“A las mujeres nos han lavado el cerebro para que odiemos nuestros cuerpos. Es un hecho”, definió Emma Thompson en un discurso que se viralizó, pronunciado el 15 de febrero, durante el Festival de Cine de Berlín, Alemania. De golpe todo lo escrito, definido y defendido quedo sintetizado en una frase. No se trata solo de pedir que no nos lastimen, sino de frenar los mecanismos por los que logran que nos lastimemos nosotras.
¿Por qué nos odiamos? ¿Por qué no dejamos de odiarnos? Si la historia de la humanidad ensalza la belleza femenina no es para adorarla, sino para generar odio: a las que entran en los parámetros de la belleza y a las que no entran. Se supone que las bellas ganan, pero nunca son lo suficientemente bellas para ganar. Y si ganaron tienen costos tan altos que pierden. Y las que no entran en los cánones de belleza se quedan en el banco de suplentes del imaginario social.
No es solo un juego de encastre, sino, por sobre todo, de expulsión. En una sociedad donde las mujeres salieron a la vida pública la belleza se convirtió en un lugar de frustración. No se trata (solo) de cuáles son los modelos de belleza, sino que el modelo es el que produce insatisfacción: siempre sobra y nunca alcanza. Siempre se debe y nunca se gana.
Por supuesto que la blancura, la delgadez y la juventud son tres pilares. Y que ser morochas, gordas y arrugadas son las tres contracaras del deber ser (y, por sobre todo, parecer). Y que si los espejos aceptan a algunas rechazan a muchas en una desigual distribución de la estima social de pobreza y riqueza estética. La exclusión social genera dominación social. Y el rechazo estético también es una forma de sedar, controlar, frustrar y lastimar.
La actriz británica Emma Thompson, de 62 años, generó un alto impacto cuando dijo: “No estamos acostumbradas a ver cuerpos sin trabajar (sin editar) en las películas”, durante una conferencia de prensa del Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale). Y subrayó: “Todo lo que nos rodea nos recuerda lo imperfecta que somos y que todo está mal en nosotras”.
Emma relató que una de las escenas más difíciles de su vida no fue ni de sexo, ni de violencia, sino de reflexión frente al espejo en la nueva película Good Luck to You, Leo Grande. Ella sugirió: “Sólo acércate a un espejo sin moverte, quítate la ropa y no te muevas. Acéptate, acéptate y no te juzgues. Es lo más difícil que he tenido que hacer nunca. He hecho algo que nunca he hecho como actriz”.
“En una sociedad en la que reina el odio al cuerpo (sobre todo el odio al cuerpo femenino) es casi imposible disfrutar de los cuidados asociados a la belleza en ese clima de serenidad idílica que nos venden las publicidades”, escribió la periodista francesa Mona Chollet en el libro Belleza fatal, editado en Argentina por Editorial Hekt. En España el subtítulo, de Ediciones B, es “La tiranía del look o los nuevos rostros de una alienación femenina”.
En 1991 Naomi Wolf escribió el best seller El mito de la belleza y catapultó un punto de inflexión (que en Argentina, misterios de la obsesión por la delgadez local, está exacerbado): la dieta es el nuevo punto de dominación de las mujeres. De hecho, en los noventa, se midió que el 30% de la estudiantes de la Universidad de Buenos Aires (UBA) tenían una conducta dietante permanente.
Naomi Wolf escribió: “No hay que subestimar el trauma que generó la llegada masiva, en un período muy breve, de las mujeres occidentales al mercado de trabajo. Las proezas estéticas que se les exigen son una manera de hacer pagar su audacia, de volver a ubicarlas en su lugar”.
Una de las frases más recordadas de Wolf consagra el hambre ombligado, el no deberías, el chirlo permanente sobre el instinto como una forma de control que no es inocuo y, mucho menos inocente: “Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de las mujeres”.
La lechuga como alimento balanceado para que seamos perras atractivas en nuestras storys es una forma de volvernos tortugas de nuestra liberación, lentas para escaparnos y, sin embargo, presas del desprecio por las arrugas como la “Manuelita” que cantó María Elena Walsh. En ese punto de ahorque el sistema de belleza no es una elección, es una trampa.
“La dieta es el sedante político más potente en la historia de las mujeres”, sintetizó Wolf en 1991. Hambre e insatisfacción son una combinación letal. El problema no es hacer dieta, cuidarse, operarse o realizar tratamientos estéticos. El problema es que nuestro cuerpo sea un problema. Y que eso sea una industria funcional para que nos sintamos siempre en falta, siempre insatisfechas, siempre con menos de lo que deberíamos tener y con más de lo que no nos debería sobrar.
Hace treinta años Wolf resumió: “La cirugía estética procesa los cuerpos de las mujeres hechos a medida de las mujeres en cuerpos de mujeres hechos a medida de los hombres”. La crítica no es a un tratamiento o una conducta. No es necesario hacer dieta ni operarse. Y tampoco está mal hacerlo, decidirlo o amortiguar el dolor (o el deseo) que nos produce la imagen. Hacemos con los mandatos lo que podemos y también lo que queremos. El problema no es lo que hacemos, sino lo que sufrimos.
El punto crítico no es la apariencia exterior, sino un modo sistemático de ordenar el comportamiento social a través de la subjetivad. En el formato de la frivolidad como modus operandi belleza no es lo que se logra, sino lo que siempre se debe lograr. Siempre se está en deuda y no hay plata que alcance para salir de ese default.
“El mito de la belleza está, en realidad, prescribiendo el comportamiento y no la apariencia”, resalta Wolf. No es solo qué se come o se deja de comer. Es la represión como modo de vida. El mercado ofrece cada vez más tentaciones y la cultura aprieta cada vez más la correa. Somos mascotas paseando por nuestra propia inhibición. Queremos pero no podemos. Podemos pero no nos queremos. Tenemos ganas pero no debemos. Nos damos un permiso porque estamos enclaustradas en el castigo.
La dieta (como cultura dietante) no es una opción excepcional, una elección personal, sino una imposición global y permanente. Una forma de no ser libres y no la libertad de elegir qué queremos comer y qué queremos rechazar o, incluso, no consumir como sacrificio. No es una forma de autonomía, sino de sometimiento.
Y, oh, casualidad cuando las mujeres dejamos de ser las que respondíamos a los hombres de la casa (el padre, el hermano, el abuelo y el marido o el hijo) porque ellos llevaban los pantalones y empezamos a llevar nuestros pantalones en las piernas la pollera dejo de ser un signo de fragilidad y, en cambio, ser tan flacas para poder lucir minifalda fue el nuevo elemento de dominio corporal.
El sociólogo Pierre Bourdeau definía la falda como un encierro simbólico. Las mujeres usaban pollera para no poder ser usadas, ni usar su cuerpo. No podían correr, ni sentir el frío, ni abrirse de piernas. No fue hace tanto, ni se progreso tantísimo. La ex Jueza de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Carmen Argibay no podía usar pantalones cuando estudiaba en la Facultad de Derecho. Hoy los pantalones no se ponen en duda. Pero en vez de avanzar retrocedimos y ya no hay mujeres en la Corte.
La historia es zigzagueante y se cobra con soplidos cada uno de nuestros avances. Si las damas antiguas tenían armaduras que inmovilizaban sus pasos ahora las armaduras son la desnudez, la lozanía, la delgadez, la tonificación y la tirantez de la piel. Si ya no nos pueden esconder quieren que nos escondamos solas. Si ya nos podemos mover quieren que nos quedemos inhibidas por nuestra propia cuenta.
O que creamos que somos nosotras las que nos autoflagelamos cuando el control del cinturón de castidad moderno es el centímetro que aparece como un látigo ante cada placer que aceptamos y ante cada gramo de carne que nos palpamos y frente al que sentimos que somos carnadas de los tiburones despiadados de las redes sociales o los medios de comunicación.
La hegemonía de la belleza copó la cultura dominante y la contracultura también. En Argentina, Luca Prodan, cantaba con Sumo: “Una rubia tarada, bronceada, aburrida, me dijo, ¿Por qué te pelaste? Yo por el asco que me da tu sociedad”. En esa frase de Sumo se resume una belleza serial lograda a base de polvito celeste, decolorante, planchitas y remeras blancas que, más que estilo, busca uniformidad.
Hoy la frivolidad reina. Si sos inteligente mejor que seas bonita y, si no lo sos, que lo disimules. La reflexión cae pesada y se lleva mejor si estas arreglada. La seducción pensante está en desgracia. Y los varones suelen coronar esta tendencia brindando con mujeres a las que exhibir y no con las que pensar y pasarla bien juntos. Pareciera que ellos se volvieron a abrazar a su propio espejo. No es que el cuerpo que atrae es el que hace cosquillas, sino el que trae likes y aplausos para el asador de corazones de IG.
La periodista Silvye Barbier, citada en Belleza fatal, definió “De un tiempo a esta parte, se pregona la tiranía del look. Se alienta la figura de la idiota seductora o bien de la seducción de la infradotada con la mirada de pescado muerto. Es el fin de la sinceridad. El fin de la audacia. Hay un nuevo estribillo: no existir sino es a través de la belleza y no sobrevivir sino a través de la mirada de los hombres”.
Podemos creer que siempre fue así. Pero no es cierto. La historia recrudece como un perro que afila sus colmillos cuando le quitan su hueso. Ante la liberación de las mujeres la jaula de la belleza se puso más blindada y los varones más mononeuronales a la hora de elegir, elogiar o criticar a las mujeres por su aspecto físico.
No es solo que cada vez miran solo si le dan o no a una chica (y no qué le dan), sino que con las diferencias ideológicas que jaquean al país y al mundo, sin embargo, la tiranía de la belleza tiene tiranos que no compartirían el mismo barco de pensamiento pero que manejan para el mismo lado cuando se trata de observar con lupa los que consideran defectos de las mujeres y no miran a las que no pueden mostrar en el proyector permanente en el que se convirtió la vida moderna.
En la serie El escándalo se muestra como la cadena de televisión norteamericana empezó a mostrar las piernas de las conductoras (y su director a acosar a quienes les daba lugar frente a cámaras) para captar rating. Hoy no se podría distinguir el dial por la imagen femenina si no fuera porque las noticias se dan de manera arbitrariamente distinta. Pero todas son escandalosamente estereotipadas en relación al aspecto físico.
No se trata de que las mujeres no puedan ponerse lo que quieren y mostrar lo que sugieran. Pero sí que hay un único talle para hacer televisión. Los varones pueden tener más peso o menos pelo. Pero las mujeres que se salen de los moldes son excepciones. Y no se trata de qué hacen ellas, sino qué hacen con ellas y que se trasmite cuando la televisión apenas muestra diversidad como un rocío que no apaga el incendio del sometimiento estético.
El mensaje es claro: si no entrás no existís, si te arrugás no sonreís, si hay que buscar talle das trabajo, si sos morocha no sos televisable, si tenés una naríz prominente no equilibrás la programación y si no contribuís a que la belleza sea un candado no te dejamos liberada la banda ancha de la pantalla.
Hay una obsesión con las carteras femeninas por su precio, tamaño, carga y color. Supuestamente las mujeres las cargan para ostentar y se las carga si salen caras o baratas. Pero los varones (mucho más homogéneamente que hace dos, tres o cuatro décadas) se cuelgan a las mujeres como carteras que necesitan vanagloriar para subirse el precio.
Ahí es donde se corta la correa. La seducción no es risa, piel, tacto, perfume, mirada, simpatía, empatía, frescura, amabilidad, suavidad, danza, cultura, inteligencia, química, estilo y otras cualidades del erotismo que no se achica –se amplifica- si no queda solo reducido a la mirada y, especialmente, a la mirada de lo que ven los de afuera (que de palo no tienen nada).
La belleza entonces no queda minimizada a un período histórico o a menos corsets que en la época victoriana o a un tiempo en que los roles se marcaban más sometidos para las mujeres y más engreídos para los varones. La belleza contrataca. Y está ahora más afilada que nunca.
No alcanza con seducirse. Lo importante es exhibirse. No se comenta la alfombra roja entre diversión, malicia y picardía con comentarios que no hieren, ni llegan a quien camina. Ahora todos vivimos en una alfombra roja desgastada y se lanzan dardos que voltean como en una guerra en donde la belleza es el talón de Aquiles ya quebrado de tanto bloquear haters.
Hoy existe un frente opositor al retroceso en el avance de los estereotipos de belleza con el activismo body positive o la lucha contra la gordofobia. Eso ayuda. Y hay más amplitud para poder respirar sin contraer el ombligo como la campaña “Hermana Soltá la panza” de Mujeres Que no Fueron Tapa (MQNFT).
“Cuando tenía 12 y 13 años mis papás me decían que trate de evitar la merienda porque era muy grandota y quedaba feo. A los 19 tuve anorexia con amenorrea durante casi un año y problemas óseos. Se sorprendieron y me dijeron que era mi culpa por tener la mente débil”, cuenta una de las mujeres que dejan sus testimonios en MQNFT.
Después de la campaña “Hermana, soltá la panza” el sitio dirigido por la artista y comunicadora Lala Pasquinelli está buscando herramientas para poder frenar a las personas que hacen comentarios no solicitados sobre el cuerpo, la vestimenta y el aspecto y poder defenderse de las heridas que vienen con dardos envenenados y caen justo en el corazón de la autoestima.
En relación a la autoestima Lala Pasquinelli escribió en un posteo: “La autoestima no tiene nada de ‘auto’, se construye en relación, siendo afectada por el contexto en el que vivimos. ¿Cómo podemos valorarnos a nosotras mismas si somos humilladas y degradadas desde la infancia por quienes se suponen que nos quieren y nos tienen que cuidar?”.
Y se interroga: “¿Podemos construir esa valoración por nosotras si seguimos expuestas a esa violencia, esos juicios, acciones y comentarios? No. No hay formulas mágicas”.
Y da algunas herramientas concretas para hacer espejito rebotín:
* No ser sumisas con la familia. No dejar que las violenten, defenderse y responder”.
* No es una responsabilidad personal conseguir que no afecte. No creer que el problema somos nosotras y salir de los entornos donde somos humilladas y maltratadas. Hay que salir de ahí.
* Hay que dejar de creer que si explicamos bien les vamos a convencer. El que humilla no quiere entender, quiere ejercer su poder sobre nuestros cuerpos.
* Hay que decir basta y sostener el basta.
* Dejemos de ser buenas. Dejemos de querer agradar, de no incomodar, de sostenerle la incomodidad al resto, de siempre intentar que “nadie se ofenda” y de buscar las mejores formas.
* Digamos lo que sentimos como nos salga. Dejemos salir el dolor de la manera en que podamos.
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