El poder corrompe, reza el dicho popular. Pero también envejece, asegura la ciencia. Este fenómeno queda en evidencia con apenas comparar diferentes fotos de presidentes y primeros ministros. Al asumir, todos se ven vigorosos y rozagantes. Algunos años después, la mayoría muestra facciones demacradas, ojeras, arrugas y las infaltables canas.
Casi inevitablemente en un país tan propenso a las crisis como la Argentina, el peso del poder dejó su marca en Mauricio Macri. Pero los cambios no solo fueron a nivel estético, ya que ejercer la máxima responsabilidad política del país también afectó su salud.
En menos de cuatro años, el líder de Cambiemos pasó por el quirófano del Instituto del Diagnóstico para operarse los meniscos de la rodilla derecha después de una lesión sufrida en un partido de pádel; fue derivado a la Clínica de Olivos, a metros de la residencia presidencial, por una arritmia que luego no pasó a mayores; y padeció un pólipo en las cuerdas vocales que lo llevó nuevamente al quirófano.
Técnicamente no es el poder el que envejece prematuramente a los presidentes, sino el estrés crónico. Este activa dos hormonas llamadas cortisol y adrenalina, que nuestro cuerpo segrega habitualmente en situaciones de tensión. Pero cuando el estrés es constante, el cortisol y la adrenalina empiezan a aumentar la oxidación celular, alteran el sistema inmunológico, elevan la presión arterial, afectan el sueño, generan pérdida de masa muscular y trastornos en la piel y el cabello.
El doctor Jorge Tartaglione, presidente de la Fundación Cardiológica Argentina, lo explica desde el punto de vista evolutivo. Históricamente el hombre necesitaba del estrés para poder sobrevivir. “Si iba caminando y de golpe aparecía una amenaza, como una víbora, entonces tenía una descarga de cortisol y adrenalina que le generaban una vasodilatación en sus piernas para poder correr más rápido, lo mismo en sus brazos, para activar los músculos y poder pelear, también se le dilataban las pupilas para ver mejor, etc. Pero eso lo sufría una vez cada tanto”, detalla ante la consulta de Infobae. En estos casos puntuales hablamos de estrés “agudo”.
En cambio, el estrés “crónico” es como una “olla a presión que va recibiendo descargas continuas de estas hormonas (carga alostática) que cuando se prolongan en el tiempo generan deterioro físico”.
Sucede que la gravedad y la urgencia de los problemas que enfrenta un presidente, especialmente en contextos de crisis como el actual, lo condenan a vivir en vilo constantemente. Además, debe sostener largas jornadas laborales, saltearse comidas y dormir menos horas de lo recomendable. A su vez, tampoco hay tiempo para realizar actividad física, llevar una dieta balanceada o realizar muchas consultas médicas.
A lo largo de cuatro años, el presidente afrontó una crisis económica que no le dio tregua, presenció un deterioro alarmante de algunos de los principales indicadores socieconómicos como la pobreza o la indigencia, y sostuvo una dura disputa política con la oposición que incluyó una intensa campaña electoral.
Para un presidente no hay horario de trabajo. Es muy difícil desconectarse de las responsabilidades y con el paso del tiempo estas pueden volverse agobiantes. El mismo Mauricio Macri reconoció en 2018, tras una fuerte devaluación y el anuncio del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que había vivido uno de los momentos más difíciles de su vida. “Para mí no es fácil. Quiero que sepan que estos fueron los peores cinco meses de mi vida después de mi secuestro (ocurrido en 1991)”, dijo en un mensaje grabado para la ciudadanía.
En definitiva, como aclaran los especialistas, aunque las emociones se generan en el cerebro tiene una repercusión directa en el cuerpo, especialmente en el corazón. En eso, Macri no estuvo solo. Por ejemplo, la ex presidente Cristina Kirchner sufrió un hematoma subdural y su ex esposo Néstor Kirchner fue sometido a una angioplastía y también tuvo una gastroduodenitis hemorrágica. Por otro lado, tanto Carlos Menem como Fernando de la Rúa fueron atendidos por obstrucciones en la arteria carótida.
“Todos han tenido algo en los últimos 20 años”, aclara el doctor Tartaglione. Y sus dichos están respaldados por una profunda investigación que llevó adelante un grupo de científicos de la Universidad de Harvard, la Universidad de Massachusetts y la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER), y que fue publicada en una edición especial de la prestigiosa revista científica British Medical Journal (BMJ).
“Muestra qué pasa con aquellos políticos que perdieron una elección en comparación con los que ganaron. Se relevó a 540 mandatarios de todo el mundo (en total 17 países) y mostró que los que ganan la elección viven menos que los que pierden. En promedio, viven de 2 años y medio a 5 años menos”, detalla.
Si bien no suelen ser personas “tibias”, debido a que su camino los ha ido preparando para el rol, los especialistas coinciden en que la agenda de un presidente supera la capacidad normal para asimilar las tensiones. Lamentablemente, las únicas inmunizaciones frente a los efectos del poder serían poseer vínculos sociales e intrafamiliares sólidos -que contribuyan a su estabilidad emocional- y realizar actividades que actúen como “válvulas de escape” para no acumular estrés constantemente. “Toda persona con ese nivel de responsabilidad tiene que hacer terapia para poder trabajar sus problemas laborales con alguien. También ayudaría la meditación, pasar tiempo con los afectos, la actividad física y evitar el “multitasking”, porque pensar en 20 cosas a la vez es agobiante”, resume el médico cardiólogo.
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