Irina Medina (MN 151.005) nació en Quito, Ecuador, y es médica especialista en Terapia Intensiva. Hace 10 años que vive en Buenos Aires y emigró a nuestro país para cumplir su sueño: estudiar en la Argentina. Llegó con su título de médica, expedido por la Universidad Central de Ecuador, y cursó el posgrado en Terapia Intensiva en la Universidad del Salvador, en Buenos Aires.
Hoy, trabaja en dos sanatorios privados de la Ciudad. Hace 5 años que no visita Ecuador, pero quiere volver cuanto antes para ver a su familia, porque asegura que tiene el corazón dividido entre los dos países.
“Cumplí mi objetivo al venir a la Argentina y concreté el sueño que tenía de especializarme en lo que hoy salva vidas. Hice mucho más de lo que planifiqué, porque el amor a mi profesión me lleva a seguir creyendo que es posible tener un mundo pospandemia más solidario y consciente de que las acciones individuales tienen un impacto en lo colectivo”, le dijo Irina a Infobae.
Después de haber trabajado sin respiro desde que empezó la pandemia, revela que hubo muchos cambios puertas adentro de la terapia intensiva, tanto para quienes allí trabajan como para los pacientes, aunque resalta que hoy se encuentra más calmada y esperanzada gracias a las vacunas. Sin embargo, se angustia cuando siente que su lucha es en vano porque hay personas que aún rechazan la vacuna por miedo, desconocimiento o porque, directamente, no creen en la existencia del virus.
“Los antivacunas siguen haciendo fuerza para que la gente no se inocule y ponen en duda todo el trabajo de los científicos, tanto a nivel nacional como internacional. Estamos luchando contra un virus que la gente desmiente en las redes sociales. Es una batalla que te hace sentir inútil. Rechazar la vacuna es una bofetada para los científicos”, lamentó.
“Me molesta muchísimo que me digan que el virus no existe y que las vacunas no sirven, porque todo el tiempo estoy trabajando con pacientes graves y con todas las consecuencias que eso conlleva. En terapia intensiva, tuve poquísimos pacientes vacunados. Llegó un señor de 96 años con comorbilidades, tenía una sola dosis de la vacuna y no necesitó respirador. Le dimos el alta porque se recuperó perfecto y eso fue por la vacuna, que definitivamente cambió la realidad actual en comparación con 2020. Desde que empezaron a vacunar, la población en los hospitales y sanatorios es otra. Hoy, los pacientes son los no vacunados”, advirtió.
En estos dos últimos meses, atendió a más enfermos que se complicaron más rápido. Son personas muy jóvenes que están mucho más tiempo en terapia intensiva, que desarrollan un pulmón rígido que no mejora con la ventilación mecánica y que mueren por fallas multiorgánicas.
“Los pacientes repiten el mismo ciclo y tienen las mismas historias clínicas: comienzan con síntomas, se les coloca una cánula, luego una máscara reservorio, después tienen ventilación mecánica, posteriormente se los prona y, finalmente, llegan las infecciones. Son historias repetidas. Sin embargo, a pesar de tomar todas la medidas de precaución y de estar vacunada, una persona se puede contagiar y morir. El COVID existe: es absurdo no vacunarse cuando ya tenemos una alternativa para frenar la mortalidad de algo prevenible... El COVID es prevenible: se puede tratar y mitigar el riesgo con la vacuna. En cambio, hay otras enfermedades que son incurables, pero este no es el caso”, explicó.
“Quiero abrir la ventana de la realidad del trabajo al que nos enfrentamos, por la gravedad de los pacientes. Quizás, a ustedes los impacten la cantidad de máquinas o el equipo de protección personal que usamos, pero lo más impactante es mirar cómo el cuerpo se va destruyendo por la enfermedad y, también, nuestra lucha minuto a minuto para que eso no ocurra”, aseguró.
Irina afirma que muchas parejas son hospitalizadas, pero hay casos en los que uno de los integrantes sobrevive y el otro no. Además, trata a pacientes jóvenes que estaban sanos, que no tenían comorbilidades, y que -en algunos casos- desencadenan un cuadro irreversible y fatal.
“Es difícil ver tantas muertes, a pesar de que hemos estudiado para atender a pacientes críticos... pero nunca como estamos viendo ahora. Tanta enfermedad y sin antecedentes… Todo cambió. El año pasado, cuando no había vacunas, recibíamos a pacientes mayores de 70 años que eran muy activos en sus vidas, pero en los que la enfermedad repercutía mucho. Ellos no estaban tanto tiempo en terapia intensiva como los pacientes que tenemos ahora, que son de mi edad. Eso me hace pensar, permanentemente, que yo misma puedo ser la próxima paciente”, sostuvo.
Irina recuerda que el paciente más joven que atendió tenía 31 años y el más grande 96, pero este último se enfermó el año pasado. Ahora, el 90% de los ingresados a terapia intensiva son menores de 60 años y, tal vez la mitad, tiene menos de 40.
“Me impacta cuando tengo que hacer un acta de defunción y veo la fotografía del DNI del paciente, porque no tiene nada que ver con la imagen que yo vi de esa persona. La ves sonriendo…. Me cuesta reconocerlos, porque son dos personas totalmente diferentes y eso me afecta mucho”, se sinceró.
Una de las ventajas de 2021, es que hoy se dispone de mucha más información que el año pasado, donde los médicos luchaban casi a ciegas, contra un virus completamente desconocido y que procuraban tratar con protocolos utilizados para enfermedades similares.
Por el equipo de protección que deben usar todas las personas que trabajan en terapia intensiva, algunos procedimientos cotidianos, como una sutura o la colocación de una vía central, se volvieron más complejos ya que -por ejemplo- las manos de los médicos ya no tienen el mismo tamaño que antes, ni poseen la misma noción del movimiento. Todo eso dificulta la tarea diaria, aunque luego de tantos meses, Irina ya se acostumbró.
“Tengo el estrés de tener que intubar con mis propios lentes, más las gafas, más la máscara... y eso sumado a todo el equipo de protección personal que da calor, porque es de plástico y te hace sudar. Al principio, fue durísimo. Un día, me sentía tan cansada que pensaba que me iba a desmayar. Estaba tan transpirada que tuve que bañarme y pedir un nuevo equipo”, contó.
“Los pacientes casi no nos pueden ver por todo el equipo de protección que llevamos puesto. Somos una figura que no parece humana pero, al menos yo, me acerco bastante a sus caras para explicarles todo y para que, por lo menos, me vean los ojos. Ellos no saben cómo somos, pero les damos la mano y es duro, porque todos los pacientes tienen mucho miedo. Algunos, se ponen agresivos porque tienen terror de lo que les pueda pasar y nos amenazan con hacernos algo, pero es entendible y solo lo hacen porque tienen temor”, manifestó.
El gran miedo que sobrevuela por la cabeza de los pacientes que ingresan a terapia intensiva es que necesiten ser intubados. Antes del procedimiento, los médicos les explican los motivos por los cuales tomaron esa decisión y les piden que llamen a un familiar para avisarles. Los llantos causados por el temor son lógicos, pero la mayoría se resigna y lo acepta, aunque algunos primero se niegan.
“Un paciente de 35 años me decía que no quería que lo intubara, mientras yo le explicaba los beneficios que iba a tener por su grave cuadro de salud. Antes del procedimiento, le presté mi celular para hablar con su esposa y pasó un mes intubado. Estuvo a punto de morir en varias oportunidades, pero finalmente pudimos darle al alta. Era mirarlo y pensar que tenía casi mi misma edad. Fue una lucha de todo el equipo médico para que pudiera vivir. Ver esos resultados nos da esperanzas, porque casi el 60% de los pacientes mueren en terapia intensiva”, indicó.
Irina explica que los contagiados llegan a terapia porque evolucionaron mal en su cuadro clínico. Muchos no quieren hablar porque están asustados y lo primero que le preguntan es cuánto tiempo van a estar intubados. Les contesta que es imposible saber la respuesta.
Muchas personas tienen cerca suyo una cruz o alguna imagen de su religión. También, los médicos les piden a sus parientes que les lleven fotos familiares, para que puedan sentirse menos alejados de la realidad y más contenidos mirando caras conocidas.
Cuando se recuperan adecuadamente y pueden ser extubados, algunos deben ser traqueotomizados y necesitan rehabilitarse para volver a hablar.
“A veces, se enojan porque no pueden moverse por los efectos de las drogas. No pueden mover ni un dedo, algo tan sencillo como eso. Me miran con cara de frustración y les saco el barbijo para poder leerles los labios, porque es la única manera que tengo de comunicarme con ellos”, dijo.
En otra parte de la entrevista, puso de resalto que hoy se habla mucho del paciente, pero no tanto de los médicos y de todo el personal de salud, que a diario expone su vida para salvar otras. Sin embargo, se apresura a hacer una aclaración.
“No me gusta cuando dicen que los médicos somos héroes o que estamos en el campo de batalla, porque nosotros elegimos esta profesión por vocación pero no para ser mártires, ni para morir por otra persona. No me gusta que nos pongan en esa condición heroica: no somos héroes y no morimos por nadie. Queremos que las personas vivan y creo que ninguno aceptó ser médico para morir por otro. Ningún profesional haría eso. Tenemos que ser resilientes, pero no significa que esto no nos afecta. Tenemos que humanizarnos lo más posible y este es el momento. Espero que la pandemia nos haga reencontrar, porque es una oportunidad para cambiar. Estoy segura que alguien va a escuchar y va a querer cambiar”, expresó.
“Nosotros también tenemos una historia de vida, porque también nos enfermamos y también nos morimos. El riesgo de que nos enfermemos está latente, porque estamos en permanente contacto con el virus. Cuando un compañero tose, lo miramos de reojo. Comemos solos, mantenemos las distancias y la soledad nos afecta. Se habla mucho de los pacientes, pero poco de los médicos y de todo el personal de salud como humanos. Tenemos familia, sueños y miedo. Quiero que se nos vea como los humanos que somos y no como alguien lejano, que parece una máquina y maneja un ventilador. Es un gran esfuerzo que hicimos para llegar hasta acá”, afirmó.
Corría 2020, cuando iban algunos pocos meses de pandemia y una noche, después de una guardia, Irina se despertó en su casa y sentía que le faltaba el aire. Empezó a sudar frío y tuvo una crisis de angustia. Desde entonces, los dolores de cabeza se manifestaban a diario. Sentía el desgaste en su cuerpo y en su mente, y entendió que era el momento de consultar con una psicóloga. Ella, le brindó las herramientas para lograr un poco de calma.
“Ahora, tengo mucho menos cabello que el año pasado, ya que se me cayó por el estrés. El equipo de protección me lastimó y me manchó la piel. Me había cambiado hasta la imagen y yo me preguntaba cómo iba a poder ayudar a otras personas si no me estaba cuidando a mí misma. La psicóloga me dijo que hay cosas que nosotros no podemos resolver: tenemos que lidiar con la frustración de saber que, aunque hagas todo lo posible, no siempre va a funcionar y los pacientes van a evolucionar mal. Tuve que hacer ese trabajo porque me estresaba muchísimo: siempre quería hacer más y, cuando no funcionaba, era muy frustrante”, recordó.
“Los médicos intensivistas tenemos un montón de factores de riesgo para que nos pasen muchas cosas y nos contagiemos de enfermedades. Si no tenemos cuidado con nosotros mismos, no podemos ayudar a los pacientes. Somos pocos y no hay manera de suplantarnos tan fácilmente”, afirmó.
Otro cambio que experimentó en 2020 fue en su relación con los demás, ya que evitaba verse con su entorno por temor a contagiarlos. Todavía hoy, procura no verlos para protegerlos, aunque le resulta muy duro.
“Siempre fui muy sociable y de salir con mis amigos. Ahora, voy del trabajo a mi casa, y viceversa, porque aún tengo miedo de ser una fuente de contagio. De todos modos, hoy me siento un poco más tranquila. El año pasado me tenía que mudar. Había visto en las noticias que, los médicos que trabajaban con pacientes con COVID, eran amedrentados en sus propios edificios. Tenía miedo que me hicieran lo mismo por mi trabajo como intensivista: me sentía en el ojo de la tormenta, pero por suerte no me pasó”, dijo aliviada.
Pero, ¿hay algún momento del día, luego de terminar con su guardia, en que Irina verdaderamente logre desconectarse por completo de tanta angustia, adrenalina, presión y preocupación? Ella misma lo responde con un rotundo, no.
“Nunca te desconectás al 100%. Trato de hacer cosas diferentes pero, aunque me quiera desconectar del COVID, por todas partes me bombardean con el virus. Incluso, si quiero ver la televisión. Trato de estar en mi casa y descansar, porque trabajo de noche y eso también es duro para vincularme, porque siempre estoy durmiendo cuando alguien me escribe. Los horarios nocturnos son insalubres y trabajar un día durante 24 horas es muy duro, porque es un gran riesgo para nuestra salud, pero también, para la de los pacientes: no es lo mismo atenderlos a las 10 de la mañana que a las 3 de la madrugada. Pero, claro, las enfermedades no se frenan por el horario”, dijo.
Después del trabajo, Irina se pone a estudiar muchas horas para estar actualizada y al tanto de las últimas novedades del COVID y su tratamiento. Hace cursos y se actualiza con los protocolos.
“Tenemos que atender a los pacientes, pero para eso, hay que seguir estudiando. Eso sí, cuando estás tan cansada, en un descuido te va la vida. Es así cuando son tantas horas de trabajo. Como faltan intensivistas, tenemos que atender a más personas. El cambio de un tubo endotraqueal lo hago siempre sola, pero una vez -de madrugada- tuve que llamar a mi coordinador para que me ayude, porque con tanto cansancio tenía miedo que al paciente le pasara algo. Fue la mejor decisión. ¿Sabés por qué? Porque es bueno poner esos límites y decir “hoy puedo hacer esto y lo hago hasta acá”, porque somos humanos y también nos cansamos”, indicó.
Una colega le contó que su madre, por temor a perderla, le rogaba que dejara el trabajo y le pedía que pensara en sus hijos. Por otro lado, los salarios bajos y la necesidad del pluriempleo, hacen que los intensivistas se estresen más y tengan una vida difícil.
“La señora de las plantas”, así la llaman sus amigos porque, en sus tiempos libres, Irina se refugia en la jardinería. También, juega con su gata Luna y disfruta de sus clases de baile de música urbana, “Dance Hall”, Sin embargo, por el momento, prefiere hacerlas de manera online y no presencial.
“Hablo por teléfono con mis amigos y evito que sea de temas médicos. Y estoy siendo más estricta con el descanso, para poder dormir más horas y mejor. Después de una guardia, necesito dormir mucho para poder recuperarme. Ni el café, ni la comida reemplazan al sueño y su falta provoca trastornos en la salud a futuro”, enfatizó.
Irina llegó a la Argentina con su título de médica y, como ya contó antes, su sueño era estudiar en nuestro país. Por eso, cursó aquí la especialización en terapia intensiva. Con tristeza, recuerda algunas situaciones desagradables que le tocaron vivir por el simple hecho de ser extranjera y haber elegido a la Argentina como su casa.
“Una vez, un paciente me atacó por ser extranjera y le pedí a un colega que siguiera con la consulta. En otra ocasión y durante un examen, un profesor me reprochó que veníamos a quitarles el trabajo a los médicos argentinos. Y ese, es un discurso que aquí se repite bastante”, lamentó.
“Vine a estudiar, pero me quedé a trabajar tanto para los argentinos, como para los extranjeros. Hay un discurso que venimos a estudiar gratis y eso no es así: los posgrados son pagos hasta en las universidades públicas. Pagué tres veces más por ser extranjera, así que no estudiamos gratis: pagamos el triple y, además, pagamos la vida acá, la documentación, los papeles... Un estudiante extranjero no le está quitando el lugar a nadie y es injusto que se piense eso. Vine pensando en la calidad académica de Argentina y por eso me quedé. Acá, se invierte mucho en investigación. Además, yo también hice una inversión muy grande para poder llegar a la Argentina y hay que tener unas agallas enormes para dejar tu país. Logré mi sueño y no huí de nada, por eso disfruté la emigración”, expresó.
Finalmente y después de 10 años en el país, Irina admite que planea irse por varios motivos. Tampoco cree que vuelva a Ecuador, ni a otro país de Latinoamérica, aunque aún no decidió su próximo destino, pero fundamentó su decisión.
“A veces, siento que no se valora a nuestra profesión, a pesar de todo el esfuerzo que estamos haciendo y de los estudios que cursamos. Estar lejos de la familia se hacer difícil y uno va pensando qué es lo más importante para su vida. Cumplí mi sueño, que era estudiar en la Argentina. Vine feliz con mi elección pero, si ahora me voy, no regresaría a Ecuador y tampoco emigraría a otro país de Latinoamérica. No solo me iría por la situación económica de la Argentina, sino porque cuando te haces más grande, vas pensando en tener una estabilidad financiera, una casa, una jubilación... Y, Latinoamérica no te da eso”, destacó.
Hace cinco años que no vuelve a Ecuador y extraña mucho a su familia, en especial a sus padres. Para cerrar la charla, Irina recuerda una conversación con su madre, quien nunca deja de preocuparse por su hija, ni por los riesgos que corre derivados de la vocación que abrazó con tanta voluntad, pasión, responsabilidad y compromiso.
“Le dije a mi mamá que, si me muero, tiene que pensar que yo hice todo lo que quise. He sido feliz, a pesar de todo lo que pude haber pasado. Y creo que ese es un gran consuelo para ella, porque para mí, realmente ha sido una buena vida”, finalizó.
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