La República Argentina es un país federal que, además, reconoce la autonomía municipal. Esto significa que, en nuestro país, conviven tres niveles de gobierno, lo cual plantea diversos problemas en materia de definición de qué atribuciones le corresponden a cada uno, cuáles son los mecanismos apropiados para coordinar su funcionamiento y quién debe resolver los conflictos que puedan plantearse entre ellos.
Para entender mejor en qué consisten tales problemas conviene recordar que el federalismo es una forma de estado, es decir, es un modo de organización institucional. El federalismo descentraliza territorialmente el poder en diversas instituciones, creando un nivel de gobierno nacional o federal, que tiene jurisdicción sobre todo el territorio del estado, y dos o más unidades subnacionales, las provincias, que ejercen sus atribuciones dentro de los límites de cada una de ellas. En ocasiones, como ocurre en nuestro país, se agrega un tercer nivel, el de los municipios.
A los fines de este artículo, el estado cumple la función de proveer bienes y servicios que no pueden ser provistos por el mercado. Esta frase es ambigua y conviene explicarla. En primer lugar, puede ocurrir que cierto bien o servicio no pueda ser provisto por el mercado en el sentido de que los incentivos involucrados no generan las condiciones para dicha provisión. Esto suele ocurrir con algunos bienes públicos, como la seguridad. En segundo lugar, puede ocurrir que el mercado, por su propia estructura, provea un cierto bien o servicio, pero lo haga de una manera ineficiente. Ello podría ocurrir, en ocasiones, cuando se forma un monopolio respecto de la oferta de ese bien o servicio.
Finalmente, puede ocurrir que el mercado provea cierto bien o servicio de manera eficiente, pero que existan otras consideraciones, además de la eficiencia, que conduzcan a pensar que dicha provisión es deficiente desde ese punto de vista. La educación y la salud pueden incluirse como ejemplos de este tipo. En la medida en que pensemos que se trata de bienes cuya acceso es indispensable para asegurar un mínimo de bienestar a las personas, entonces tiene sentido desmercantilizarlos, es decir, evitar que su provisión dependa de la posibilidad de pagar un precio fijado por un particular. Desde las revoluciones Americana y Francesa, decimos que las personas tienen derechos fundamentales que los estados deben garantizar y respetar para referirnos a esta clase de bienes y servicios.
Para proveer los bienes y servicios el estado cobra impuestos y dicta regulaciones. Por lo tanto, el federalismo significa que cada nivel de gobierno ofrecerá bienes y servicios distintos, tendrá la competencia para cobrar distintos tipos de impuestos y también para regular en diferentes materias. Por supuesto, esta distinción que es nítida en la teoría, es mucho más difícil de trazar en la práctica y de ahí que, en una federación, sean frecuentes los problemas que enunciábamos antes. Sin embargo, es posible ofrecer a grandes rasgos un criterio para asignar funciones a cada nivel de gobierno.
La asignación de funciones en el federalismo: problemas de escala y subsidiariedad
Dicho criterio se relaciona, en primer lugar, con la escala de los bienes y servicios a brindar. No tiene sentido que la recolección de basura urbana sea ofrecida por el Estado Nacional, porque no todo el territorio nacional está urbanizado, ni tampoco los tipos de urbanización, donde los hay son iguales, teniendo diferentes necesidades. Es más sensato asignarle esa función en los municipios. A la inversa, la seguridad exterior requiere una serie de actividades que se despliegan en gran parte del territorio nacional y que exigen cierta centralización en la administración de recursos y en el manejo de la información. Por ello, es razonable que la función le sea asignada al Estado Nacional.
Pero, en segundo lugar, hay otro criterio que es el de la subsidiariedad. Según este criterio, el gobierno federal puede encargarse de la provisión de bienes y servicios que, en principio, le corresponderían a los otros niveles, si no estuvieran en condiciones de proveerlos por sí mismos. La subsidiariedad es especialmente relevante cuando se trata de bienes y servicios de la tercera clase mencionada más arriba, es decir, los que son correlativos de derechos fundamentales. Nuestra historia proporciona un ejemplo preclaro de aplicación de este criterio: la Ley Láinez, sancionada en 1905, en pleno apogeo de los gobiernos liberales y progresistas de la Generación del Ochenta.
Según el artículo 5° de la Constitución Nacional, la educación primaria es un servicio que debe ser prestado por los gobiernos provinciales (el texto original de la cláusula, adoptado en 1853, agregaba que esa prestación debía ser gratuita). Sin embargo, ocurría que muchas provincias carecían de los recursos suficientes como para garantizar el acceso de dicho servicio a todos sus habitantes. Por lo tanto, a través de la Ley Láinez, se estableció que, a pedido de una provincia, el gobierno federal construiría y se haría cargo de mantener escuelas primarias con el presupuesto nacional en el territorio provincial. La Ley Láinez fue una herramienta clave para garantizar la universalidad en el acceso a la educación primaria y para combatir el analfabetismo. Ese enorme éxito colectivo, la erradicación del analfabetismo, se consiguió a través de una empresa de cooperación intergeneracional en la que el Estado Nacional se encargó de funciones que las provincias no llegaban a asumir de manera completa.
El ejemplo de la Ley Láinez ilustra cuál es la lógica del principio de subsidiariedad dentro de un sistema federal entendido como forma de estado. El estado no es otra cosa que la manera abstracta de referirse a un sujeto colectivo, conformado por individuos que se ven a sí mismos como parte de una empresa también colectiva que conforma un elemento central para su propio bienestar. El estado es una empresa de cooperación social equitativa entre sujetos libres e iguales. Existen lazos de solidaridad entre los miembros de esa empresa que se explican no por mero altruismo ni por caridad, sino por el entendimiento de que mejorar el bienestar de los otros miembros del estado, mejorará también el propio. Por ejemplo, en un país sin analfabetismo, es más probable que el desacuerdo político se plasme en una discusión pública sobre ideas, programas y políticas y no a través de una guerra civil; también es más probable encontrar mano de obra calificada para trabajos y actividades que no se podrían realizar sin ella; además, es más probable que exista mayor innovación y dinamismo económicos. En fin, en un país sin analfabetismo, será más probable que la economía crezca y que la situación de todos mejore.
La subsidiariedad en un sistema federal es una manifestación de ese principio de solidaridad. Creamos un sistema público de educación para asegurar su universalidad. Si una provincia, encargada de brindar ese servicio, no tiene recursos suficientes para hacerlo, el Estado Nacional puede actuar, como lo hizo en la República Argentina el gobierno liberal y progresista de la Generación del Ochenta, y completar la tarea que la provincia no pudo terminar. Ello se debe a que, por más que existan identidades locales, lo concreto es que, antes que ser provincianos, somos argentinos. Todos los argentinos formamos parte de esa empresa de cooperación social equitativa que establece lazos de solidaridad entre todos nosotros, insistimos, no por razones de caridad o altruismo, sino porque mejorar la situación de los que están peor hará más probable que todos estemos mejor. Por lo tanto, el gobierno federal, que es el que representa a todos los argentinos, no puede desentenderse de la suerte de los argentinos en base a la circunstancia de que nazcan en una provincia u otra. De eso se trata la República Argentina.
No existen “hospitales”. Existen distintos niveles de complejidad en la prestación de la salud
Con estas ideas en mente, resulta sencillo explicar por qué la afirmación de Guillermo Francos es falsa. En primer lugar, el lector debe tener en cuenta que hablar de “hospitales” es sumamente impreciso. En verdad, los establecimientos de salud pueden ofrecer servicios de diversa complejidad. Para hacer un paralelismo con los tres niveles del gobierno federal, podemos hablar de atención primaria de la salud, un servicio de complejidad media y, finalmente, de alta complejidad.
En documentos de la Organización Mundial de la Salud se entiende que la atención primaria de salud debe estar centrada en las necesidades de las personas para obtener atención lo más pronto posible y, por ello, debe ser ofrecida con la mayor proximidad posible al entorno de las personas, abarcando un proceso continuo que incluya tanto la promoción de la salud y la prevención de enfermedades como el tratamiento, la rehabilitación y los cuidados paliativos. Los establecimientos que se encargan de la atención primaria (consultorios, policlínicas, centros de salud) suelen ser de baja complejidad y se encargan de un ochenta por ciento (80%) de los problemas prevalentes.
En el segundo nivel de complejidad aparecen los hospitales que ofrecen servicios con base a especialidades (medicina interna, pediatría, gineco-obstetricia, cirugía general, psiquiatría, etc.). Sumando este nivel al primero, se daría respuesta al noventa y cinco por ciento (95%) de los problemas de salud de la población.
Finalmente, el tercer nivel es el de alta complejidad que se encarga de aproximadamente de un cinco por ciento (5%) de los problemas de salud de la población. Este nivel atiende patologías complejas que requieren procedimientos especializados y de alta tecnología. En dicho nivel se plantea un uso intensivo de los recursos y equipamientos y el personal suele contar con un alto grado de especialización, normalmente, una sub-especialización dentro de las especialidades médicas.
Federalismo y salud: la salud de alta complejidad debe estar en manos del Estado Nacional
Es muy razonable pensar que la atención primaria de salud debe ser brindada primordialmente por municipios, salvo tal vez en zonas poco urbanizadas en las que tenga sentido que la prestación quede en manos de las provincias. La prestación de segundo nivel debería estar a cargo de las provincias, salvo tal vez en grandes centros urbanos en los que la densidad poblacional justifique que quede en manos de los municipios. Pero en el caso de los establecimientos dedicados a la salud de alta complejidad, parece difícil sostener que su administración no quede a cargo del gobierno federal.
En efecto, si los establecimientos de alta complejidad asumen la atención de un cinco por ciento (5%) de los problemas de salud de la población, es absurdo pretender que cada provincia (o peor, cada municipio) cuente con un hospital de este tipo. Ello sería completamente ineficiente pues habría un exceso de gasto público en razón de las necesidades reales a cubrir. La razón es fácil de entender. Un hospital de ese tipo requiere una inversión de base (en equipamiento, en contratación de personal muy especializado, en camas, etc.) que, si se replicara en cada una de las jurisdicciones, generaría una capacidad de atención que seguramente superaría la demanda global. Además, se produciría un incremento artificial de demanda de recursos humanos e insumos que aumentaría los costos en la prestación del servicio. Este problema de escala se resuelve si la asignación de la función recae sobre el Estado Nacional.
Pero inclusive en la hipótesis de que se pensara que el problema de escala recién descripto fuera insuficiente como para justificar que sea el Estado Nacional el que brinde ese servicio, lo concreto es que los costos involucrados en la prestación de salud de alta complejidad muy probablemente sean prohibitivos para una gran cantidad de provincias, lo que activa la posibilidad de que el gobierno federal actúe en virtud del principio de subsidiariedad. ¿Por qué el problema de salud de alta complejidad de un argentino recibirá o no respuesta según la suerte de haber nacido o de vivir en una provincia u otra? En la República Argentina, existen lazos de solidaridad entre sus miembros que, lo repetimos, no responden a altruismo o caridad. Menos personas enfermas son más brazos para trabajar y producir riqueza. Por eso es clave la asignación apropiada de recursos en el sistema de salud y, por esa razón, sea por escala, sea por subsidiariedad, el Estado Nacional se hace cargo de la salud de alta complejidad.
En definitiva, se trata de ver hoy, como lo hizo el gobierno liberal y progresista de la Generación del Ochenta hace más de cien años, que los argentinos elegimos organizarnos como un estado, la República Argentina, que ese estado brinda bienes y servicios que el mercado no puede ofrecer, que existen lazos de solidaridad entre los miembros de ese estado y que, por ello, el gobierno federal debe brindar aquellos bienes y servicios que, por problemas de escala, no pueden ser ofrecidos por las provincias y que, incluso no existiendo tales problemas de escala, el gobierno federal puede actuar en ese sentido a través del principio de subsidiariedad.
Cuando uno no ve todo eso, porque el objetivo político es destruir el estado, está entonces destruyendo la empresa de cooperación social equitativa entre ciudadanos libres e iguales que, de manera intergeneracional, hace una contribución al bienestar colectivo, es decir, a la generación de las condiciones para el crecimiento económico. En fin, cuando uno no ve todo eso, hace afirmaciones falsas, como las del Jefe de Gabinete de Ministros, sobre el Estado Nacional y los hospitales.