Civilización o barbarie

Dejaremos de plantear este dilema cuando, por ejemplo, analicemos los resultados de las pruebas “Aprender”, cuando comparemos las provincias contextuadamente para analizar con otros ojos la pobreza del capital cultural de los estudiantes del interior de nuestro país

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Foto NA: APN LA PAMPAzzzz
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Domingo Faustino Sarmiento fue un político controvertido, sin lugar a dudas. Un hombre de su tiempo, signado por fuertes contradicciones. Sostenía que uno de los problemas que debía afrontar nuestro país estaba sometido a un dilema: civilización o barbarie. En una de sus obras emblemáticas plasma dicha contradicción e identifica a la primera categoría con la ciudad, la vanguardia, con lo europeo y, a la segunda, por el contrario, con el campo, lo rural, el atraso, el indio y el gaucho.

En dicha obra, “Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas”, refiere al gaucho como un ser que vive en un mundo de idealizaciones morales y religiosas, mezcladas con hechos naturales que son comprendidos desde tradiciones supersticiosas y groseras. Identifica al gaucho malo como un salvaje de color blanco, proscripto por las leyes, divorciado de la sociedad y depravado como el resto de los pobladores. Asimismo, sostiene una fuerte división entre Buenos Aires, la ciudad que se creía continuación de Europa, con el resto de la población del interior del país caracterizada por lo salvaje.

De Marco (h), en su obra Sarmiento (2016). Maestro de América, constructor de la Nación, cuenta la experiencia del sanjuanino en Estados Unidos, modelo que lo deslumbrará y del que tomará lo esencial para su proyecto educativo. En 1845, Sarmiento, exiliado en Chile, había viajado a Europa y Estados Unidos, enviado por el gobierno del país vecino para indagar sobre los últimos métodos de enseñanza. Quedó impresionado por la calidad educativa de algunos países europeos, pero fue en Estados Unidos donde encontró lo que buscaba: un sistema que, con fuerte hincapié en la formación de docentes, permitía pensar en la posibilidad de educar a toda la población.

Sarmiento consideraba indispensable jerarquizar la enseñanza, que requería una preparación como ninguna otra y exaltaba el papel de la mujer en la docencia.

En Estados Unidos Sarmiento se encontró con el educador Horacio Mann, quien más tarde sería reconocido como el “padre de la educación norteamericana” y su esposa Mary, con quienes rápidamente compartió ideales y objetivos. Fue con ellos con quienes concretó, en 1865, la idea de traer a la Argentina algunas maestras norteamericanas. Pero fue a partir de 1868, como Presidente en este país, cuando la idea comenzaría a concretarse.

Apenas llegó al país del norte, recorrió los edificios escolares. En la obra de De Marco (h) se toman las palabras de Sarmiento, quien dejó escrito: “El principal objeto de mi viaje era ver a míster Horace Mann, el secretario del Board de Educación, el gran reformador de la educación primaria, viajero como yo en busca de métodos y sistemas por Europa, y hombre que a un fondo inagotable de bondad y de filantropía, reunía en sus actos y sus escritos una rara prudencia y un profundo saber. Creaba allí, un plantel de maestras de escuela que visité con su señora, y donde no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía como ramos complementarios de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro y lucrativo para los prestamistas”.

Cecilia Yornet señala que Sarmiento había soñado traer mil maestras norteamericanas a la Argentina. Lo cierto es que entre 1869 y 1898 llegaron sesenta y cinco docentes. De ellos, sólo cuatro eran hombres. Las “hijas de Sarmiento”, como se los empezó a llamar, venían de Nueva York, Pennsylvania, Maryland, Virginia, Ohio, Nueva Inglaterra, entre otros puntos de Norteamérica. Habían respondido a la convocatoria del Gobierno argentino que no sólo difundió personalmente Mary Mann, sino que incluso se publicó en los principales diarios de Estados Unidos. El Gobierno argentino les ofrecía un contrato por tres años, que comenzaba a correr en el momento en que se embarcaban hacia este país. Una vez aquí, tenían cuatro meses para aprender el idioma y ambientarse, lo cual se hacía en Paraná, lugar donde se había creado la primera Escuela Normal argentina. Después de esa preparación, eran destinadas a distintos puntos del país donde se estaban creando estas escuelas.

Yornet traslada a números la experiencia: de los 65 docentes que llegaron a la Argentina, 5 murieron en los primeros años, principalmente de fiebre amarilla y cólera y sólo 16 regresaron a su país una vez terminado el contrato. 36 enseñaron durante 13 años en Argentina, y 20 se radicaron y murieron en nuestras tierras. Al menos cinco se casaron en Argentina, pero no con argentinos.

A quien le interese el tema, una lectura recomendada es la exquisita novela de Gloria Casañas, “La maestra de la laguna”; en la que la autora cuenta la biografía de vida de Elizabeth O´Connor, una maestra que llegó de Massachusetts. En esta obra relata una historia de amor enmarcada en las costumbres de la época.

Algunas de las primeras dificultades que los docentes extranjeros tuvieron que afrontar fue la actitud recelosa de las maestras locales que recibían una remuneración mucho menor, aprender un idioma que les resultaba sumamente difícil, entre otros, pero fueron problemas ínfimos al lado de la intolerancia religiosa. Con excepción de cinco maestras, el resto era protestante y en algunas ciudades como Catamarca y Córdoba tuvieron que lidiar contra los prejuicios de familias que no querían mandar a sus hijos a educarse con herejes, actitud que en muchos casos estaba avalada por obispos y sacerdotes.

Según Yornet, considerado por el revisionismo como el más irritante ejemplo del afán extranjerizante y antinacional de Sarmiento, estos docentes forjaron las bases del sistema educativo argentino Introdujeron cuestiones antes inexistentes en las escuelas de este país: el desarrollo artístico, el sentido de la responsabilidad, la puntualidad, la asistencia a pesar de las inclemencias del tiempo, el aseo personal y el orden, el trabajo manual, la gimnasia, cuadernos de trabajos, deberes escritos, bibliotecas escolares, exposiciones de historia natural y excursiones educativas. Suprimieron los exámenes públicos, a la vez que desalentaron el aprendizaje de memoria. También contribuyeron a jerarquizar el rol del docente y permitieron que muchas mujeres argentinas tuvieran una profesión.

Y, si bien fue Sarmiento quien promovió la educación primaria y fue propulsor de la primera Ley de educación N° 1420, en la cual consolidó la igualdad y laicidad en la educación argentina, a la hora de mostrar el modelo de país que promovía, deja en dudas algunas ideas democratizadoras.

Pareciera que los 150 años de historia que nos separan, no alcanza para darnos cuenta que la educación es la base de igualdad que necesitamos para promover la diversidad y el crecimiento de un país más igualitario. Creo yo que nos alcanzaría con revisar el formato escolar: la enseñanza por disciplinas, un modelo de educación traído de la Francia napoleónica; y bastaría con dejar de tener cursados de materias atomizadas para dar lugar a una nueva mirada que aportan los mismos docentes con sus investigaciones.

Las nuevas pedagogías que necesitamos son aquellas que revalorizan las prácticas docentes y que lleva a maestros y profesores a estudiar, debatir, cuestionar e interpelarse en su trabajo cotidiano.

Dejaremos de plantear el dilema civilización o barbarie cuando, por ejemplo, analicemos los resultados de las pruebas “Aprender”; cuando comparemos las provincias contextuadamente para analizar con otros ojos la pobreza del capital cultural de los estudiantes del interior de nuestro país.

Si planificamos una educación para todos, respetando las diferencias regionales, si fortalecemos ambientes escolares inclusivos, con políticas de prevención de la violencia, si fomentamos la inclusión de los jóvenes al trabajo, quizás podremos ir cumpliendo nuestros objetivos. Si mejoramos las relaciones entre las instituciones de educación superior y otras instituciones donde los futuros enseñantes hacen sus prácticas pedagógicas, con intercambio de saberes y experiencias, incluyendo un diseño e implementación de sistemas de evaluación con el objetivo de obtener información estratégica para la toma de decisiones y el fortalecimiento de las instituciones educativas, seguramente muchos de nuestros problemas encontrarían solución.

A “la civilización” no la podemos importar de Finlandia, pero sí desterremos, de una buena vez la barbarie ya instalada en el imaginario social referida especialmente a ciertos sectores sociales.

Un dilema solo nos conduce a caminos opuestos sin posibilidad de solución. Por lo tanto, se torna necesario tener políticas públicas que incluyan a todos, planificadas a largo plazo, más allá de los gobiernos de turno. Un Estado preocupado y ocupado en sus ciudadanos encontrará caminos alternativos para que la educación logre la sociedad mejor que todos queremos ser.

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