Gabriel Benayon estaba estudiando en una escuela talmúdica de la ciudad de Tzfat, Israel. Era mediados del 2000. Planeaba al año siguiente obtener una beca en un renombrado seminario rabínico en Morristown, Nueva Jersey. Había sido admitido luego de buenas recomendaciones de los rabinos. Desbordaba de felicidad: su sueño siempre había sido servir a la comunidad judía. Comenzaría los estudios en octubre. Un mes antes, mientras estaba visitando a su familia en Montevideo, su vida cambió para siempre.
Escribió: “Un día, aún recuerdo con mucha claridad lo que sucedió, mi hermana llegó muy agitada y nos dijo que le había aparecido una protuberancia en el cuello. De inmediato, nos dimos cuenta de que era posible que pudiera tratarse de un tumor”. La imagen la recuerda nítida: interrumpió en su habitación, mientras hablaba con su madre. Sabrina, de 17 años, debía operarse con urgencia de un tumor en la tiroides. Gabriel era tres años mayor. La factibilidad de la muerte cercana y la catástrofe familiar trastocó su equilibrio.
Escribió: “Desde el momento que me enteré de la situación de mi hermana hasta el día de la cirugía, mi preocupación fue incesante y en aumento”. Programaron la operación dentro de seis semanas. Para entonces, Gabriel ya debería haber iniciado los estudios en la yeshivá. La duda lo invadió. La angustia ya era dominante. No sabía si quedarse para secundar el proceso o iniciar el seminario en la fecha establecida.
Se quedó y aplazó sus estudios. “Decidí quedarme no solo para acompañar a mi familia, sino porque sabía que si la operación no hubiese sido exitosa, no me lo habría perdonado”, explicó. La extracción del tumor fue exitosa. Con tres semanas de retraso en los estudios, llegó a Nueva Jersey. El alivio de la salud de Sabrina fue desplazado por una coyuntura adversa: el curso acelerado del seminario y el aplazamiento de las lecciones nublaron su juicio. Todo se había complicado. Atrás quedó la cancelación del susto por la enfermedad de su hermana.
Escribió: “Era un jueves por la noche, recuerdo que me desperté muy agitado. Había tenido una terrible pesadilla en la que veía la tristeza de mis padres ante la desafortunada noticia de que mi hermana ya no estaba con nosotros. En el sueño, esta escena se veía muy real. Bajé de la cama. Al principio me encontraba intranquilo, pero luego entendí que se trataba de un mal sueño y decidí volver a acostarme”.
La imagen lo atormentaba. No podía conciliar el sueño. La dinámica se repitió tres noches seguidas. La pesadilla era recurrente. Una vez se despertó alarmado, corrió a llamar a sus padres para preguntarle sobre la salud de su hermana. “Mi papá contestó el teléfono y al percibir mi preocupación me preguntó si yo estaba bien. Le respondí que sí, que deseaba saber cómo se sentía ella. Mi padre respondió que gracias a Dios estaba muy bien. Sin embargo, aún después de escuchar esto, me sentía ansioso y necesitaba cerciorarme por mí mismo, así que le pedí que la pusiera en la línea”.
La agobió con un sinfín de preguntas. Sabrina insistía: “Está todo bien. No tenés que preocuparte”. Pero la confirmación no le bastaba. Cuando cortó la llamada, descubrió que el que no estaba bien era él. “Me di cuenta de que algo andaba mal conmigo, no era el mismo de siempre. Me sentía muy angustiado sin ninguna razón aparente. Mis padres y mi propia hermana me habían asegurado de que todo estaba marchando en forma excelente, pero pese a sus comentarios mis miedos eran cada vez más intensos. Solo con recordar la terrible pesadilla de la noche anterior, me deshacía en llanto”.
Lo que escribió lo hizo en su libro De mi ansiedad a tu felicidad, publicado en 2015. El primer capítulo sintetiza su historia. Uruguayo nacido en Montevideo el 23 de noviembre de 1980, de tradicional familia sefaradí, rabino desde 2009, casado, padre de seis hijos, radicado en Panamá hace veinte años, su historia se reduce al evento que alteró su mapa. Hasta entonces no sabía qué era la ansiedad o los ataques de pánico. “Justamente por no saber lo que me estaba pasando lo sufrí muchísimo, mi experiencia fue mucho más tortuosa. Pensé que literalmente me estaba volviendo loco. Sentí que mi vida había sucumbido, que estaba viviendo una maldición”.
No la denomina enfermedad: es una distorsión cognitiva que provoca distorsiones emocionales. La define, en su libro, como un “terrible dolor en el alma que parece infinitamente más insoportable que cualquier dolor físico”. “El mismísimo infierno en la Tierra -describió-. Fue una de las situaciones más terribles que una persona puede pasar”. El tumor en el cuello de Sabrina despertó un monstruo. La transición fue asfixiante: escaló hasta límites intolerables. “Primero comencé con muchos pensamientos obsesivos. Tenía todo tipo de pensamientos catastróficos sobre el futuro incierto de mi hermana. Luego, esos pensamientos bajaron al plano emocional: empecé a tener angustia, a sentirme deprimido, nervioso, me costaba tomar decisiones. Y finalmente llegaron los síntomas: náuseas, sudoración, cambios en la vista, claustrofobia, se me había ido el apetito por completo, bajé de peso muy rápidamente, perdí vitalidad, me sentía fatigado. Me veía al espejo y no me reconocía. Estaba despersonalizado. Algo había cambiado dentro mío. Tuve taquicardias, palpitaciones, imposibilidad para dormir. Hasta que llegaron los ataques de pánico, la experiencia más terrible que me ocurrió. Sentís que la muerte es inminente. En esos diez minutos, la sensación del miedo profundo es algo muy difícil de soportar. Uno quiere escapar pero no puede. Fueron la cúspide de mi malestar”.
El martirio duró tres meses. Evadió el círculo de la ansiedad de manera circunstancial, accidental. El rabino hasta lo calificó de milagroso: “Un amigo de la familia nos dijo que vayamos a chequear mi tiroides. Porque, cuando la tiroides funciona en desbalance, puede generar ansiedad. Un estudio determinó que yo tenía un problema de tiroides. Entonces cuando escuché que mi problema respondía a un motivo biológico, me quedé tranquilo porque toda mi locura venía por un problema de tiroides”. Ese diagnóstico recompuso las posiciones de poder. “Empecé a tener control de la situación porque comprendí que si se arregla la tiroides, se arregla la ansiedad. Me tomaba mi pastilla todos los días y yo creía con fe ciega que en unos meses iba a estar perfecto. Eso cambió todo. Mi mente se enfocó en el lado positivo. Por fin estaba entendiendo lo que me estaba pasando. Por tres meses, me tomé la pastilla. Y funcionó”.
En los Estados Unidos, durante su estudio becado, se quedó sin pastillas. No retomó el tratamiento. Los episodios habían desaparecido. A los seis meses, ya instalado en Panamá, volvió a ver a un endocrinólogo. El profesional le dijo, para su desconcierto, que su tiroides estaba en perfecto estado. Cuando revisó los informes médicos que le habían hecho en Uruguay, concluyó: “Acá se equivocaron, nunca tuviste un problema de tiroides. Vos te curaste porque dejaste de pensar en tu problema. La pastilla de la tiroides fue un placebo”.
Gabriel Benayon comprendió con los años que su tránsito por el trastorno de ansiedad fue designio divino. “Me sirvió para sentir en carne propia lo que siente una persona que sufre ansiedad o ataques de pánico. No aconsejar desde los libros o la teoría, sino desde mi propia experiencia. Toda mi vida quise ser rabino y proyectarme a través de la enseñanza y el ejemplo”.
Su visión es distinta. Interpreta que, en general, los líderes religiosos ocultan sus carencias y se presentan como “perfectos”. Él, dice, comparte su historia sin tapujos y desde la vulnerabilidad. Sugirió que “un rabino en pánico” no es algo que se vea todos los días. De ahí la voluntad de su testimonio, de ahí su libro. Su análisis esconde una crítica a los actores encumbrados de las sociedades: “Un rabino, un líder religioso, un maestro o un gurú son personas que ayudan a los demás, pero desde una posición de ‘superación’. Son los dueños del consejo. Mi idea es que si Dios me mandó estos desafíos son para compartirlos con la gente. Desde los lugares más oscuros es de donde surge la luz más profunda. No me toca enseñar desde la teoría, sino desde la experiencia personal, desde los errores o los momentos más difíciles. Todos nos encontramos en un mundo muy difícil, muy complicado, muy egoísta, muy corrupto. Poder enseñar desde los desafíos hace más real la interacción humana. Desde una posición en la que compartimos las mismas penas, las mismas dificultades”.
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