Parece existir un extendido malentendido sobre los símbolos. Se piensa que son entidades accesorias, ocasionales, de las que podemos prescindir, ya que establecen mediaciones innecesarias con la realidad, es decir, se presume que se la puede conocer directamente, o bien son resabios de épocas pasadas, en las que predominaban las cosmovisiones religiosas, la magia y la superstición. Para desestimar algo se suele decir que aquello “es meramente simbólico”.
Lo cierto es que como humanos nos es imposible prescindir de ellos. ¿Qué es un símbolo? Un instrumento de comunicación: con la realidad en su conjunto y específicamente entre los hombres. Un símbolo (estoy simplificando mucho) “representa” una cosa, una idea, una creencia, una ley. A veces tenemos acceso directo a esa cosa, a veces solo podemos tener acceso a esa cosa a través del símbolo.
Me explico mejor. Podemos saber -aún sin conocer la palabra que lo designa- lo que es una mesa, o un gato. Sin embargo, si queremos comunicar a otra persona eso que sabemos, necesitamos una forma alternativa de hacerlo, ya que nuestra experiencia directa es incomunicable. Para eso necesitamos un sonido o un dibujo que represente una mesa o un gato: un lenguaje. El lenguaje es un sistema completo de símbolos. Antes se pensaba que el lenguaje solo servía para exteriorizar (comunicar) ideas o conceptos que se ya tenían. Ahora sabemos que nos es imposible pensar o desarrollar conocimiento sin palabras, sin lenguaje.
Hay otro tipo de símbolos. Estos son más complejos de explicar, puesto que no solamente “representan” algo, sino que forman una misma cosa con lo representado. No podemos conocer lo representado de otra forma que aquello que lo representa. Estos símbolos tienen dos características específicas. Primero, nos muestran con un simple vistazo una realidad demasiado compleja, demasiado abstracta o demasiado lejana a nuestra percepción. Son concentraciones de sentido. Segundo, generan una respuesta afectiva en quienes lo perciben: el símbolo tiene la capacidad primaria de hacerse amar y, por esa misma razón, de ser odiado.
Los símbolos religiosos asimismo pertenecen a este tipo: no se puede comunicar con lo sobrenatural, con lo divino (que se entiende como lo radicalmente superior) sino a través de los símbolos que lo hacen accesible. También sucede con los símbolos que representan a una comunidad nacional, por ejemplo. No se puede tener una idea de la Argentina en su totalidad sin apelar a su bandera, su mapa, su escudo, su himno. Concentran sentido y generan afecto.
Un símbolo es un artefacto humano, algo que inventan los hombres. Es eficaz en la medida en que su función representativa (o simbolizante) es compartido por una comunidad. Mientras más lo comparten, más eficaz resulta. En la medida en que los símbolos representan lo que es sagrado para una comunidad (que puede ser de índole religiosa o no), el símbolo será más poderoso.
Esos símbolos superiores a los que nos hemos referido usualmente estaban hechos de una materia perceptible por la vista o por el oído: pueden ser imágenes, objetos, sonidos, ceremonias, rituales, y también relatos de difícil o imposible comprobación histórica (lo que conocemos como mitos). Se convertían en representaciones invulnerables, impermeables al cuestionamiento. Simplemente eran. Se podían repudiar, pero se repudiaban precisamente en virtud de lo que comunicaban.
Fue a partir de la Ilustración en el S.XVIII que los símbolos empezaron a ser objeto de sospecha y de rechazo genérico. Con la exaltación de la Razón aparecían como objetos irracionales, producto de fases civilizatorias superadas, dominadas por la religión y las falsas creencias. El disfraz ideal para la ignorancia y la sumisión. La modernidad ilustrada quiso prescindir de los símbolos en virtud de que promovía el conocimiento científico y no mediado de la realidad. No lo consiguió.
Lo que sí consiguió -paradójicamente- fue darle status simbólico a otras entidades: los conceptos, los productos propios de la razón. Estos nuevos símbolos -clase, nación, raza, ideologías varias- inspiraron las grandes revoluciones políticas de los siglos XVIII, XIX y XX. Los nuevos símbolos aludían a esas realidades superiores a las que ya hemos aludido. Pero como entes de razón al fin, eran extremadamente vulnerables a la crítica, a la contraargumentación, a la impugnación: a su deconstrucción en tanto que símbolos. Esto puede verse en el slogan paródico con que concluye Rebelión en la Granja: “Todos los animales son iguales -original consigna revolucionaria- Pero algunos animales son más iguales que otros -justificación del orden posrevolucionario-”.
A pesar de que la humanidad no ha podido prescindir de los símbolos, los que han sido producidos en los últimos siglos son en su mayoría débiles. Si el símbolo busca representar una realidad o un concepto que muestra otro aspecto o condición alternativa (u opuesta) a la relación simbólica será un símbolo cuestionado, cuando no herido de muerte. Se convertirá en una mentira, en un engaño.
Desde tiempos antiguos la mediación simbólica también ha recaído en los números, en las cifras. Los espartanos que cayeron en las Termópilas defendiendo a Grecia fueron trescientos. Los apóstoles, igual que las tribus de Israel, son doce. Los jinetes del Apocalipsis son cuatro. ¿Es posible disponer de algún registro historiográfico o una técnica hermenéutica que nos permita cuestionar o rectificar esas cifras? No. Son cifras cerradas en sí mismas, incuestionables (al menos hasta ahora).
Ahora bien: ¿Qué sucede cuando en la era de la razón (y de la razón calculadora) a la que pertenecemos, es decir, de los símbolos conceptuales debilitados, se intenta revestir de sentido simbólico una cifra determinada? Para que el símbolo sea plenamente eficaz, es decir, que provea una concentración de sentido, despierte una respuesta afectiva y sea reconocido y apreciado por la comunidad en su conjunto, debe ser invulnerable a la rectificación o invalidación historiográfica. Que la cifra no pueda ser puesta en revisión, que no exista evidencia posible en otro sentido.
La cifra de los treinta mil desaparecidos es un símbolo débil, destinado a sucumbir porque hay un número alternativo, apoyado en evidencias, que es menor, lo que parecería atenuar la gravedad de la represión ilegal y los crímenes de lesa humanidad. El consenso en torno a la veracidad de los treinta mil está roto, si es que alguna vez fue unánime. Ha perdido la condición de símbolo común, ha devenido en un símbolo de facción, de confrontación interna. La cifra es sostenida y defendida por quienes desde un voluntarismo ideológico advierten que el relato maniqueo -y por eso victimizante y exculpatorio- de aquellos años que construyeron y lograron imponer ha ido perdiendo consistencia y veracidad.
¿Tiene sentido esa defensa numantina, esa tozudez numérica? Dicho de otro modo, ¿por qué la cifra de los treinta mil tiene un potencial simbólico que las otras cifras parecen no tener? Es complicado responder a esa pregunta. Cuando se enuncia su defensa diciendo que “es un símbolo”, se le está haciendo un pésimo favor. En un contexto, como hemos visto al principio, en que los símbolos ni son comprendidos ni apreciados, darle esa categoría es automáticamente rebajarlo a poco más que una mentira, un engaño. Es posible que insistir en esto solo tenga como efecto extender la sospecha al resto de enunciados del discurso en torno a la memoria, la verdad y la justicia.