Negar la derrota es negar la decisión de los ciudadanos

El kirchnerismo ha tenido siempre una disociación autoritaria de la realidad, que busca imponer a fuerza de relato, aunque choque con lo evidente. Les importa lo que piensa el pueblo cuando les conviene, es decir, cuando los votan

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El acto en el búnker
El acto en el búnker del Frente de Todos, donde el Presidente lamó a "festejar el triunfo" en la Plaza de Mayo (Foto: Franco Fafasuli)

No es extraño que el Gobierno niegue la derrota. Negó la inflación, negó los delitos, negó los pobres. Digamos que el kirchnerismo ha tenido desde siempre una disociación autoritaria de la realidad. Que busca imponer a fuerza de relato, aunque choque denodadamente con lo evidente. Daniel Gollan había anticipado la delirante estrategia de negar la derrota con una frase pretenciosa: “La palabra derrota no existe en nuestro diccionario”, afirmó. Y fue literal. No es que pensaban ganar. Pensaban negar que perdían. El problema es que una de las bases de las reglas de juego en democracia es aceptar que las urnas diriman, y declaren vencedores y vencidos mediante un acto cívico donde el poder vuelve a sus verdaderos dueños, los ciudadanos. Entonces, negar la derrota, primero, es negar la decisión de los ciudadanos. Segundo, es profundamente anti-democrático porque presupone no asumir las consecuencias del resultado que de hecho reordena el mapa de poder. Es casi como atrincherarse. Es curioso este cuarto Gobierno kirchnerista: ha devenido en un populismo que ha perdido pueblo. Y no tiene mejor opción que decidir negar los votos del pueblo porque no los eligieron a ellos. Les importa lo que piensa el pueblo cuando les conviene, es decir, cuando los votan.

La otra cuestión relevante que se abre luego de la derrota negada pero derrota al fin, tiene que ver con el Presidente de la nación y su liderazgo. La historia de Alberto Fernández como Presidente es hasta ahora la historia inconclusa de su autonomía en el cargo para el que fue elegido. Su siempre fallida liberación de Cristina tuvo su más largo aliento en los comienzos de la pandemia y lo hizo enamorar de la cuarentena que parecía darle vida política y una popularidad récord. El kirchnerismo duro, de Cristina, ya estaba agazapado, acechante y a la espera, para hacerle saber quién mandaba. El primer embate público en el que no dudó en probar fidelidad mostró un sometimiento en tres actos. Cuando luego de los dichos camporistas sobre la avanzada a Vicentin, el Presidente negó que fuera a intervenir en la propiedad privada. Sólo le llevó unas horas más profesar exactamente lo contrario, cometiendo aberraciones jurídicas en el camino y blandiendo una ley de Videla para expropiar empresas. En el último acto la Justicia lo frenó. Pero más allá de Vicentin, en cuyo concurso no tenía obviamente atribuciones el poder ejecutivo, el daño político fue fatal. Cristina sabe cómo hacer acto de presencia con una sola palabra. Esa palabra había sido “expropiación”. Y así, el Presidente moderado y paternal de la cuarentena quedaba marcado por kirchnerismo en sangre y mediante un correctivo público.

Entonces no se sabía aún de las fiestas en Olivos pero a partir de allí, el proceso de su desautorización fue más y más permanente y en domesticación acelerada. Así, cada vez que el Presidente osaba mostrar un atisbo de diferenciación, debía dar marcha atrás. Hasta que empezó a hacerlo él mismo. A ejecutar marchas atrás sin dar marchas adelante. Se le hizo carne la sobreactuación de fidelidad. Y luego de la derrota de las PASO, directamente obedeció como un lacayo en medio de renuncias conspirativas, acatando ordenes por carta. Así llegó a un discurso insólito en la noche de una derrota histórica del peronismo que ocurrió bajo su comando o bajo su no comando del partido. El mensaje parecía salido de una cápsula del tiempo, fuera de sincronía con momento y lugar. Acababan de conocerse los resultados e irrumpió el discurso enlatado llegado desde otra galaxia donde evidentemente el peronismo no había perdido. Es más, allí el Presidente de la Nación parecía directamente haber ganado los comicios con una pieza que quedará en los anales del discurso contradictorio. El mandatario comienza moderado y va cambiando de idea en la parrafada en la que pasa de pensar una cosa a exactamente la otra. Así llama al diálogo a la oposición hasta que la acusa. Así plantea un acuerdo racional con el Fondo, pero luego critica todo ajuste. Nadie sabe cómo se ordena las cuentas sin ordenarlas, o cómo se llama al diálogo, fustigando al interlocutor en el llamado. Pero Alberto lo hizo.

La disociación del Presidente con la realidad es seria. Y como se disocia de sus propias palabras en pocos minutos es muy difícil creerle. Horas antes de que anunciara, los supuestos avances en un acuerdo con el Fondo cuyos detalles serían enviados al Congreso, Cristina Fernández hizo saber que no haría acto de presencia en el búnker del Frente que era de Todos. Cristina, que a veces se hace entender con una sola palabra, también se hace entender con ausencias. Luego de escuchar al Presidente hacer otra vez promesas de moderación, lo que cualquiera se pregunta es si tiene el acuerdo de Cristina que nunca se modera en nada. En estas horas el FMI dijo que es indispensable para un acuerdo un amplio apoyo político. Y el apoyo más difícil no parece ser el de la oposición. A esta altura es irónico que el Presidente haya reclamado una oposición responsable. El presidente debería pedirle a Cristina que ella sea una oposición responsable. A Cristina y a la Cámpora. Lo último que se sabe de la vicepresidenta es que le dieron reposo médico. De la derrota no dijo nada. Tampoco festejó el fake triunfo como hicieron en su espacio político. ¿Sabía del mensaje del Presidente? ¿Qué piensa de un acuerdo con el Fondo que en su espacio rechazaron con vehemencia durante todo el año?

Cristina es la principal fuerza de obstrucción de cualquier acuerdo. Con la oposición o con el Fondo. Y el Presidente, por sus responsabilidades constitucionales, no podrá contar con el argumento de que no lo dejaron Cristina o sus muchachos de la liberación. Las únicas liberaciones que vimos, a todo esto, son las de presos por delitos comunes y las de presos por corrupción. Quizás el kirchnerismo no es tan ineficiente después de todo. Al menos para ciertas cosas que de verdad les importan. La economía no es una de ellas. O al menos la economía desde un criterio que no sea el del control de ellos sobre la plata de todos con la avaricia por las cajas propias y ajenas. Las del Estado y las que permiten esquilmar a las clases medias, pero también las que cristalizan a la pobreza convirtiendo a los pobres en masas dependientes que deben pagar con fidelidad. Y eso también se rompió en estas elecciones. Muchos se sorprenden porque el peronismo perdió unido porque no miran desde la lógica de las personas que por más pertenencia política o carencia que padezcan son sujetos de dignidad. El pobrismo también es una batalla cultural que el kirchnerismo ha perdido.

Argentina es un país con su economía postrada y abrumado por la desesperanza. El actual Gobierno ha intentado postergar toda decisión difícil, pero el límite de la procrastinación está cerca. Si no hay acuerdo con el Fondo, hay default. Es de suponer que a Cristina le importa mantener el poder para continuar despejando su horizonte judicial. Pero esta es también la derrota de Cristina. Y nadie sabe si está dispuesta a perder a sus últimos devotos por aceptar lo que siempre dijo que no aceptaría: acordar con el FMI. Todos tiemblan pensando en que se le ocurra escribir otra carta.

* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)

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