Romina Cirer (39) es abogada y vive en Munro junto a su hijo, Benjamín (8). Ambos compartían la mayor parte del tiempo con los padres de Romina, ya que ellos vivían en la casa de adelante. Hasta que en noviembre del año pasado, el COVID-19 golpeó duro a esta familia y ya nada volvió a ser igual.
Su padre, Antonio Enrique Cirer, (70) murió el 27 de noviembre de 2020 y su madre, Griselda María Magrini, (66) falleció el 2 de febrero de este año. En dos meses, Romina y su hermano, Martín (34) perdieron a sus padres. Hoy, 27 de mayo de 2021, Antonio y Griselda hubieran festejado su aniversario: 50 años juntos. Hoy, también, se cumplen 6 meses de la partida de Antonio.
El 11 de noviembre de 2020, Romina volvía de su trabajo -al que solo asistía una vez por semana- y comenzó con una inusual y severa cefalea. De inmediato, se aisló junto a su hijo y evitó el contacto con Antonio y Griselda, quienes permanecieron en la otra casa. Como los síntomas seguían empeorando, Romina fue hisopada y dio positivo. Debió ser internada por 10 días en la Clínica Olivos junto a su hijo, ya que fue considerado portador asintomático al ser contacto estrecho de su madre.
“Era un dolor muy fuerte, como si me estuvieran cortando el cráneo por la mitad. Enseguida, empecé con chuchos de frío, un dolor de cuerpo increíble y, finalmente, levanté fiebre. Me internaron y me dijeron que tenía neumonía bilateral, con colapso de los pulmones en un 50%. Saturaba muy bajo y estuve con oxígeno. El 20 de noviembre me dieron el alta, pero ese mismo día la internaron a mi mamá. Mis padres también dieron positivo de COVID-19. Ella estaba muy agitada y saturaba muy bajo. Como yo todavía no tenía el alta, solo me podía comunicar por WhatsApp”, le contó Romina a Infobae.
Su mamá Griselda (66) padecía de obesidad y de asma leve. En los últimos años, había cursado cuatro neumonías. Por la gravedad de su cuadro, tuvo que ser internada en el CEMIC de Saavedra. Su padre, quien al principio no presentaba síntomas, se quedó en la casa junto a Romina. Al día siguiente, su madre le mandó un mensaje por chat, en el que le pedía que no se asustara y que cuidara a su nieto: la iban a entubar.
“Ro, estoy muy agitada. No quiero que te asustes pero vino el médico a avisarme que más tarde me van a entubar y dormir. Cuidá a papá. Cuídense todos”, alcanzó a escribir Griselda antes de ser llevada a Terapia Intensiva.
“Fue una angustia horrible. Ni siquiera podía estar con ella, porque yo seguía contagiando hasta el 26 de noviembre. Tuve que contener a mi papá y a mi hermano. Además, no me sentía bien porque -a pesar de que no tengo ningún factor de riesgo- de la internación salí con varias secuelas, como tres soplos en el corazón, pinchazos en la espalda, falta intermitente de gusto y olfato, y hasta hoy me agito al caminar. Esa noche, mi mamá sufrió dos paros cardíacos, pero lograron sacarla. Su cuadro era crítico. Desde entonces, cada día rogaba que el teléfono no sonara porque significaba que le había pasado algo malo. Lo mejor era que el teléfono nunca sonara”, dijo Romina.
En paralelo con la internación de su madre, la salud de su padre empezó a deteriorarse y comenzaron a aparecer los primeros síntomas del COVID-19. A diferencia de Griselda, Antonio no tenía factores de riesgo, pero no estaba saturando bien y tenía 39 grados de fiebre. Fue internado en la Trinidad de San Isidro, donde falleció en apenas tres días.
“Mi papá era un roble y estaba sano. Subió caminando a la ambulancia y me dijo que volvía en unos días. Lo internaron en Terapia Intensiva y le pusieron una máscara de oxígeno con reservorio. El 26 de noviembre me llamó por teléfono muy tarde, algo inusual en él. Me dijo: “Romi, preparáte porque ésta no la paso”. Lo reté y seguimos hablando de otra cosa. Al rato me dijo: “El 29 voy a ser libre”. No entendía de qué me hablaba y le pedí que se cuidara. Murió el 27 de noviembre y el 29 fue su entierro. De eso me hablaba. Mi primera salida -cuando me dieron el alta del COVID- fue ir a reconocer su cuerpo. Cuando lo llevamos al cementerio, me avisaron que mi mamá había vuelto a sufrir otro paro cardíaco”, expresó.
Como el cuadro de su madre seguía empeorando, Romina y su hermano fueron autorizados a visitarla un tiempo mínimo, pero al menos les servía para acompañarla un ratito y verla detrás de un vidrio, ya que Griselda estaba entubada.
“Tenía el respirador al 100%, así que tuvieron que hacerle una traqueotomía, pero aún así no lograban una mejoría. Tenía una sonda nasogástrica y otra vesical. Suero, antibióticos... Estaba invadida por todos lados y, cada día, había peores noticias. Hasta que finalmente, se empezó a recuperar pero de a poco. La dejaron aislada y nos permitieron estar con ella. Le llevaba grabaciones de sus tres nietos y le hacía escuchar sus canciones favoritas, aunque estaba sedada. Después, se despertó y mejoró, pero no podía hablar por la traqueotomía. Estuvo 50 días internada en el CEMIC. Después, la trasladamos a una clínica de rehabilitación, para que pudiera recuperarse tanto físicamente como a nivel pulmonar. Ya estaba mejor y no querían que se contagiara una bacteria”, destacó.
Después de mucho buscar un lugar adecuado, el 31 de diciembre de 2020 Griselda fue internada en la clínica Santa Catalina, en Balvanera. Pero, para Romina, el proceso no fue nada simple.
“Mi mamá era obesa y no hay muchos lugares que reciban a personas con su peso. El traslado también fue difícil de conseguir, porque no había camillas adecuadas. Nos rebotaban y decían que no tenían gente capacitada para movilizarla. Santa Catalina fue el único lugar donde la aceptaron y la trataron muy bien desde el primer día, a pesar de que llegó el 31 de diciembre a las 23 horas. Como era una fecha tan especial, le pedí a mi hermano que viniera con sus hijos y yo llevé al mío. Fue la última vez que mi mamá vio a sus nietos”, se lamentó.
Como Griselda se iba recuperando, empezó a preguntar por su marido, ya que aún no sabía que había fallecido. Romina sintió que había llegado el momento de revelarle la verdad y pidió la ayuda de una psicóloga para poder contenerla mejor.
“Se lo contamos con mi hermano y se puso a llorar desconsoladamente. Al rato, nos dijo que ya lo sabía, porque mi papá se lo había dicho en un sueño. Por lo que nos dijo, fue en el mismo momento en el que ella tuvo el paro cardíaco, cuando a papá lo estábamos enterrando en el cementerio. Nos contó que vio un camino con luces, que mi papá la frenó y le dijo: ‘No, todavía no. Quedáte un ratito más con los chicos’”, expresó.
El 29 de enero, fue la última vez que Romina vio a su madre con vida. Había salido del trabajo y fue a visitarla a la clínica. A pesar de que solo la dejaban estar 10 minutos, Griselda le pidió insistentemente que no se fuera y se terminó quedando más de una hora.
“Mi mamá era muy coqueta. Me pedía que le pasara crema, que la perfumara y que la peinara. Ya no tenía más la traqueotomía, ni la sonda nasogástrica. Ya respiraba y comía sola, se sentaba... Me quedé un montón, porque me insistía en que no me fuera. Al otro día, me llamó por teléfono y me dijo que el sábado quería ir a la confitería de la clínica con mi hermano y conmigo. Ya la podían trasladar hasta ahí en la silla de ruedas. Hablamos muy bien, pero al otro día me llamaron para decirme que en apenas una hora había desmejorado mucho: tenía fiebre alta y estaba descompensada. Se quedó dormida, no podía respirar bien porque no saturaba y había que trasladarla urgente a una clínica con Terapia Intensiva para volver a entubarla. Otra vez, fue un drama conseguir el traslado y, además, encontrar una cama libre”, indicó.
Griselda fue trasladada al Sanatorio Güemes, donde Romina vio a su madre muy desmejorada. Se descartó una reinfección por COVID-19 y se buscaba una bacteria, pero terminó falleciendo en dos días por una secuela del coronavirus, ya que su cuerpo había quedado muy dañado. Tenía el corazón agrandado y los pulmones en pésimo estado.
“Estaba toda hinchada. Fui en la ambulancia con ella y el médico le pedía que aguantara... porque se nos iba. Tenía 4 de presión arterial. Cuando llegamos, le dije al oído que era su decisión quedarse o irse, pero que no se quedara por nosotros, que íbamos a estar bien. Estaba sedada, pero abrió los ojos y me miró. Después de tres horas de trabajo, los médicos lograron estabilizarla en el shock room. A las 4 de la mañana, la pasaron a una habitación. Tenía un shock séptico, que había atacado a varios órganos, y estaba cursando una nueva neumonía. Era una secuela del COVID. Nos dijeron que el panorama era horrible. ‘No esperen mucho’, nos advirtieron”, recordó.
Al otro día, Romina recibió un llamado donde le avisaban que su madre necesitaba diálisis y que, al igual que sus riñones, otros órganos habían empezado a fallar.
“Me llamaron a las dos de la mañana y, como ya me había pasado con mi papá, presentí que mi mamá había muerto. Fue el 2 de febrero. Llegué con mi hermano al sanatorio y ya estaba en el saco mortuorio. Querían que solo entrara uno de los dos para reconocerla, pero ambos nos queríamos despedir. Era nuestra mamá y sabíamos que nunca más la íbamos a volver a ver. Finalmente, pudimos hacerlo”, afirmó.
“En dos meses, me quedé sin papá y sin mamá. Desde entonces, vivo dentro de una película de terror y todos los días me entero de algún conocido que falleció, o que está internado grave. Por otro lado, el miedo a volver a contagiarme me gana. Tengo terror de volver a pasar por lo mismo. Ahora, mucha gente que nos conoce me dice que, desde que mis papás murieron, tomaron conciencia de que el COVID te puede matar”, finalizó Romina.
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