Los síntomas cardinales del estado de ánimo depresivo son la tristeza patológica y la incapacidad para sentir placer (anhedonia). Y en este punto, vale la aclaración de que el estado depresivo no significa disminución del estado del ánimo, sino un aumento del mismo, una afectividad desmedida, orientada al displacer.
El sujeto depresivo hace sentir su tristeza, tiñe la entrevista de su humor triste. La apariencia, su forma de presentación, orienta al diagnóstico: el cuerpo encogido o encorvado, la cabeza gacha, los ojos huidizos, el omega melancólico (disposición en forma de letra omega de las líneas de expresión de la frente), cierto desaliño en el vestir, falta de aseo personal, y disminución de peso, entre otros.
Esta descripción es válida para los cuadros depresivos endógenos o melancólicos, y no es tan así para aquellos que son de origen psicógeno (personalidades neuróticas) y es frecuente que no tengan tal grado de abandono o incapacidad. Esto sucede porque estas personas presentan más cuidado personal; la expresión cambia de triste a ansiosa; se muestran más temerosos, faltos de control, de atención, insomnes, entre otros rasgos.
Sin embargo, en estas depresiones psicógenas las personas afectadas siente que no tienen voluntad y que es un esfuerzo hacer las actividades cotidianas. La pérdida de interés por aquellas cosas que antes lo entusiasmaban es el síntoma determinante. No hay discurso depresivo que no aluda a la terrible experiencia de perder el sentido de las cosas, la esencia misma de la existencia.
El dolor más grande, que cala hondo en el “Yo”, es sentir el oscuro manto que lo cubre, un velo impiadoso que impide todo sentir grato o benevolente con el mundo propio.
Para el psicoanálisis, la hostilidad, al no poder sublimarse, se vuelca hacia el “Yo”. Aparecen sentimientos de culpa y remordimiento, cambios en el apetito y en el peso corporal, ideas depresivas de ruina, de muerte, de perjuicio, de suicidio, por ejemplo.
La anhedonia o falta se interés irrita al entorno. Al no poder entender qué le sucede al depresivo, lo inducen a que “tenga voluntad”, a que se levante, a que trabaje, a que juegue con sus hijos, a que siga siendo como era antes de enfermar.
La insistencia de los demás, que no tiene una mala intención por detrás, genera en el depresivo más culpa e ideas de perjuicio. ¿Por qué? Porque siente una especie de carga para su entorno. El depresivo cree que perdió la consideración social, que es un inútil y que su vida es una ruina.
Es por esto que, en estas circunstancias, el abordaje de la familia o de los acompañantes se hace imprescindible por medio de intervenciones puntuales, como por ejemplo: informar sobre las características de la enfermedad, armar una red social de contención, trabajar los temores familiares, solicitar las licencias laborales correspondientes, entre otras.
A su vez, en muchos cuadros se requiere la internación, no solo por los riesgos de suicidio, sino también por la imposibilidad del entorno para afrontar la depresión del familiar enfermo. En caso de tratamiento ambulatorio se combina psicoterapia y tratamiento psicofarmacológico.
Vale destacar que, en algunos casos, puede aparecer una asociación entre depresión y dolor. Las estadísticas estiman que entre un 20% y 30% de pacientes con depresión mayor tendrán episodios de dolor, y hasta un 50% de los pacientes con dolor crónico desarrollarán, a lo largo de su enfermedad, un trastorno depresivo. Esta última cifra se incrementa si además se suman trastorno de pánico, fobias, personalidades temerosas u obsesivas; todos cuadros clínicos con un mal manejo de la ansiedad.
* Walter Ghedin, (MN 74.794) es médico psiquiatra y sexólogo
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