El 10 de septiembre se conmemora todos los años, un día de concientización sobre una situación, el suicidio, que ha ido incrementándose inevitablemente en función de un mundo en el cual, a una situación de ausencia de perspectivas existenciales, la pandemia, las crisis socioeconómicas, etc., ha adquirido un perfil más preocupante: el suicidio.
La fecha fue establecida desde 2003 como “Día Mundial de la Prevención del Suicidio” por la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (IASP) y avalado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y tiene como objetivo crear conciencia acerca de su prevención. En este año 2023 la consigna es igual que los dos anteriores “Creando conciencia a través de la acción”, y de eso se trata, salir de cierto oscurantismo en temas tabú y actuar proactivamente.
Las estadísticas son quizás parciales, pero se dice en función de estas que cada 30/40 segundos hay un suicidio en el mundo. Un grupo de trabajo referente en estudios preventivos presentó diversos informes sobre la depresión, reflejados en un artículo de la prestigiosa revista JAMA de la Asociación Médica Americana de este mes de junio, donde incluyen el factor del cual señalan: “Se habla poco, pero se ha incrementado en el mundo durante y especialmente en la pospandemia: el suicidio” y donde sugieren empezar a evaluar de forma activa en prevención. Las acciones autolesivas, los suicidios incompletos, frustrados o no logrados, son la base desconocida de ese iceberg, con lo cual la magnitud del problema, considerando estos equivalentes suicidas, es imposible de imaginar.
Por otro lado, existen mitos alrededor del tema (“El que avisa no lo hace”, “Busca llamar la atención”, “No dejó carta” etc.), por ejemplo, suponer que no abarca a todas las clases sociales y sociedades o relacionarlo con una enfermedad en particular como la depresión y una forma de manifestarla, la tristeza.
Estos mitos nos alejan de la real posibilidad de abordar el problema en la proporción que ha adquirido. La toma de conciencia respecto al suicidio también implica sacar del tabú un tema que conmueve, junto a la desestigmatización de las enfermedades mentales, y ayuda a salir de esos lugares comunes y mitos respecto a una real y grave emergencia médica.
Una mirada que busque correr los velos de estos tabúes y mitos muestra ciertos elementos a veces paradójicos, contrarios al “saber corriente”. Entre estos, el aumento de casos de suicidio en pacientes bajo medicación antidepresiva.
Este tema, cuando es abordado, algunos lo califican de “anticientífico”, sin embargo, viene siendo expuesto reiteradamente desde hace muchos años en diversas publicaciones, más allá de la propia experiencia de los profesionales. Así, ya prácticamente desde el inicio de la salida al mercado de los IRSS (inhibidores de recaptación selectiva de la serotonina) se han publicado informes advirtiendo sobre el riesgo de esto, como un trabajo de 1990 sobre la aparición de pensamientos suicidas en personas en tratamiento con fluoxetina (Emergence of intense suicidal preoccupation during fluoxetine treatment), o en 2003, un estudio en el que se preguntaban sobre el costo beneficio en cuanto a la depresión y el suicidio. La literatura en este sentido es muy extensa e importante como para ahondar.
Al mismo tiempo, en estos años las tasas de suicidio no han dejado de aumentar. En el año 2016 el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, (CDC) publicó un relevamiento hecho por parte de Curtin y col., sobre el incremento de casos de suicidios (Increase in Suicide in the United States, 1999–2014).
Para la misma época un trabajo de estudio metaanalítico resaltó la relación entre uso prolongado de antidepresivos y suicidio, en el cual se tomaron varios grupos con control de placebo, es decir confrontar pacientes medicados con grupos control tratados con placebo (es decir sin medicación). El hallazgo en este caso es que no surgía evidencia de que el tratamiento sirviera para evitar las tentativas de suicidio, e inclusive cuestionaba si no existía evidencia que pudiera incrementar los riesgos.
En mayo de 2018 la FDA emitió un informe (Suicidality in Children and Adolescents Being Treated With Antidepressant Medications) en el que indicaba que en las cajas de diferentes antidepresivos se debía colocar la advertencia sobre el riesgo de suicidio particularmente en población infantojuvenil. En este informe se establece que es imperativo realizar un correcto diagnóstico que sea específico de la medicación utilizada y en el conocimiento de los riesgos.
A pesar de la indicación de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA por sus siglas en inglés) y de la numerosa evidencia, también ha habido informes afirmando lo contrario. En virtud de estas dudas en la Universidad de Zúrich y Salzburgo se realizó un estudio sobre base estadística importante en el que los autores concluyen que efectivamente la probabilidad de riesgo suicida es 2.5 veces mayor que en población recibiendo placebo.
Como es de imaginar, esto se transformó en un dilema en el cual han aparecido opiniones encontradas más allá de la evidencia científica. Quizás el inconveniente surge al reducir el tema a factores uniformes y generales. Así hablar, sin establecer categorías y características, de antidepresivos, de depresión o de riesgo suicida deja sin lugar a dudas, una enorme diversidad de posibilidades. Pero, principalmente, no entender que si bien existen guías y protocolos de tratamiento, lo que prima es el factor individual o para ser más concretos que cada persona es diferente.
El beneficio de los tratamientos antidepresivos administrados en base a un diagnóstico correcto no admite dudas. Es claro que esto es así pero sí se deben observar ciertas características, como por ejemplo qué productos están contraindicados en ciertas categorías nosológicas, en qué franjas etarias pueden ser perjudiciales, los efectos secundarios, la interacción con otros aspectos clínicos y o farmacológicos del paciente etc. Al mismo tiempo, salir del paradigma depresión = antidepresivo, más aún cuando el cuadro no está bien establecido y en el mismo no han sido sopesadas las variables de riesgo-beneficio, no implica estar “en contra” de la medicación, como lamentablemente vemos con frecuencia, en pacientes o en profesionales inclusive que, desde áreas alternativas, establecen una demonización de la psicofarmacología.
Un último factor en esto es la consideración ya no del producto, de las características del cuadro y del paciente, la evaluación del riesgo suicida, sino la duración del tratamiento, y en particular la difícil y delicada estrategia de “tapering” o retiro gradual o discontinuación del tratamiento. En estos dos factores, duración y modalidad de salida del protocolo farmacológico están observados también un incremento en el riesgo suicida. Un interesante informe reciente, relacionado con la duración del tratamiento, muestra que a mayor duración los efectos negativos o nocivos del retiro (withdrawall) de la medicación son peores.
En resumen, no existe una valoración cualitativa y en particular ideológica que valga en ciencia sino la evidencia y en este tema en particular dada la importancia de lo que se está considerando, la vida misma, no hay recaudos que puedan ser considerados suficientes. El uso de psicofármacos cambió, a pesar de enormes críticas el abordaje y la calidad de vida de millones de personas, también su uso desconsiderado a la situación, al necesario conocimiento y capacitación y en especial al ser humano, generan muchos perjuicios.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista