Fragmentos en el corazón y lo que jamás olvidamos

El corazón es un mosaico, formado por pequeños vidrios de color, que al unirse se transforman en una obra de arte

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(Getty)
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La semana pasada, decidí hablar acerca de esas cosas que solemos olvidar. En lo cotidiano, en esas pequeñas situaciones en donde perdemos la atención, nos desenfocamos, o por el extremo nivel de hiper-conectividad al que estamos sometidos, terminamos perdiendo conexión con el presente. Olvidamos cosas pequeñas, pero a veces muy importantes o urgentes. Un llamado, una respuesta, algo de la agenda, las llaves, el celular o lo que íbamos a buscar y se nos olvida apenas llegar a ese cuarto de la casa. Inspirado en los textos sagrados de la semana pasada, hablé de todos esos olvidos en la prédica que doy cada viernes por la noche en mi comunidad, Amijai. Decidí entonces escribirla, para transformarla en nota, y traerla a este espacio de opinión en Infobae. Quedó bastante bien. Pero sucedió lo imposible: me olvidé de enviarla.

Es por eso que en esta semana, después de haber escrito (y olvidado) acerca de lo que nos olvidamos, decidí hablar de esas cosas que definitivamente, jamás olvidamos. Guardamos fotos en la mente de aquellos viajes hermosos, de grandes logros nuestros o de los nuestros, de las sonrisas espontáneas de los hijos, o de la llegada de los nietos. Pero si hay algo que jamás logramos olvidar, son las cosas que nos han causado dolor. Con lo doloroso nos sucede que queda instalado en nuestra mente, atravesado en nuestra alma y otras, hasta en el cuerpo. Es entonces que empezamos a viajar con el dolor. O bien sentimos que es el mismo dolor el que nos lleva de camino. Esas situaciones pueden transformarse en una llaga o en una marca. La diferencia entre ellas es que la llaga no cicatriza, mientras que una marca nos recuerda la manera en que sanamos. La manera en que nos recuperamos, en que lo logramos, en que crecimos. La marca no se va, pero se transforma lentamente en sabiduría.

En el texto de la Torá de esta semana, los israelitas - en el viaje de años por el desierto - construyen el Mishkán, un Santuario móvil donde poder encontrarse con la Presencia Divina. Dentro estaba el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley que Dios había entregado a Moisés en el Monte Sinaí. Pero los sabios nos enseñan que dentro del Arca de la Alianza no sólo estaban guardadas las Tablas con los 10 Mandamientos. También estaban allí los fragmentos rotos de las Tablas primeras. Las que Moisés partió al ver que el pueblo adoraba un becerro de oro. En el Arca estaban las tablas rotas, y las del nuevo pacto. Lo completo y lo roto. Todo junto.

¿Cuál era la necesidad de llevar los fragmentos rotos? Porque así somos nosotros. El Mishkán representa la dimensión de nuestra alma. Adentro, lo completo y lo roto, todo junto. De esa manera la experiencia en el desierto se transforma en la experiencia de toda una vida. Sabemos cuáles son las cosas que amamos, cuáles son las cosas importantes y sagradas en nuestra vida, y sin embargo tantas veces las terminamos arrojando contra el piso para romperlas, para quebrarlas a nuestros pies. Esos momentos de dolor se instalan, y los llevamos con nosotros en el viaje. Lo hacemos una marca para recordar que podemos volver a quebrarnos. Para recordar cuán frágil es lo que nos rodea. Fragmentos de lo sagrado.

Hemingway dice que la vida nos hiere a todos, pero que algunos pueden hacerse más fuertes justamente desde esos fragmentos. El dolor, aquello que nos quiebra, no nos pasa una vez. No pasa dos veces. Pasa una y otra, y otra vez. Es por eso, que más sagrado que las Tablas, son las marcas. Los pedazos rotos. Pueden habernos herido sin damos cuenta en ese momento, pero después de un tiempo lo sentimos y lo descubrimos porque los dolores permanecen latiendo allí adentro. Porque no hay un solo corazón, por más pleno de luz que sea, que no esté quebrado.

El corazón es un mosaico. Un mosaico formado por pequeños vidrios de color, que al unirse se transforman en una obra de arte. Pero como todo mosaico, al acercarnos podemos ver las líneas que marcan los fragmentos, marcas que dicen que en algún momento esos vidrios de color estuvieron completos. Las marcas unen y forman la obra. Las Tablas de la Ley, tan sagradas e importantes, no tenían ningún sentido sin los fragmentos rotos a su lado. Porque amar a alguien o algo importante es verdadero, total y completo, cuando reconocemos que eso tan hermoso se puede romper, se puede quebrar, puede desaparecer, o puede incluso morir. Fragmentos sagrados que portamos en el Arca del alma.

Nuestros antepasados descubrieron que en ese Mishkán, en ese Santuario en medio del desierto, podrían encontrar a Dios. El Mishkán se trasladó a la geografía de nuestra alma en la caminata de nuestra vida. Es el mosaico de nuestro corazón, donde cargamos lo completo y lo quebrado.

En cada esquina del Arca Sagrada había un anillo, por el que pasaban dos varas de manera horizontal. Esas varas eran para cargar el Arca a lo largo del desierto. Solo personas muy especiales podían hacerlo. La Halajá, la Ley judía establece que la Torá tiene 613 Mitzvot, leyes fundacionales de la tradición judía. Una de ellas - sin dudas de las más extrañas - es que está prohibido sacar esas varas de los anillos. Suena a algo muy menor, coyuntural y hasta innecesario, ya que después de la travesía por el desierto llegarían a Jerusalén, construirían el Gran Templo y el Arca permanecería allí. Pero las varas no se quitan jamás. El viaje nunca termina. Siempre estamos en viaje. Las varas no se quitan. Lo completo y lo fragmentado lo llevamos, incluso, en nuestras paradas. Esas varas son sagradas y sólo pueden ser portadas por personas especiales. Son esas almas que nos regalan para ayudarnos a cargar los fragmentos quebrados. Hay seres únicos que nos ayudan a cargar el Arca de nuestra alma. Con lo completo, pero especialmente con lo quebrado.

Somos personas rotas. Todos. En diferentes momentos y por diferentes cosas. Adentro vivimos una paradoja entre nuestras Tablas sanas y las rotas. Es por eso, que es tan necesario buscar refugios de espíritu, momentos de sanación del alma, personas esenciales cargadoras de Arcas para transformarnos en el pegamento que una los fragmentos, y así volver a mostrarnos como el mosaico hermoso que somos.

Allan Paton, un importante referente político sudafricano luchador anti-apartheid, escribió en su libro la siguiente historia.

Un hombre muere y llega al cielo y allí se encuentra con Dios. A su llegada, Dios le pregunta: “¿Dónde están tus heridas?”

El hombre conmovido, le dice tembloroso: “¿Heridas? Yo no tengo heridas.”Dios lo mira y le responde: “¿En serio? ¿No tuviste nada por lo que valga la pena pelear?”

¿No tuviste nada por lo que valga la pena luchar? ¿No tuviste nada por lo que valga la pena amar mucho? Si no estás herido, es porque no lograste crecer, porque no aprendiste a rezar, porque no creíste lo suficiente, o quizá no pudiste amar bien.

En el Talmud se preguntan cuál es la diferencia entre Dios y el hombre. De todas las respuestas posibles, quisiera quedarme con la de Rabí Alexandri. Allí, el maestro no habló de la diferencia en el poder, lo infinito o lo eterno. Para el Rabí, a las personas, en algún evento, les avergüenza servir su comida en vasijas quebradas. Sin embargo, Dios solamente ama las vasijas rotas.

Amigos queridos. Amigos todos.

Todos somos una vasija rota. Pero entre todos podemos ayudarnos a llevar ese Arca Sagrada. Recuerden siempre: no estamos llamados a ser perfectos, estamos sólo llamados a ser mejores. ¿Mejores que quién? Que el nosotros de ayer. El de la otra semana. Mejores que aquella vez. Que podamos ser buscadores de momentos de espíritu, para transformarnos en artistas. En artistas que aprendan a unir los fragmentos de nuestro mosaico. Ese que representa la obra de arte más perfecta. El Mishkán de nuestra alma.

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