Los ataques o accidentes cerebrovasculares, más conocidos como ACV o ictus, no solo se desarrollan en las personas adultas. También los bebés (desde la semana 20 de gestación), los niños y los adolescentes pueden sufrirlos y tener cuadros graves. Pueden tener secuelas motoras y cognitivas y desarrollar epilepsia.
Si bien no se trata de una enfermedad con alta frecuencia en ese grupo etario, el ataque cerebrovascular afecta cada año a uno de cada 4.000 recién nacidos y a otros 2.000 niños mayores, según informó la Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins de los Estados Unidos.
En diferentes países, la comunidad médica impulsa la concientización sobre los ataques cerebrovasculares en las infancias porque generalmente se desconocen sus síntomas y eso demora la atención adecuada a tiempo.
Recientemente el Colegio Profesional de Fisioterapeutas de la Comunidad de Madrid, el Hospital Beata María Ana y la Fundación Sin Daño de España lanzaron una campaña para visibilizar que los niños y los adolescentes también sufren ataques cerebrovasculares y divulgaron una serie de pasos para evitar que las secuelas sean tan graves.
Entre las señales de alarma que pueden indicar el inicio de un ACV, figuran que a un niño le cueste mover la mitad del cuerpo, que se le desvíe la boca en exceso, que le cueste hablar, entender, perdida del equilibrio o de la visión en un área del campo visual.
También la ocurrencia de un dolor de cabeza muy intenso o somnolencia inexplicada también pueden ser formas de presentación del ACV. Son de aparición repentina y brusca. Además, es importante mencionar que pueden aparecer y desaparecer en el transcurso de horas (eventos isquémicos transitorios) al igual en adultos. En todos estos casos es conveniente avisar a la emergencia médica o acudir a urgencias lo más rápido posible.
En diálogo con Infobae la doctora del servicio de Neurología del Hospital de Pediatría Juan Garrahan en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, María Celeste Buompadre, explicó que casi no existen medidas de prevención primaria para los ataques cerebrovasculares en niños.
En la infancia, generalmente los chicos no tienen los mismos factores de riesgo que los adultos, como la hipertensión, el tabaquismo o los niveles de colesterol alterados. Pero sí se puede hacer una prevención secundaria, que consiste en el reconocimiento precoz del ACV, tanto de los padres como de los médicos, y evitar recurrencias.
También la doctora Buompadre afirmó que uno de los mayores obstáculos es la falta de información sobre los síntomas de presentación del ACV, que muchas veces son transitorios y más difíciles aún de reconocer.
Los ACV son trastornos neurológicos. Pueden clasificarse en “isquémicos” cuando son causados por un flujo sanguíneo insuficiente u obstrucción del vaso. O se llaman “hemorrágicos”, cuando se produce una hemorragia cerebral por rotura del vaso. Cuando se lesiona un vaso del cerebro, el tejido cerebral que lo rodea pierde riego sanguíneo y también sufre lesiones.
En los niños y adolescentes, un ACV suele comenzar repentinamente. Los síntomas pueden incluir la debilidad o entumecimiento en un lado del cuerpo, la dificultad para hablar, los problemas de equilibrio o para caminar, los problemas de visión, como visión doble o pérdida de visión, el letargo o somnolencia repentinos, las convulsiones (movimientos rítmicos inusuales de uno o ambos lados del cuerpo), según los expertos de la Universidad Johns Hopkins.
Cuando un niño experimenta los síntomas que pueden indicar un ACV, es esencial una evaluación rápida y exhaustiva por parte de un pediatra o neurólogo para iniciar rápidamente el tratamiento y reducir el riesgo de problemas a largo plazo.
Como parte de esa evaluación, se hacen estudios de imagen del cerebro y los vasos sanguíneos, como la resonancia magnética o la tomografía computarizada, que son esenciales para el diagnóstico. También se pueden requerir una angiografía por catéter para obtener imágenes de las arterias y venas del cerebro, ecocardiograma (ecografía del corazón) y el análisis de sangre para detectar trastornos de la coagulación.
“No queremos alarmar pero sí prevenir. El diagnóstico precoz es la principal herramienta para minimizar el daño cerebral. Es fundamental que se actúe ante un ataque cerebrovascular pediátrico en un plazo máximo de dos horas desde el inicio de los síntomas, ya que a partir de entonces se empiezan a necrosar neuronas”, aconsejó Ana Herrero de Hoyos, presidenta de la Comisión de Fisioterapia en Neurología del Colegio Profesional de Fisioterapeutas de la Comunidad de Madrid.
“Cuanto más tiempo pase, mayores serán las lesiones y las secuelas” para los niños y adolescentes que sufren ACV, explicó. Como parte del tratamiento, los pacientes pueden recibir aspirina u otros anticoagulantes. Si el ACV provoca convulsiones, el niño puede necesitar también medicación anticonvulsiva, de acuerdo con los expertos de Hopkins.
En casos de niños que sufrieron un ACV por malformaciones arteriovenosas, se hace otro tratamiento. “La intervención consiste en cerrar la malformación para que no resangre o para que disminuya su tamaño para luego definir una conducta neuroquirurgica”, explicó Buompadre a Infobae.
También existen otros procedimientos. La cirugía para extirpar un trozo de hueso (craniectomía) puede ser necesaria en casos en que el infarto sea de gran volumen. Otras intervenciones son el cierre de vasos sanguíneos anómalos, la extirpación de zonas anómalas del cerebro y la desviación de vasos sanguíneos para ayudar a suministrar sangre a las zonas lesionadas.
Después que se ha producido el ACV, el paciente puede ser atendido por el equipo interdisciplinar de neurorrehabilitación, para intentar minimizar las secuelas. “Es necesario realizar una evaluación congnitiva de los niños con ACV para detectar tempranamente dificultades y poder implementar soluciones. La rehabilitación de esos aspectos también es fundamental y debe ser realizada de forma temprana”, dijo Buompadre.
Según Herrero de Hoyos, la fisioterapia posibilita que el niño afectado recupere la máxima función posible, para reducir los grados de discapacidad.
“Durante la fase aguda, que dura entre tres y seis meses, la intervención de la fisioterapia es vital para lograr la máxima funcionalidad posible. A partir de ese periodo la fisioterapia es muy necesaria en una etapa de mantenimiento, que suele necesitar el paciente durante toda su vida: previene deformidades que con el paso del tiempo le impedirán realizar actividades cotidianas, promueve que disminuya el grado de dependencia y favorece su inclusión social”, explicó.
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