La primera biografía de Mao Tse-Tung se la debemos al periodista estadounidense Edgar Snow, quien, tras pasar cuatro meses con los guerrilleros comunistas en el noroeste de China durante el año 1936, publicó al año siguiente “Estrella roja sobre China”, texto que presentó a Mao ante el mundo mucho antes de que este llegase a la cima del poder político en el gigante asiático. Snow fue el primer corresponsal occidental en entablar contacto con los luchadores comunistas de la China Popular liderados por Mao. Tomó nota de lo que Mao le contaba o directamente le dictaba, por lo que esa obra puede ser considerada casi una autobiografía, en la opinión de Tilemann Grimm, otro biógrafo del líder comunista chino. Al igual que Snow, este profesor alemán de sinología de la Universidad de Münster, abrazó la figura de Mao con admiración. “Estrella roja sobre China”, sin embargo, es la biografía cumbre, primigenia de Mao, y la que más contribuyó a promover la imagen global de Mao como un romántico luchador por la libertad, imagen que lo sobrevivió aun después del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Una traducción al mandarín introdujo a Mao entre los jóvenes citadinos bien educados de la costa China, quienes se desplazaron a la base comunista en Yenán y se comprometieron con la causa. Fue un manual para los partisanos anti-nazis en Rusia, para los rebeldes indios que luchaban contra Inglaterra y para las guerrillas Huk en las Filipinas, entre otros. Entre sus lectores entusiastas se cuenta al malayo Chin Peng y al sudafricano Nelson Mandela.
Un contraste biográfico interesante es ofrecido en las memorias de dos hermanos chinos, Xiao San y Xiao Yu, compañeros de juventud de Mao. Uno escribió un texto procomunista, “La juventud del camarada Mao Zedong”, en lengua china en 1949; el otro dejó un texto anticomunista titulado Mao Zedong y yo éramos mendigos, en idioma inglés en 1961. Otros colegas de Mao también han legado sus experiencias por escrito: camaradas del partido, un guardaespaldas, su médico personal y una de sus esposas. Y luego está el aporte de historiadores chinos y no chinos que han asistido al enorme desafío de documentar, detallar y facilitar el conocimiento acerca de unas de las figuras políticas más relevantes del siglo XX.
Para 1945 Mao era la figura política suprema del comunismo chino. Oficiaba de Jefe del Comité Central del PCCh, del Politburó, de la Secretaría y del Consejo Militar. Sólo Stalin detentaba más poder que Mao en el comunismo mundial. Ese mismo año, el PCCh declara que Mao “ha aplicado creativamente las teorías científicas de mayor sabiduría de toda la historia de la humanidad, es decir, el marxismo-leninismo, en un país tan grande como China” y que “Mao Zedong ha desarrollado brillantemente las doctrinas de Lenin y Stalin”. Finalmente, el 1 de octubre de aquél año, desde la Ciudad Prohibida Mao declaró el nacimiento de la República Popular China: “¡El pueblo chino se ha levantado!”. Así, dos tercios de la humanidad que estaban bajo la bandera roja eran ahora gobernados por Beijing, como observó el Jean-Louis Margolin en El Libro Negro del Comunismo.
Roderick Macfarquhar y Michael Schoenhalls, en su obra “La revolución cultural china”, señalan que cuando la revolución comunista triunfó en China en 1949 y Mao proclamó el nacimiento de la República Popular, Japón estaba bajo ocupación extranjera, desmoralizado por su debacle en la Segunda Guerra Mundial y traumado por la devastación nuclear que sufrió. Taiwán era un territorio rural atrasado que había dado acogida a los enemigos derrotados del comunismo chino, mientras que Corea del Sur estaba por ser invadida desde el norte con el apoyo posterior del ejército chino y sumida en una traumática contienda. Para cuando Mao murió en 1976, Asia se había transformado: Japón, Taiwán y Corea del Sur, así como Hong Kong y Singapur, prosperaban económicamente y más adelante serían catalogados globalmente con admiración como “tigres asiáticos”. China permanecía maniatada y atascada económicamente. Al cabo de casi tres décadas de égida maoísta, China tenía un ingreso per cápita apenas arriba del de Bangladesh y el 80% de su población era rural y analfabeta. En la caracterización del periodista Adrián Foncillas de La Nación, China era un país “misérrimo y hambriento, con Mao como excepción obesa”. Sólo tras la muerte del Gran Timonel pudo China iniciar su propio proceso de conversión hacia el desarrollo económico, dejando de ser una nación agraria hasta transformarse en la segunda economía mundial. En la actualidad, más de la mitad de la población china es urbana, y en la últimas cuatro décadas el analfabetismo cayó al 1% en tanto que la esperanza de vida se duplicó. Según datos aportados por la experta argentina en asuntos chinos Carola Ramón-Berjano, en los pasados cuarenta años China sacó a casi ochocientos millones de personas de la pobreza, lo que representó una reducción del 80% de la pobreza a nivel mundial. El economista Steven Radelet lo expresó con humor negro: “En 1976, Mao sin ayuda y dramáticamente cambió la dirección de la pobreza global con un acto simple: se murió”.
Sus sucesores abandonaron las crueles políticas económicas de Mao, sus nociones de equidad salvaje, su apego al colectivismo y ruralización forzados, y se abrieron a reformas sustantivas. Liberaron las restricciones agrarias, fomentaron el comercio internacional y la inversión extranjera, aceptaron el derecho a la propiedad privada y al enriquecimiento personal y transformaron a China en una nación capitalista. Modernizaron la economía y dieron la bienvenida a la privatización, a la industrialización y a la tecnologización del país. La visión social y económica del maoísmo fue sumariamente apartada en la nueva China, y a decir de Tilemann Grimm, las estructuras revolucionarias edificadas por Mao fueron desmanteladas, se revisaron sus tesis y fueron condenadas sus interpretaciones más radicales. Emergió así un “socialismo de características chinas”, en la definición de sus creadores, o bien un “leninismo de mercado”, en la mirada de observadores occidentales. El gobierno chino entendió que el progreso económico del país no yacía en el comunismo, sino en un alejamiento del mismo.
Evan Osnos, autor de China: la edad de la ambición, ha observado que para sobrevivir, el Partido Comunista Chino preservó a su Santo (Mao) pero claramente renunció a su Evangelio.
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