En las últimas semanas, en el Senado de la Nación debatimos un tema muy relevante para el futuro de la Argentina, eclipsado por la coyuntura económica y política. Me refiero al tratamiento de la media sanción que modifica el Código Penal y la ley antilavado, para que nuestro país cumpla con los estándares internacionales en materia de prevención y persecución de los delitos de lavado de activos y financiamiento del terrorismo.
El crimen organizado es cada vez más sofisticado. Su elasticidad le permite adaptarse permanentemente a nuevos escenarios. Para enfrentarlo eficazmente —desde los hechos, con resultados, sin apelar a discursos grandilocuentes— debemos mejorar las leyes vigentes, implementar una red de inteligencia financiera que trabaje mancomunadamente con la Justicia y las fuerzas de seguridad, y velar por la transparencia y funcionalidad de los organismos competentes.
Estoy convencido de que, en democracia, para que una política pública tenga éxito, la ciudadanía debe entenderla; los representantes tenemos que asumir el rol de mediadores, para explicar aquellos temas que parecen alejados de la vida cotidiana de la gente, y que sin embargo tienen profundas implicancias para el país. Para plantarle cara a las mafias, no tengo ninguna duda, hay que establecer una comunicación honesta y franca con la sociedad.
El lavado de activos le da sustento al crimen organizado. Posibilita y favorece su expansión. El narcotráfico, la trata de personas, el contrabando y la corrupción, a través de procesos cada vez más complejos y difíciles de rastrear, insertan dinero proveniente de actividades ilícitas en el circuito económico formal, afectando la estabilidad del sistema financiero y la seguridad de las personas.
Si entramos a cualquier portal de noticias, o miramos las series y películas que en los últimos años coparon las plataformas de streaming, nos vamos a encontrar con el mismo resultado: las mafias caen cuando los mecanismos a través de los cuales formalizan el dinero son dañados severamente. Realidad y ficción, esta vez, coinciden.
Se trata de un problema de una magnitud y complejidad enormes. Según Naciones Unidas, el lavado de activos explica el 5% del producto bruto global. En nuestro país, la Evaluación Nacional de Riesgos de Lavado de Activos advirtió que este delito supera los 1.000 millones de dólares anuales en Argentina. Para combatir con efectividad a las bandas criminales es fundamental atacar donde más les duele: en la colocación, diversificación e integración de sus activos en la economía formal.
El GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional), integrado por 40 países, es el organismo que fija los estándares legales, técnicos y operacionales para enfrentar el lavado de dinero, el financiamiento del terrorismo y otros delitos que amenazan la integridad del sistema financiero. Por no cumplir con sus recomendaciones, entre los años 2010 y 2014 Argentina fue ubicada en la lista gris de países con legislaciones débiles para combatir estos delitos, o dicho de otra forma, permeable al blanqueo de activos ilícitos.
Volver a caer en la consideración internacional respecto a los estándares antilavado, equivaldría a perder inversiones y complicaría aún más el acceso al crédito, además de negarles oportunidades comerciales en el exterior a las empresas locales. Para evitar este escenario, ante la próxima evaluación del GAFI en marzo, el radicalismo decidió acompañar la sanción del proyecto que viene de la Cámara baja, que si bien incorpora al marco legal algunos puntos interesantes, puede —y debe— ser enriquecido con una ley superadora.
Prescindir del Congreso, y avanzar con la reforma vía decreto, le agregaría un capítulo más a nuestra triste y vasta colección de oportunidades desaprovechadas, en un momento en el que urge mostrar señales de responsabilidad y madurez institucional. Para ser un país estable, confiable en el escenario internacional, y atractivo para los flujos de capital, es imprescindible rubricar un compromiso sólido de los tres poderes del Estado en estos temas.
En otras palabras, el apremio de la coyuntura de ninguna manera puede tapar el enorme déficit estructural que implica no tener, al día de hoy, una política de Estado coherente para hacerle frente al narcotráfico y al lavado de activos. Subestimar, o peor aún, ignorar esta realidad, sería un error grosero. Es preciso actuar con equilibrio y sensatez, dos palabras que cotizan en alza en un escenario donde prevalecen los impulsos y la irracionalidad.
Pensemos en la expansión del narcotráfico en Rosario, en la presencia del crimen organizado en el Conurbano, en los delitos ambientales. La inteligencia financiera es una herramienta central para identificar y cortar los flujos de dinero que les dan más y más poder a las mafias. Hay que dotar al Estado de un marco legal moderno y de las capacidades adecuadas para articular una auténtica política pública en este sentido.
Incorporar al Código Penal una definición precisa y operativa de terrorismo; garantizar que el titular de la UIF (Unidad de Información Financiera) sea elegido de forma transparente y sin presiones políticas; relocalizar este organismo bajo la órbita del Ministerio Público Fiscal, para que funcione de forma autónoma; y asegurarnos de que sea querellante en los casos de delitos complejos, son algunas de las propuestas que le planteamos al oficialismo, y que vamos a formalizar en un proyecto de ley en el próximo período de sesiones.
Tenemos por delante un desafío mayúsculo. Para abordarlo es necesario poner sobre la mesa determinación política, voluntad para acordar, visión de largo plazo y cooperación internacional; son cuatro atributos esenciales para ser un país serio, coherente, sostenible. ¿Qué quiero decir? Que la lucha contra el narcotráfico, el lavado de activos y sus delitos asociados, puede abrir un camino de diálogo institucional que le dé paso al tratamiento de otras deudas históricas de la Argentina, alejados de las mezquindades coyunturales que entorpecen el sistema democrático y le complican la vida a la gente.
Ese es el compromiso orgánico del radicalismo y el mío personal.