Hace unos días una amiga mía se separó de su novio, con el que llevaba seis años de relación. No por desamor, no por infidelidad ni por enojos; se separaron porque no tenían tiempo para verse. Pareciera algo normal en los tiempos que corren, pero al menos a mí, no me parece algo para nada normal.
Mi amiga tiene su trabajo y estudios, lo mismo el ex, y todas esas cosas con tanta carga horaria que el tiempo que les quedaba para encontrarse era de una vez a la semana y solo algunas horas a la noche. Tampoco se trata, en este caso, de un desgaste del tiempo, ni de las rutinas. Acá sucedió que, literalmente, los “tiempos de producción” les comieron el vínculo. Son tantas las demandas y las responsabilidades, que tuvieron que descuidar lo vincular.
Por años las relaciones, más que nada los matrimonios, fueron la prioridad para las personas, sobre todo para las mujeres que dejaban su vida entera para cuidar al marido y a la construcción familiar en sí. Y hoy pareciera que sucede todo lo contrario (obvio siempre hablando en términos generales), hoy lo vincular es solo algo más en la pirámide enorme de quehaceres. Hoy tenemos menos tiempo para vincularnos por el mero hecho del disfrute. Hoy producir, hacer, estar en acción, es la prioridad absoluta.
Estamos transitando tiempos regidos por la inmediatez. El funcionamiento del celular y de las redes opera con tanta fuerza sobre nosotres que ha llegado al punto de que esos mismos mecanismos cobren vida en la realidad vincular, para con les demás y para con nosotres mismes. Hoy en día llenamos cada hueco, cada tiempo de espera, cada “mientras tanto” con otras cosas porque, creo yo, nos da vértigo el presente.
Por ejemplo: si estamos entrenando, en los descansos miramos el celular; si estamos en el baño, también; cuando miramos una película, hasta cuando estamos con une amigue o pareja llenamos los “micro vacíos” (espacios y momentos de silencio o de transiciones) con esas otras cosas, que en general son usar el celular o muchas veces, también, hacernos la cabeza al punto de tener ansiedad.
Esta adicción, que algunes llaman al celular o a las redes sociales, yo la pienso más como una adicción hacia el “ya”.
Hace tiempo que vengo hablando con amigues (gente de entre veinte y cuarenta años) sobre cómo esta necesidad, casi absoluta, de lo inmediato es la que nos da tanta ansiedad. Tengo muches, muchísimes conocides que padecen ansiedad. Incluso yo muchas veces me encuentro sintiéndola. Y lo curioso es que no sé cómo, ni por qué, se ha ido naturalizando. ¡Pero no tiene nada de natural! Sin embargo, ¿cómo no sentirla con las presiones del ya? ¿con la lista interminable de cosas por hacer?
Conseguir trabajo tiene que ser ya, ser exitoso o exitosa en el trabajo, mudarnos solos o solas, ya, sacar música, un libro, salir a comer, etc. Esta adicción moderna nos exige una respuesta instantánea a toda demanda y necesidad que a lo mejor no siempre podemos resolver. Y con esta demanda permanente, aparece la tan solicitada productividad, como si fueran una misma materia, como si ser productives se tratara del cuánto y no del cómo, de la cantidad y no de la calidad. ¿No les parece que esto debilita un poco el hacer? Quiero decir… ¿No es un poco agobiante tener que estar produciendo y construyendo todo el tiempo veinticuatro-siete sin poder tomarnos un minuto de descanso? ¿Por qué nos da tanta culpa ese descanso? Es como si fuéramos una maquinaria que no debe frenar nunca porque, si eso sucede, si paramos, entonces alguna consecuencia mala tiene que haber, entonces no estamos respondiendo cómo deberíamos responder al sistema.
Este mecanismo nos hace sentir como si el ocio y el aburrimiento fueran un crimen. Como si el hecho de que mi amiga un día decida no ir a una actividad para disfrutar con su pareja o mismo con ella misma, estuviera mal. No puede faltar, no puede fallar. ¿Acaso es ilegal aburrirse? Inclusive nos olvidamos que, muchas veces, es desde el aburrimiento que surgen cosas también, que necesitamos que la mente se vacíe para poder pensar y producir; la quietud es importante, más en los tiempos que corren cuando el síndrome de la época es la ansiedad. No sé (y verdaderamente no lo sé) si es posible mantener un vínculo sano si estamos todo el tiempo con ochenta mil cosas distintas a la vez en nuestras cabezas.
No hace falta salirse de ningún sistema y ser une rebelde para hacerse el tiempo para no-hacer-nada. Sí, claro que vivimos en una sociedad, bueno… en un mundo capitalista y consumista que nos obliga y lleva a todo esto, pero… más allá de toda la teoría socio-capitalista de consumo y productividad que podemos ponerle y que, desde luego tiene, el “ya”, hay algo que a mí en lo personal me preocupa y me angustia mucho más y es cómo esta adicción nos ha ido comiendo (como el Demogorgon de Stranger Things) en lo vincular. Casi como si vincularse se hubiera vuelto un trabajo también, eso… eso es algo que me tiene angustiadísima hace tiempo y hasta recién, que lo escribo por primera vez con estas palabras, ya que no sabía cómo expresarlo, no sabía que era eso exactamente.
Últimamente siento como si todes habláramos de los vínculos sexo-afectivos y en realidad de todos los vínculos, como si fueran algo engorroso, que cuesta y limita. Todo lo contrario de lo que en verdad deberían ser: algo expansivo, placentero, liviano, que potencia. El “ya” nos hace olvidarnos de la mejor parte de todo: saborear. Saborear cada bocado, saborear los vínculos sin precipitarnos tanto, disfrutar de lo que sucede, de lo que está sucediendo.
Lo mismo, muchas veces, pasa con la comida. Comemos tan rápido, tan manijas porque nos parece delicioso lo que estamos comiendo o porque estamos apurades, que nos olvidamos del proceso, nuevamente: de saborear. ¿Lo mejor de la comida no es cuando está dentro de la boca? ¡Cuando la tragamos ya está! Ya se fue.
Lo mismo con los vínculos. ¿Por qué la ansiedad de saber cuándo vamos a volver a ver a alguien en el mismo momento en el que le estamos viendo? ¿Por qué no disfrutar de ese instante? ¿Por qué no retener el tiempo del presente? Como cuando aguantamos la respiración debajo del agua; ese momento en el que solo importa contener la respiración y estar ahí.
Instagram y las redes sociales en general, nos han formateado para pensar más en el producto final que en el proceso, más en la foto que en el making off, más en el mañana que en el hoy, más en el afuera del agua que en el adentro. En pasar a lo siguiente ya; el famoso swipe de Tinder o de cualquier app de citas. Next, next, next. Nos apuran y por ende nos apuramos a nosotres mismes y a las personas que nos rodean.
Nos apuramos a tomar decisiones porque estar en duda es un estado de limbo que no nos tenemos permitido. Nos apuramos a saber qué queremos ser, qué somos, quiénes somos, qué queremos hacer, qué hacemos y todos los qués del mundo como si tuviéramos que saberlo todo, todo el tiempo. Nos aterra el no saber porque nos enseñaron que eso tenía que ver con una debilidad. Como en el colegio, saber es sinónimo de buen alumno, no saber, de malo. ¡Cuando en verdad no es ni una cosa ni la otra! Lo que nos hace buenes alumnes (si es que acaso existe tal cosa como bueno y malo, bien y mal y todos esos binomios que me tienen harrrrrta) es el camino entre no saber y saber. Es ese “mientras tanto” que hay en el medio y eso, para mí, es lo más valioso porque es cuando todo está sucediendo. Es el momento en el que las capas de masa de la medialuna hojaldrada se deshacen en nuestra boca, el café caliente acariciándonos la garganta un domingo de invierno, es lo que sucede en mitad de un beso, en medio de un abrazo, de una postura de yoga, de un paso de baile, de una risa, una caricia, el relleno de un alfajor, de una trufa, la miga esponjosa de un pan recién horneado.
Con esto no quiero decir que los comienzos y finales no sean importantes, claro que lo son. Nuestro problema es que no podemos ni siquiera reposar en la gozosa conclusión de los proyectos; somos como una rata que gira sin parar en la ruedita. Nos la pasamos proyectando y pensando en qué será lo siguiente que se nos vuelve imposible disfrutar. Deslizarnos a la siguiente publicación… Hemos acelerado tanto los tiempos que ahora vivimos más rápido, o al menos esa es mi sensación. Y entonces la posibilidad de conectar con un momento (sea cual sea) se vuelve más ardua, los silencios se vuelven más costosos y los vacíos, imposibles. ¿Por qué asociamos siempre el vacío con algo negativo? ¿Y llenarlo con algo positivo?
Hay un camino larguísimo que requiere de mucha paciencia, constancia y esfuerzo; algunes lo llaman vida. El problema es que nos obnubila tanto esa hoja final de la historia, nos urge tanto responderle a la sociedad y a nosotres mismes (no dejamos de ser un reflejo de la misma) cuál es nuestro propósito en esta vida y demostrarlo, que nos olvidamos de vivirla, nos olvidamos de la mejor parte del plato: ese “mientras tanto” que llamamos proceso. Ahí, para mí, se produce el verdadero aprendizaje.
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