¿Cuándo es el momento de soltar lo que ya no va más?

Muchas veces nos empecinamos en continuar algo que está terminado. ¿Vale la pena esforzarnos de más por lo que ya no hace felices?

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La emblemática Head Vilas
La emblemática Head Vilas

¿Cuándo es el momento de soltar lo que ya no va más?

A veces se necesita más fuerza para soltar que para retener.

Mientras buscaba un mueble en el sótano encontré mi vieja raqueta de tenis. Me produjo un sacudón, como si me cruzara con una ex. Abrí su funda y la miré detenidamente; estaba intacta. En la parte superior tenía dos palabras minimalistas y poderosas: Head Vilas.

Guillermo Vilas era una leyenda viviente: había sido el primer argentino en triunfar en el tenis mundial, inventando ese deporte en mi país. Un genio total, parte del jet set internacional que hasta había sido capaz de tener un romance con la princesa de Mónaco. En la mente de un chico de doce años tener una Head Vilas era transformarse un poco en ese ídolo. La empresa Head lo sabía y por eso le pagaba fortunas a Vilas, para que legiones de personas como yo intentáramos que esa raqueta nos transmitiera algo de su magia.

Toqué el encordado y vi que pese a tener treinta años mantenía alguna elasticidad. Mientras la empuñaba como para pegar un golpe, vino a mi cabeza toda la historia con esa raqueta.

Cansado de los deportes grupales porque a mis compañeros no les dolía perder -o al menos no tanto como a mí-, dejé el fútbol para probar suerte en otra cosa. Sin proponérmelo fui eligiendo actividades individuales: mejor no depender de nadie, solo confiar en mí mismo.

En ese giro de mi vida del que no fui consciente me encontré jugando al tenis. En pocos años mejoré mucho. Tenía una libreta en la que llevaba el registro de todos los partidos que jugaba. Anotaba cada victoria con orgullo, como un acto de reafirmación personal. Y cada derrota con desgarro. Leía y releía los resultados varias veces por semana; ahí estaban mi identidad y también los dolores que pedían venganza.

Aunque soñaba con ser como Vilas ni me animaba a planteármelo. Ya de chico había aprendido que los sueños eran peligrosísimos: podían decepcionarte, hacerte sufrir. Mi estrategia había sido siempre la misma: no contárselo a nadie para que no me vieran venir. Y de paso no me exponía tanto si fracasaba.

Llegué a la conclusión que si quería ser el mejor necesitaba la mejor raqueta. Cuando decidí comprarme la Head Vilas para dejar la porquería que tenía, enfrentaba dos problemas: era la más cara de todas, y Argentina atravesaba una de sus recurrentes crisis económicas. Con una moneda que se devaluaba permanentemente era difícil comprar artículos importados, como esta raqueta austríaca.

Guillermo Vilas con la Head Vilas. La usó en 1977 y 1978. Con ella llegó a ser el mejor tenista del mundo (Photo by Focus on Sport/Getty Images)
Guillermo Vilas con la Head Vilas. La usó en 1977 y 1978. Con ella llegó a ser el mejor tenista del mundo (Photo by Focus on Sport/Getty Images)

Por la edad que tenía mi capacidad de ahorro era muy baja y dependía exclusivamente de lo que me regalaran mis abuelas. Sin embargo encontré una oportunidad. Los fines de semana mis padres me daban dinero para pasar todo el día en el club. No es que fuera una fortuna pero no estaba mal. Forzado por la necesidad de inventarme recursos descubrí que si no comía nada durante todo el día podía ahorrar algo interesante.

Al igual que les pasa a las personas que hacen dieta, los primeros fines de semana fueron fáciles porque mi entusiasmo era tan grande que no había pebete de jamón y queso o Coca Cola helada que me desestabilizaran. Pero con el correr del tiempo empezaron a aparecer los problemas. Puedo resistir cualquier cosa excepto la tentación, decía Oscar Wilde. El momento más difícil era el mediodía cuando el humo de la parrilla lo inundaba todo y yo moría por un choripán. O los días de mucho calor cuando veía a mis amigos tomando un milk shake de dulce de leche, o una Seven Up helada. A veces se me hacía tan difícil que me iba a correr afuera del club para no exponerme a todo eso –ojos que no ven corazón que no siente-, y de paso mejorar mi capacidad aeróbica.

—¿Vas a comerte otra porción de pizza? ¡Te comiste una entera!—, protestaba mamá durante la cena, sin imaginar el trasfondo de la cuestión.

—Es que entrené mucho, ma—, le explicaba.

El desayuno también llamaba la atención de mis padres. A nadie se le ocurría pensar que no era solo un chico en edad de crecimiento sino que en pos de mi sueño, estaba tratando de vacunarme contra el hambre del largo día de ayuno que me esperaba. Ceder a la tentación y comer algo en el club implicaba retrasar la compra de la Head Vilas y todo el paraíso asociado.

En el ínterin ocurrió un hecho inesperado; en el club hicieron dos canchas de un deporte que no conocía. Los jugadores usaban unas raquetas iguales a las de tenis pero en miniatura. Eran tan lindas que daban ganas de coleccionarlas. Se jugaba de a dos personas que se movían con gran rapidez y le pegaban a la pelota con furia.

Después de observarlo varios días decidí probar. Hablé un rato con el señor que cuidaba las canchas y me invitó a jugar. Me explicó los conceptos básicos y las reglas, me prestó una raqueta y arrancamos.

En cuestión de minutos yo era uno más de los que corría como loco golpeando la pelota con toda mi alma. Esa posibilidad de entregarme sin límites me fascinó. El profesor detectó rápidamente mis condiciones y propuso repetir al día siguiente.

Al otro día volví a dejar la vida en esa cancha de squash: me sentía en el paraíso. Cuando terminé tenía la remera tan transpirada que parecía que me hubiera metido en el mar. Después de jugar me quedé sentado en las gradas con una plenitud parecida al orgasmo. El profesor me explicó que como las canchas eran nuevas se cobraba un bono extraordinario para financiarlas. Le pagué sin el menor problema; ¿qué era un poco de dinero a cambio de tanta felicidad?

A la tardecita volvía a casa en ese estado que se tiene cuando uno viene de estar con un amante: lleno de vida, feliz, aunque también angustiado porque esa realidad no podrá ser permanente. ¿Qué hacer con el tenis? Ese deporte en el que empezaba a destacarme ya me ofrecía una identidad. ¿Qué haría con mi libreta llena de victorias? ¿Mandaría a pérdida todo lo aprendido para iniciar una nueva vida?

Por otra parte si tenía que pagar el alquiler de la cancha de squash mi capacidad de ahorro se vería reducida. ¿A dónde quedaría mi sueño de tener la Head Vilas? Con la emocionalidad de un chico de doce años presentía que me volvería adicto a ese juego. Tuve miedo de que mis sacrificios para ahorrar terminaran financiando esos bonos extraordinarios para jugar al squash. Llegué a casa confundido y sin saber qué hacer. Por suerte tenía hasta el fin de semana siguiente para pensar tranquilo.

Al igual que con el sexo, después de haber jugado mis partidos orgásmicos de squash, la calentura se pasó. A lo largo de la semana llegué a la conclusión de que tenía que volver al plan original: seguir jugando al tenis y ayunar para poder comprarme la Head Vilas.

—¿Hoy jugamos un rato?—, me preguntó el profesor de squash.

Como Meryl Streep en Los puentes de Madison, sentí que dejaba ir al amor de mi vida.

—No, voy a jugar al tenis—, balbuceé como pude.

Ese fin de semana apreté los dientes y además de evitar el choripán, un helado, y la Coca Cola bien fría, también reprimí el squash. Durante meses pasaba frente a esas dos canchas y un cosquilleo recorría mi cuerpo. Pero el objetivo mandaba como si fuera un militar, y yo estaba determinado a seguir adelante.

Después de muchos fines de semana a pura agua, un domingo llegué a casa y conté el dinero ahorrado: había alcanzado la cifra mágica.

—¿Qué necesitás?—, preguntó el vendedor.

—Vengo a comprar la Head Vilas.

El señor la fue a buscar y cuando volvió la apoyó sobre el mostrador. Sintiendo mis propios latidos del corazón le entregué el montón de billetes prolijamente doblados. Mientras la agarraba y abría su funda escuché unas palabras terribles:

—Con esto no te alcanza.

Lo miré a los ojos para ver si me estaba cargando. Su cara me preocupó.

—Cuando sube el dólar sube el precio de la raqueta—, me contestó compasivo, mientras me devolvía el dinero y recuperaba la Head Vilas.

Salí del local anestesiado, sintiéndome como un mineral. ¿Tanto esfuerzo para que la realidad me corriera el arco justo cuando iba a tocar el cielo con las manos?

El anuncio de la Head Vilas en los Estados Unidos
El anuncio de la Head Vilas en los Estados Unidos

El aturdimiento me afectó un tiempo. El fin de semana siguiente fui al club pero comí varias cosas. No tenía fuerzas para mi habitual disciplina. Por suerte hacía rato que tampoco tenía ganas de jugar al squash. Ya era parte del pasado. Cuando me recuperé un poco averigüé el precio en dólares para poder seguir su cotización e ir a comprarla solo cuando tuviera el dinero necesario. Los siguientes meses fueron difíciles porque cada vez que juntaba los pesos suficientes el dólar pegaba otro salto y yo parecía un chico con la nariz apretada contra el vidrio de la juguetería.

Después de otros meses de ayuno y aprovechando un precario equilibrio económico, junté el dinero y fui de nuevo a comprar la Head Vilas. Esta vez no hubo sorpresas desagradables.

El día siguiente era feriado y un amigo organizó un torneo en su club. Estrenando mi raqueta gané el campeonato. Mientras esperábamos que nuestros padres nos vinieran a buscar me propuso jugar al squash.

—¿Sabés cómo es?

—Algo, le dije.

Nos pusimos a jugar y fue la media hora más feliz en mucho tiempo.

El fin de semana volví a mi club llevando la Head Vilas por primera vez. Jugué un rato y observé que varios me miraban con envidia. Al terminar me fui a tomar una Coca; ahora podía. Pensé en todo lo que había reprimido en pos de mi sueño; pero mirando la raqueta nueva supe que no había sido en vano. Jugué otros partidos y almorcé como un rey, algo que no hacía desde mucho tiempo atrás. Nuevamente era un ser libre.

Por la tarde di vueltas y vueltas, tratando de evitar lo inevitable. Finalmente fui al departamento de mi amada, las canchas de squash.

—Qué bueno verte de nuevo—, me saludó el profesor.

—Tengo ganas de retomar.

Le pagué el alquiler de la cancha y nos pusimos a jugar. Nunca más volví a cometí el error de separarme de ese amor.

La Head Vilas siguió acompañándome al club todos los fines de semana durante varios meses aunque ni abría su funda. De alguna forma, necesitaba justificar todo el esfuerzo inútil que había hecho. Después de un tiempo sinceré la situación y empecé a dejarla en casa. Y ahí quedó, virgen y marchita.

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¿Por qué seguimos aferrados a lo que nuestro corazón ya soltó?

A veces hay que hacerse cargo de que cuando algo terminó, terminó.

Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”

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