Pensar en la ciudad como espacio homogéneo hoy es inadmisible, en tanto y en cuanto está constituida por sujetos sociales en constante cambio. Las ciudades tienen una dimensión geográfica, por un lado, y otra simbólica, por otro, en la cual se incluye una gran variedad de espacios públicos que la caracterizan y constituyen su imagen: calles, edificios, plazas, esculturas, mobiliario urbano, puentes. Pero todos estos espacios son significados por quienes las habitan, según Rizzo García, lo cual nos acerca al concepto de simbolismo social. Un espacio urbano entra en el mundo percibido de las personas o de las colectividades cuando sintetiza la identidad y el significado, entendido este último como una implicación emotiva y funcional para el sujeto.
Sin dudas, la ciudad es un espacio complejo, con una red de relaciones sociales y un entorno constructivo que dota de sentido a la vida de las personas que lo habitan, es el espacio construido y también su cultura.
Desde la antropología de lo urbano se ha considerado a la ciudad como escenario colectivo de encuentro o conflicto de culturas diferentes. Como espacio urbano, facilita la emergencia de nuevas formas de interacción, diálogo o conflicto. Así lo afirma Rossana Reguillo: la ciudad no es solamente el escenario de las prácticas sociales, sino fundamentalmente el espacio de organización de la diversidad, de los choques, negociaciones, alianzas y enfrentamientos entre diversos grupos sociales por las definiciones legítimas de los sentidos sociales de la vida. Es en esta relación de convivencia donde los grupos buscan su identidad, interpretan a la sociedad e intentan imponerse, en el sentido de dotarse de visibilidad como grupo, para satisfacer sus expectativas.
Según M. Delgado, podríamos decir que las relaciones urbanas son, en efecto, estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas, esto es, concluidas o rematadas, sino estructurándose, en el sentido de estar elaborando y reelaborando constantemente.
Como dice Calvino, en su magnífica obra “Las ciudades invisibles”, “de una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”.
En definitiva, el espacio público tiene como virtud principal el ser a la vez espacio de representación y de socialización, esto es, de co-presencia ciudadana. Así entonces, la ciudad no es sólo un lugar ocupado, sino más bien un lugar practicado, usado, experimentado, un territorio vivido en toda su dimensión.
Y en este sentido, se erige como escenario o marco idóneo para la coexistencia de experiencias diversas. El ciudadano se convierte en un actor social que construye una ciudad propia, no por ello menos verdadera y menos ciudad, hecha de itinerarios, gustos, redes de relaciones, imágenes y deseos. Sin embargo, es de vital importancia destacar que dicha construcción es con otros, nunca individual. Las interacciones que puedan realizarse en los espacios urbanos se fundamentan, no tanto en la relación con los semejantes sino, en mayor medida, con aquellos que son diferentes a nosotros. La coexistencia con lo diferente, con lo diverso, hace que los límites de lo urbano, de la ciudad vivida, se hagan hoy más inciertos que nunca, de manera que lo ignoto se insinúa cotidianamente en la ciudad a través de la presencia del otro y de lo extraño. Y, en consecuencia, sus gobernantes no son más que administradores de ese espacio, no patrones de estancia pretensiosos de colmar sus expectativas personales; y, por ende, deben intentar construir la ciudad en función de las necesidades, de las vivencias y de las expectativas de todos los ciudadanos y ciudadanas.
La ciudad debería convertirse en el lugar estratégico para que el convivir, una vieja palabra casi en desuso, potencie los encuentros individuales y colectivos, en pos de una sociedad mejor. Cada uno de los ciudadanos nos debemos la oportunidad de debatir e intercambiar, pero con la clara convicción que la ciudad la construimos entre todos.
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