Estaba con su hija en la AMIA cuando voló el edificio: “Vivo con culpa haberla llevado y sobrevivir sin un rasguño″

Ana María Blugerman era auditora externa de la mutual judía. El 18 de julio de 1994 fue por primera vez con su hija, Paola Czyzewski, a las oficinas de Pasteur 633. A las 9.53, la joven había bajado a buscar un café cuando explotó el coche bomba. Los recuerdos y el reclamo de justicia: “El mismo día que cumplió 21 años, en Irán decidieron que no llegue a los 22″

Historia en fotos - Paola Czyzewski - AMIA

“El 14 de agosto de 1993 le festejamos sus 21 años a mi hija. Ese mismo día, en Irán, se decidió el atentado a la AMIA. Eso está comprobado en la causa, en las investigaciones que hizo el Dr. Nisman. Nosotros celebrando sus 21 y los asesinos decidiendo que no iba a llegar a los 22″. Ana María Blugerman levanta la vista de la foto de su hija, Paola Czyzewski, sonriente en la piscina del departamento familiar de Punta del Este en enero de 1994 y lanza la sentencia. Sostiene fuerte, entre sus manos, una de sus últimas imágenes con vida. “Esa era su cara, esa era su alegría”, agrega la madre. El 18 de julio de ese mismo año, la bomba que estalló en la mutual judía la mató. Ahora, en poco menos de un mes, Paola cumpliría 50. Era la edad que tenía Ana María hace 28 años. Esa mañana, las dos estaban en la AMIA.

Aquel lunes de invierno salieron temprano del departamento de Billinghurst y Las Heras donde vivía la familia. Enseguida llegó el colectivo 95 y lo tomaron. El viaje duró 20 minutos. A Paola le gustaba el fútbol, a su madre no; pero se lo pasó hablando de la final del Mundial que se había disputado el día anterior y ganó Brasil. Bajaron en Azcuénaga, caminaron por Tucumán y llegaron a la entrada de Pasteur 633. La joven, entonces de 21 años, se quedó en la puerta charlando con el personal de seguridad. Ana María todavía la ve, parada ahí mientras le hablaba desde el ascensor. “Le dije ‘o venís o subo sola’, porque tenía que ver a una gente”. Justo antes de que se cerrara la puerta, Paola entró. El breve viaje lo compartieron con dos personas, Susy Wolinski de Kreiman y Jaime Plaskin. De los cuatro, la única sobreviviente de la masacre fue Ana María.

La mujer y Luis, su marido, tenían un estudio contable. Eran auditores externos de la AMIA, pero tenían una oficina en el edificio de la mutual. Su hijo mayor, Marcelo, y la menor, Andrea, estudiaban Ciencias Económicas y los iban a ayudar a menudo. Pero justo ese día, Ana María debía ver unos asuntos legales y le pidió a Paola, que estudiaba tercer año de Derecho en la UBA, que la acompañara. “Como empezaban las vacaciones de invierno, pensaba ir más tarde, a las 9 y pico, pero ella me pidió ir a las 8 porque a las 10 se tenía que ir… Fue la primera vez que entró a la AMIA, y no volvió a salir”, relata.

Paola se instaló en la Secretaría General para trabajar. Ana María comenzó a recorrer distintas oficinas. La primera fue la de Sepelios. Su marido estaba en el cementerio de La Tablada, haciendo una auditoría, y tenía que enviarle un fax. El único que funcionaba estaba en la Secretaría General, así que regresó, pero su hija no estaba. “Me dijeron que no entraba el fax, porque en Tablada estaba apagado. Entonces me dispuse a mandarlo de nuevo cuando sentí la explosión.”

En su departamento de Palermo, Ana María recorre una a una las fotos que eligió para recordar a su hija. Repasa su vida en imágenes. “Paola nació el 14 de agosto de 1972, en la Maternidad Italiana. Era la segunda, ya tenía un hijo de dos años. Fue toda una alegría, no solo por el nacimiento sino por el hecho de ser mujer. Acá tendría 7 u 8 meses, era cuando recién empieza a comer sentada en la sillita. Nosotros vivíamos en un departamento atrás de la cancha de San Lorenzo, muy chiquito”.

La mujer, que nació en Corrientes, es muy delgada y lleva el pelo blanco, cuenta que su hija nació prematura, un mes antes de la fecha. “Siempre digo que estaba apurada por nacer y apurada por morir. Fue un agosto muy lluvioso y frío. Hasta que cumplió un mes no la pude llevar al médico por control por el frío. Era muy chiquitita. Costaba darle de comer y lloraba bastante. Pero creció y creció rápido”, cuenta.

La siguiente imagen es junto a un Peugeot 404. Paola todavía no caminaba, pero se sostiene contra la puerta. “Siempre fue muy chiquita, inclusive de grande era la más chiquita. Ya se notaba que sería muy independiente. Cuando tenía dos años nació Andrea, así que quedó con los traumas de la hija del medio. Era malhumorada, tenía un carácter explosivo, muy fuerte. Siempre supo lo que quería. Las cosas tenían que ser como ella decía. A los hermanos los dominaba. Con el tiempo, en casa, se transformó en un reemplazo mío. Cuando nosotros viajábamos, Paola ya manejaba la casa. Era muy responsable”.

De Boedo, la familia se mudó a San Martín. De todos modos, los hijos iban a la escuela Abella Ayerza, en la calle Salvador María del Carril de la Capital Federal. Al secundario, Paola lo hizo en la ORT. “Como alumna era excelente. Tenía muy buenas notas, leía y estudiaba mucho. Hizo los cinco años en ORT y eligió la especialidad de perito mercantil con orientación a la computación, que recién se abría”.

La imagen siguiente la muestra a los 15 años en el Rosedal de Palermo. Cuando cumplió esa edad, sus padres le dieron la opción de tener una gran fiesta o una íntima, más un viaje. Y eligió lo segundo. “Nos fuimos los cinco a Cuba, a Venezuela, y después un crucero por el Caribe. Les quería mostrar a los chicos la diferencia entre el comunismo en Cuba y la vida occidental en el resto de los países. Fue un viaje de casi un mes”.

El siguiente viaje largo que hizo Paola fue a Israel, en 1990. “Hizo durante dos años un curso de lideres en Maccabi, les enseñaban distintas actividades a los chicos. Y el curso terminaba con tres meses en Israel. Estaban dos meses en un kibutz y el resto del tiempo recorrían todo el país. Era muy difícil comunicarse por teléfono, había que programar el día que uno iba a llamar. Y las cartas no venían por correo, cuando alguien volvía, las traía”. De esa vez es la carta que atesora, y lee: “Gracias por este viaje que es lo mejor. Los amo mucho, no puedo vivir sin ustedes. I love you so much, querida familia”.

Las últimas fiestas que Ana María pasó con Paola fueron las de 1993. Estaban solas, porque Marcelo y Andrea habían comenzado un viaje de mochileros por Europa. Paola planeaba juntar dinero durante el ‘94 para seguir los pasos de sus hermanos el año siguiente. Un viaje que tendría una parada familiar que jamás llegó. “En febrero del ‘95 yo cumplía 50 años. Ya habíamos arreglado que nos íbamos a encontrar el 19 de febrero, el día de mi cumpleaños, en Londres, en Trafalgar Square, a una hora determinada para festejarlo. El viaje lo hice con Marcelo y Andrea, pero no estuve en Londres. Ni Paola ni yo estuvimos”, lamenta.

El recuerdo de ese encuentro trunco devuelve a Ana María al 18 de julio de 1994. Al momento de la explosión asesina. “AMIA tenía una entrada por Pasteur, pero la parte de atrás daba a Uriburu. Fuimos para el lado de Pasteur, y vimos que no existía. Sólo veíamos lo que quedaba de los edificios que estaban enfrente. Empezamos a gritar ¡esto es una bomba! y yo también a gritar dónde está Paola. No había ascensor, no había escalera… Vi que, para el lado de Uriburu evacuaban a la gente que estaba con ella. Empecé a gritarles adónde estaba mi hija, y me dijeron que había bajado a buscar un café. En ese momento creí morir. Un policía me tiró una escalerita de bomberos, me pidió que me saque los tacos y suba, que él me iba a recoger. Quedé sobre los escombros. Se me acercó un periodista, y me prestó su teléfono. Llamé a mi marido y le dije: ‘Estalló AMIA, yo estoy afuera y Paola bajo los escombros’. Y corté”.

Luego supo que la vieron entrar al ascensor con el café que le había llevado el mozo de una confitería cercana, llamado Jorge Antúnez. En ese instante voló la AMIA. Ambos están entre los 85 muertos. El 20 de julio por la noche, un médico amigo de la familia se comunicó con ellos. Creía haber hallado el cuerpo de Paola, aunque estaba irreconocible. La familia fue con un dentista, porque estaba en tratamiento odontológico. Andrea, la hermana menor, reconoció su ropa. Fue el primer cadáver que había ingresado a la Morgue.

Al día siguiente enterraron a Paola en el cementerio de La Tablada. “Se sigue como se puede -intenta explicar Ana María, con una tristeza calma-. Es un dolor interno que llevás incorporado. Al principio fue como que no iba a seguir viviendo. Con mi marido tuvimos muchísimo apoyo de Marcelo y Andrea, tomaron la posición de padres, nos cubrieron. Pasaron 28 años y todavía te podría repetir conversaciones con Paola. Y ni hablar del 18 de julio hasta el momento del atentado. Cosas que fueron pasando durante toda la vida de ella y que te quedan grabadas. No significa que no disfrute de los nietos o estar con los chicos, pero siempre tengo una sensación de tristeza adentro y muchas preguntas: ¿qué hubiera pasado si…? ¿por qué tuvo que estar en el lugar equivocado?. Y aparte, vivo con culpa haberla llevado y haberme salvado sin ningún rasguño. Siempre digo que cuando le avisé a mi marido que había sido el atentado y que Paola estaba bajo los escombros, yo estaba parada seguramente arriba suyo”.

Para Ana María, como para casi todos los familiares de la AMIA, el atentado, el asesinato de su hija a manos del terrorismo nunca se va a esclarecer. “Un mes después del atentado empecé a ir a Plaza Lavalle con el rabino Bergman… Fue justo a las cuatro semanas. Empecé a luchar, a juntar a los familiares. Y cada vez que volvía estaba terminada. Y mi marido, que era escéptico, me decía qué pensaba conseguir. Yo le decía, ‘si cuatro locas con un pañuelo blanco derribaron un gobierno militar, nosotras vamos a saber quién puso la bomba!’ ¡Qué equivocada estaba! No nos dicen que pasó, ni quienes fueron y matan a un fiscal. La causa se embarró demasiado. Se está diluyendo. Como dicen, el tiempo que pasa es la verdad que huye”.

El 14 de agosto, Paola cumpliría 50 años. Debería haber, entre tantos retratos, el de ese día de cumpleaños. No estará, pero Ana María imagina cómo sería su hija: “Pienso que no sería más madura, porque ya lo era. Pienso que estaría luchando por los derechos humanos. Le decíamos el Llanero Solitario, siempre estaba a favor de los desposeídos. Pienso que por ahí estaría casada, que por ahí tendría hijos grandes. Ella decía que iba a tener dos hijos varones, que se iban a llamar Brian y José. Brian porque le gustaba y José porque no le iba a gustar al padre, a mi marido (sonríe). Pienso que sería una excelente abogada y estaría al lado nuestro. Sería incondicional, como lo fue siempre”.

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Realizadores: Alejandro Beltrame - Lihueel Althabe / Producción periodística: Hugo Martin / Edición: Cecilia Arizaga

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