A pesar de vivir rodeados de personas y tener más medios de comunicación que nunca, es paradójico que cada vez haya más gente que experimente soledad y aislamiento. La soledad no deseada puede generar un dolor que afecta tanto la calidad de vida como la salud, especialmente en personas mayores, y se ha denominado la epidemia silenciosa debido a que suele vivirse en la intimidad del hogar.
Numerosos estudios han demostrado que este aislamiento social es un importante factor de riesgo de enfermedad y muerte prematura, equiparable al sedentarismo, al tabaquismo o la obesidad. Es que aquello que durante la emergencia sanitaria que despertó el COVID-19 se había convertido en una suerte estrategia de salud pública, hoy evidencia que una “solitaria” realidad que también se presenta como una pandemia.
Los expertos consideran a la soledad como una “alarma biológica” que nos recuerda que somos seres sociales, y su presencia constante puede aumentar el riesgo de enfermedades cardiovasculares, ictus, demencia, depresión y, finalmente, la muerte.
De hecho, se ha demostrado que la soledad y el aislamiento social incrementan en un 30% el riesgo de mortalidad. Un estudio reciente también señala que puede influir negativamente en la recuperación postoperatoria de los adultos mayores.
La soledad y el aislamiento social se consideran una epidemia y un problema de salud pública global, aunque medir su dimensión real es difícil. Un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) del año 2021 reveló que entre el 20% y el 34% de las personas mayores en China, Europa, América Latina y los Estados Unidos se sienten solas.
Además, un estudio publicado este año en la revista British Medical Journal encontró una prevalencia variable por regiones del mundo y grupos de edad, como del 9,2% en adolescentes del sudeste asiático al 14,4% en el Mediterráneo oriental, y la prevalencia más baja en adultos europeos en el norte del continente, desde el 3% en adultos jóvenes al 5,2% en los más mayores, y la más alta en Europa del este, del 7,5% en los jóvenes y por encima del 21% en los ancianos.
Las relaciones sociales deficientes se han asociado también con un aumento del riesgo, de alrededor del 30%, de sufrir problemas cardiovasculares graves o ictus. Una revisión de estudios publicada en la revista Public Health apuntaba, por ejemplo, que los adultos con aislamiento social tienen de dos a tres veces más riesgo de morir tras un infarto de miocardio, mientras que las personas con relaciones sociales más sólidas tienen un 50% más de posibilidades de sobrevivir.
Para el neurocientífico Facundo Manes, presidente de la World Federation of Neurology Research Group on Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders y fundador del Instituto de Neurología Cognitiva (INECO) y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, la soledad “podría ser tan mortal como un ACV”.
“Sentirse solo es un mecanismo biológico como tener hambre o sed, pero la diferencia está en que una persona puede comer o beber y se acaban sus problemas, pero no puede salir a la calle y gritar ‘quiero tener amigos’”, explicó en Miami, durante la presentación de su libro Usar el Cerebro (Paidós), en el que el experto propone a sus lectores conocer más a fondo sus propias mentes para poder llevar una vida mejor y más plena.
Aunque existen diferencias entre la soledad, que se refiere al sentimiento de insatisfacción con la frecuencia de los contactos sociales, y el aislamiento social, que se mide objetivamente por el número de contactos sociales reales, la comunidad científica coincide en que ambos son perjudiciales para la salud y la calidad de vida.
La falta de compañía mata y enferma. Una revisión científica de 2015 calculaba que tanto la soledad, como el aislamiento social y vivir solo, elevaban el riesgo de muerte un 26%, un 29% y un 30%, respectivamente.
La soledad está vinculada, además, con malos hábitos de vida, como un mayor consumo de tabaco o alcohol en exceso, y estos comportamientos dañinos se exacerban, a su vez, si se está menos expuesto a conductas saludables o consejos de salud como resultado de menos contactos sociales.
Aún no está del todo clara la relación entre la soledad y la enfermedad, pero algunos expertos sugieren que la soledad puede desencadenar una respuesta neuroendocrina, lo que a su vez puede aumentar el riesgo de enfermedades cardiovasculares y muerte.
Por ejemplo, una respuesta elevada del eje hipotalámico-pituitario-adrenal, que se produce en personas que se sienten solas o aisladas socialmente, “puede estar relacionada con niveles elevados de cortisol en sangre y una mayor respuesta al estrés crónico”, advierte un estudio británico publicado en el Journal of the Royal Society of Medicine. Todos estos mecanismos están asociados con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares y mortalidad.
Los expertos británicos también sostienen que la soledad está relacionada con mayores tasas de depresión y suicidio, así como con hábitos y comportamientos perjudiciales que afectan negativamente la salud cardiovascular.
Según indican, las personas que se sienten solas o aisladas son más propensas a fumar, beber alcohol y tomar malas decisiones alimenticias, además de tener menos adherencia a la medicación prescrita y una menor actividad física.
La falta de compañía también se asocia con el deterioro cognitivo, lo que puede afectar la capacidad de las personas para buscar ayuda o cuidar de su propia salud. En general, se produce un círculo vicioso en el que la soledad y el aislamiento social influyen en los factores de riesgo sociales y conductuales, lo que a su vez puede aumentar la probabilidad de enfermedad y muerte.
Y aunque la soledad y el aislamiento social son más frecuentes en personas mayores, los jóvenes también pueden verse afectados por este fenómeno. Estudios han señalado una relación entre la soledad y el aumento del consumo de tabaco en adolescentes socialmente aislados.
Por todas estas razones, los expertos piden más atención y opciones terapéuticas para abordar el impacto de la soledad en la salud. Aunque no existe una cura para la soledad, existen estrategias para minimizar su efecto, como la prescripción social que implica recetar actividades comunitarias.
Para abordar este problema complejo, es necesaria la coordinación de distintas disciplinas, promoviendo el voluntariado, estrategias intergeneracionales e impulsando políticas contra el edadismo y la brecha digital.
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