y otras composiciones que aunque me parecían superficiales eran más acordes a mis posibilidades.
Sorprendidos por mis buenas condiciones varios profesores querían que tocara cosas más complejas. Les dije que no. Con lo que había sufrido para descubrir mis límites no quería volver a destruirme. Me había tomado veinticinco años conocerme un poco a mí mismo y encontrar mi lugar. No quería resignar esa paz por nada del mundo.
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Aquél que insiste en agarrar a un gato por la cola aprenderá cosas que no podrá aprender de ninguna otra manera.
Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en la habitación, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar” https://linktr.ee/juan.tonelli