Coronavirus: 5 ideas a repensar

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Una pareja fue registrada este
Una pareja fue registrada este lunes al realizar sus compras navideñas en el barrio Flores de Buenos Aires (EFE)

Pasó el 2020, un año de pandemia en el que vivimos confinamientos extensivos e intensivos, derrumbamientos de la economía, pérdida colosal del empleo, deterioro del consumo, aumento de la pobreza, postergación de tratamientos médicos importantes, pérdida de días de clase, aumento del stress, la ansiedad y la depresión, entre muchas otras cosas.

Admito seguir sorprendido de la enorme desproporción entre el problema y la reacción al problema, de cómo se propagó la irracionalidad como un reguero de pólvora a través del mundo, de cómo las sociedades fueron corriendo a demandar restricciones, toques de queda y policías para perseguir vecinos que compraron en un supermercado que no les correspondía.

En algún momento mencioné que estábamos presos de incentivos que auguraban una tormenta perfecta: una total sobrerreacción por parte de los gobiernos. En Argentina el asunto fue peor que en otros países. Aquí ya había comorbilidades en materia económica, sanitaria, institucional, de infraestructura, y de legitimidad política. Así y todo, entramos en una cuarentena irresponsable, inconstitucional e incierta, que arrancó temprano y se prolongó demasiado, con enormes costos para todos los argentinos.

Aquí propongo, a casi un año del comienzo de la locura global, repensar algunas posiciones muy usuales, que jamás han podido debatirse demasiado, por el férreo proceso de cancelación de discusión que se impuso desde el minuto cero. No pretendo refutar estas ideas, muy arraigadas en el “sentido común” (que no siempre es buen baremo) del contexto de pandemia, pero sí al menos disputarlas, repensarlas.

1. Los médicos tienen la última palabra

Bueno, no. El médico observa la lesión pulmonar en una radiografía y concluye que el consumo del tabaco produjo el daño, el ingeniero civil analiza el diseño de una autopista y concluye que podrá soportar determinado peso, el meteorólogo observa los cambios de presión atmosférica y concluye que probablemente llueva por la noche. Pero el médico no decide si el consumo de tabaco debe prohibirse, regularse o permitirse, el ingeniero no es autoridad para definir si la carretera tendrá cabinas de peaje, ni el meteorólogo decide si esta noche pondremos la mesa en el patio.

El plano descriptivo y el valorativo son bien diferentes. En casos de salud, como el coronavirus, los médicos tienen la importante primera palabra, al describir el fenómeno (cosa que han hecho no sin grandes vacilaciones, dada la novedad del caso). De ellos esperamos que nos den datos, cifras, información emergente del método científico. Características del virus, comparación con otros virus, evidencia que respalde distintas formas de prevención, simulaciones que intenten aproximarse a los distintos escenarios posibles, ventajas y desventajas de las distintas vacunas, entre infinitas otras cuestiones. Es eso lo que la ciencia médica debe poner a disposición de la sociedad en un caso como éste.

Ahora bien, alimentada la sociedad civil y los gobiernos de la ciencia que médicos y científicos ponen sobre la mesa, la decisión de qué hacer con aquello es una cuestión valorativa, y por lo tanto más de la filosofía, de la ética, del Derecho y de la política que de la medicina. Un médico puede decir “si no se toma el curso de acción A, ocurrirá el evento B”, pero quien decide si hay que elegir el curso A o B es la sociedad y sus representantes, dentro de un marco legal. Por usar un ejemplo remanido y falaz, si hay que priorizar salud a economía o economía frente a salud, y en qué medida, no es cuestión del médico sino de la sociedad. La ciencia médica puede tener la primera palabra en una pandemia, pero nunca la última, más allá de que varios periodistas presionan para que los médicos den menos evidencia y datos duros, y en su lugar opinen sobre restricciones y suspensión de derechos (y que no pocos médicos están encantados con este versión del “filósofo Rey” de Platón, hoy “epidemiólogo Rey”).

Se llama falacia naturalista o ley de Hume al mandamiento que establece que está prohibido pasar de una premisa descriptiva a una conclusión prescriptiva. Haciendo una interpretación blanda, podemos decir que no es que no se pueda pasar del ser al deber ser, sino que esta nueva relación “ha de ser observada y explicada”, como señala el escocés en su Tratado de Naturaleza Humana.

Si un epidemiólogo sostiene, por ejemplo, que a cierta tasa de contagio observable estima que se producirán cierta cantidad de muertes (descripción) y concluye que entonces es necesario realizar una cuarentena intensiva (valoración), está dando un salto sin justificarlo. Por ejemplo, ¿es el costo de evitar dichas muertes socialmente menos oneroso que el costo de realizar una cuarentena? Puede que sí, puede que no. La ciencia no clausura el debate valorativo, lo abre. El médico cuando describe es un galeno, pero cuando opina sobre cómo balancear medidas sanitarias con otros valores (económicos, éticos o constitucionales, por ejemplo) hay que imaginarlo sin guardapolvos ni estetoscopio. Con derecho a opinar, claro, pero sin considerar su opinión como excluyente. Su merecida autoridad se ciñe a los confines del plano descriptivo. En el plano valorativo, son sólo un jugador más.

2. Quienes no se cuidan están agrediendo la salud de los demás

Esta es una sentencia que se repite mucho: circular despreocupadamente esparciendo un virus mortal es un acto de agresión contra otros. Se me ocurren algunas observaciones para refutar o, al menos, morigerar esta postura que pretendería basarse en el principio de daño de John Stuart Mill. Pero, primero, propongo pensar que es totalmente cierta. Los homo sapiens transportamos y transmitimos bacterias y virus de todo tipo. Es parte de nuestra naturaleza. Mas, ¿consideramos realmente que todo virus que transmitamos implicaría un acto de agresión? En Argentina mueren cerca de 30.000 personas por año a causa del virus de la influenza, que resulta fatal para algunas personas inmunodeprimidas y ancianas. Esas decenas de miles de personas muertas recibieron el virus de alguien. ¿Por qué nunca vimos antes conductas homicidas en la transmisión de la gripe? Una respuesta sería que la gripe no es tan contagiosa como el coronavirus. Esto parece ser cierto, pero a los fines de si una conducta representa una agresión o no ¿esto es significativo? ¿En qué medida? Si Juan transmite a Pedro el virus de la influenza y Pedro muere, o si José transmite a Pedro el coronavirus y Pedro muere, lo cierto es que en ambos casos Pedro murió. Se podría sostener que en términos agregados en el coronavirus hay más Pedros que en la influenza. Esto es correcto. Ahora bien, ¿es un criterio satisfactorio? ¿Por qué transmitir un virus potencialmente mortal sería un acto de agresión y transmitir otro virus potencialmente mortal no lo sería? Además ¿por qué ceñir sólo el daño a la muerte? ¿No cabría indemnizar por daños y perjuicios a cualquier personas al que le contagiamos coronavirus, o incluso influenza, y se tiene que pasar unos días en cama?

A más de lo anterior, el considerar que vivir despreocupadamente esparciendo un virus mortal es un acto de agresión implica una suposición fuerte: que el sujeto efectivamente tiene el virus. Este es un punto muy importante. No parece ser lo mismo restringir la libertad circulatoria de alguien infectado que restringir la libertad circulatoria de alguien sólo por pertenecer, inevitablemente, a la especie homo sapiens. Las medidas restrictivas, insólitas en la historia de la humanidad, no discriminan si uno ya tuvo el virus, si nunca lo tuvo, si es paciente de riesgo o no. Todos adentro, no por tener el virus sino por tener un cuerpo capaz de tenerlo. Y así durante meses. Uno sigue sorprendido de la desproporción.

Por último, la sentencia vivir despreocupadamente esparciendo un virus mortal es un acto de agresión también requiere un matiz en lo de “virus mortal”. “Potencialmente mortal” resulta mucho más preciso, habida cuenta de que la mortalidad del COVID-19, si bien todavía no hay un número preciso, ronda el 0,23% según un informe de Ioannidis para la OMS. O sea, una persona de cada 434 infectados muere. En edades menores de 70 años la tasa baja a 0,05%, es decir que muere una persona cada 2.000 infectados. Esto no hace menos dramática la situación del que muere, claro está. Sin embargo, esto no debería llevar a igualar falazmente contagio con muerte. Es desproporcionadamente más la gente contagiada que la pequeña proporción que puede fallecer de esto (y que debería ser la población a enfocarse). Recordemos que, contra los cálculos agoreros de Neil Ferguson -el científico del Imperial College que realizó el modelo que convenció al premier británico Boris Johnson de cerrar Reino Unido- estimaba hasta 40 millones de muertos para el 2020 en el peor escenario. No llegamos a dos millones aún (y Neil Ferguson fue despedido de su cargo de asesor del Primer Ministro porque lo encontraron rompiendo la cuarentena para ver a su amante, aunque esa ya sea otra historia). Pasemos, entonces, a otra de las tesis que se repiten en tiempos de coronavirus.

3. Hay que priorizar la salud

¿Por qué? Esta no es una tesis que se explique a sí misma. ¿De dónde sale que tenemos que priorizar la salud? ¿La salud de quién? ¿La salud de cuántos? ¿La salud física solamente? ¿La calidad de vida importa o no? ¿La salud es superior a cualquier otro bien? ¿Siempre o sólo por un período? ¿De cuánto tiempo?

El 2020 fue un año catastrófico para la economía y el empleo, producto no del virus, sino de la reacción al virus. Hay mucha evidencia que muestra que la pérdida del trabajo, así como las dificultades para ingresar al mercado laboral en razón de crisis económicas, afectan y mucho a la salud de las personas. Perder el trabajo genera el acortamiento aproximado de un año y medio de vida, concluyen varias investigaciones de Hannes Schwandt y Till von Wachter. Los despedidos, los desempleados, los que perdieron su negocio en 2020 vivirán peor y menos de lo que hubieran vivido sin la reacción paquidérmica al coronavirus. Por otro lado, los beneficiados del 2020 (la población de riesgo, cuya muerte no se efectuó dada la menor circulación del virus producto de las restricciones) vivirán algunos años más. Pero ¿se aumentaron los años de vida o sólo se redistribuyeron? No es evidente la respuesta. Los años de vida de Carlos, de ochenta años, que logró pasar el 2020 sin morir de coronavirus acaso se netean con los años menos que vivirá Gustavo, de cuarenta, que se quedó sin trabajo, ni obra social y ahora consume menos y peor. No estoy diciendo que está claro el resultado, sí que vale la pena pensar en la proporción. En definitiva, si se mide la cosa en años de vida, lo que debería importar sería que aumenten los años de vida en general, no aumentar años de vida a costa de reducirlos mañana.

Si realmente se considera que la salud es lo más importante, también hay que enfrentar preguntas difíciles de forma seria. ¿Es más importante que cien abuelos vivan un año más o que mil chicos tengan un año de clases? ¿Vale la pena volver a tener clases si así se pueden contagiar más personas mayores? Acaso alguno crea que no. La salud es lo primero.

Aclaro que aquí estoy haciendo un análisis utilitarista, cuando simplemente podría plantear que la salud de Pedro no es compensable con la economía de Juan, la educación de María o el estado psicológico de Noelia. Las personas estamos munidas de derechos individuales y nuestras vidas no son sacrificables por el supuesto bien de la comunidad, que a menudo coincide, curiosamente, con el bien del gobierno de turno.

Retomando el punto anterior, decir que la salud es un absoluto es una pose total. No gastamos ni como sociedad ni en términos personales todos los recursos para cuidar la salud. Como recuerda Daniel Loewe en Ética y Coronavirus (Fondo de Cultura Económica), no invertimos todo el presupuesto público en salud a pesar de estar lejos del óptimo necesario para salvar todas las vidas posibles, porque también nos interesan otro tipo de bienes. Pero tampoco vendemos la casa para mandar a operar a la nonagenaria abuela a Canadá y que así pueda vivir algunos meses más. Si uno tiene un cáncer no tratable, en algún momento se plantea la pregunta acerca de si vale la pena la extensión de la vida a costa de su calidad. Todo el tiempo estamos haciendo trade-offs entre salud y otro tipo de cosas. Si nos moviésemos a 60 kilómetros de máxima se acabarían las muertes en la ruta. Aún así, preferimos movernos más rápido, aunque cueste 8.000 muertos por año. Si no consumiésemos azúcar, alcohol y tabaco nuestra salud estaría robustecida, pero preferimos el disfrute. Aunque tiene razón Byung Chul-Han al señalar en La sociedad del cansancio (Herder) que las personas hoy han elevado a nivel de diosa a la Salud y se aferran a dietas pretendidamente correctas, zapatillas de correr y meditación esperando así gambetear la muerte. Lo cierto es que incluso en esta época de escaso estoicismo, todos intercambiamos porciones de salud a cambio de otras cosas. Esta idea de que la salud es un absoluto viene anclada a una idea más arraigada, que es la próxima.

4 . El valor de la vida es inconmensurable

El valor de la vida es tan grande que no se puede medir, suele decirse. Bueno, no es tan así. Por supuesto para cada uno de nosotros la vida de nuestros seres queridos y la propia gozan de un gran valor, acaso incalculable en dinero. Nuestra vida es inviolable, nadie tiene derecho a quitárnosla. Pero esto no significa que haya que gastar todos los recursos en salvarla ni que la muerte de cualquiera sea un problema para el resto.

Adam Smith en su Teoría de los Sentimientos Morales (Alianza Editorial) plantea el caso imaginario de una persona que se entera de que hubo un maremoto en China que mató a millones. La persona acaso reflexione un poco sobre la calamidad, las consecuencias políticas y económicas, la finitud de la vida. Pero luego, dice Smith, el sujeto seguirá su vida como si nada. Comerá y dormirá tan bien como si nada hubiera pasado. Ahora bien, si al mismo sujeto se le informa que al día siguiente le van a cortar el dedo meñique, acaso no duerma por la tristeza y la preocupación. Smith no hace una apología del egoísmo ético (no es un egoísta, a pesar de la caricatura que han hecho de él) pero sí advierte que lo que tenemos cerca es lo que nos afecta.

Es un error hablar del valor de la vida en abstracto porque la vida en abstracto no existe. Existe, sí, la vida de Laura o de Gonzalo. Para los parientes de Laura y de Gonzalo acaso haya que gastar todos los recursos del país en salvar sus vidas si corren peligro. Pero para Martín y Josefina acaso esto sea injusto. Después de todo, ellos también son parte de la sociedad, contribuyen a mantener el Estado y tienen en mente otras ideas u otros destinatarios para los recursos.

Los recursos son siempre escasos y las necesidades siempre infinitas. Si no fuera por esto no necesitaríamos de la economía. Y dado que hay escasez necesitamos establecer prioridades. El desperdicio, la ineficiencia, es una forma de injusticia, consideran los utilitaristas. Y aunque el utilitarismo es una doctrina no exenta de críticas, hay una intuición utilitarista que anida en nuestro pecho y que abona al sentido común muchas veces.

¿A qué costo salvamos vidas? ¿Cuántas vidas se perdieron por salvar las vidas que salvamos? ¿Cuántas vidas salvamos? ¿Y cuánto tiempo de vida? ¿Y qué calidad de vida? Estas eran preguntas relevantes al principio de la pandemia y lo siguen siendo ahora.

Y aunque a alguno le revuelva el estómago, hay decenas de metodologías para mensurar el valor de una vida (insisto, no el valor sentimental). Por ejemplo, la vida humana tiene un valor estadístico o financiero mediante el cual los jueces y los tribunales establecen un monto indemnizatorio en un caso de un accidente de tránsito o laboral, por ejemplo. Hay tablas, incluso, con el valor de cada tipo de persona.

Una metodología es la de capital humano, algo en desuso. Se calcula por médicos legistas según los siguientes parámetros: 1) expectativa de vida de la persona, 2) capacidad de generar ingresos y 3) calidad y cantidad de sus lazos afectivos.

Otro método es el VEV (Valor Estadístico de una Vida). Es el valor monetario de una reducción de riesgo de ocurrencia de una fatalidad que prevendría una muerte estadística. Es una estimación de cuánto las personas están dispuestas a pagar para reducir el riesgo de muerte. O de un modo alternativo: cuánto están dispuestas las personas a pagar por seguridad. Se usa, por ejemplo, para evaluar la eficiencia de intervenciones en seguridad o de asignaciones de recursos. Por ejemplo, si una intervención en seguridad vial para salvar una vida estadística tiene un coste monetario que supera el VEV, se trata de una intervención que no debería realizarse (lo mismo si es una intervención para salvaguardar 1000 vidas estadísticas cuyo coste supera el valor de 1000 vidas estadísticas).

Para pensar cuánto vale una vida acaso convenga pensar qué se pierde con la muerte. Lo que se pierde es el tiempo que media entre el momento actual hasta el punto de expectativa de muerte. Pero, ¿cada año de vida tiene el mismo valor? No, necesariamente. Por ejemplo, el Instituto de Salud y Excelencia Clínica del Reino Unido se guía por el QALY, es decir el año de vida ajustado según su calidad (quality-adjusted life year), para estimar el valor de una intervención. Y la calidad de cada año de vida se mide considerando 5 dimensiones de la salud: movilidad, autocuidado, posibilidad de desarrollar actividades usuales, dolor e incomodidad, y ansiedad y depresión.

¿Son las intervenciones por la pandemia eficientes? ¿El costo de implementarlas ha sido inferior o superior al beneficio obtenido? ¿Alguien cuenta las muertes que se produjeron a causa de las cuarentenas? ¿No son estas muertes estadísticamente relevantes? A sabiendas de que los recursos son escasos y la vida sí tiene un valor, la pregunta no es menor.

Por supuesto, una mirada basada en la ética de los derechos no requeriría hacer cálculos utilitaristas, sino anclarse en si las personas tienen o no derecho a circular, a trabajar, a comerciar libremente. O si el contagio califica dentro del principio de agresión. No obstante, apunto estas metodologías porque desde un comienzo esto se planteó livianamente como una cuestión utilitarista (la salud es más importante que la economía, la educación, etc.) y colectiva, cuando ni siquiera en estos términos la posición es vulnerable a críticas.

5. No cuesta nada cuidarse

Esto también es bastante escuchado y repetido. ¿Cómo no vamos a tomar medidas si cuidarse no cuesta nada? No voy a entrar aquí en los colosales costos económicos, educativos, sociales y, también, de salud que generaron las cuarentenas, acortando la vida de millones de personas que quedaron sin empleo, multiplicando la ansiedad y el estrés, incrementando la depresión y la pobreza. Tampoco en la cantidad de ancianos cuyas vidas se acortaron en la tristeza y soledad de no poder ver a sus seres queridos. Mientras políticos y periodistas (servicios esenciales) nos decían cuánto y cómo podíamos movernos a diario se perdió bienestar de manera irrecuperable. Y se sigue perdiendo a costa de restricciones que tienen costos de pequeños a astronómicos. El quiosco al que lo obligan a tener un tarro de gel incurre en uno relativamente pequeño. El dueño del restaurante al que lo obligan a cerrar por la noche en uno grande. El dueño de la discoteca al que obligan a cerrar hasta vaya a saber qué año tiene una pérdida colosal. A nadie le importan los costos siempre que en ellos incurra otro. Pongo un ejemplo menor pero ilustrativo: el uso del barbijo.

Quizás no todo el mundo sepa, pero lo que usa la enorme mayoría de la población no es un barbijo. Un barbijo debería tener, según la OMS, una capa interna de material absorbente como el algodón, una capa intermedia de material no tejido como el polipropileno, y una capa exterior de material no absorbente, como el poliéster o una mezcla de poliéster. ¿Alguien usa uno de estos? La mayoría de la gente usa un pedazo de tela cualquiera (hasta tul) que no protege más que una fracción de los verdaderos barbijos. ¿A dónde voy con esto? A que la circulación del virus sería mucho menor si en lugar de usar sucios tapabocas de tela común, todos usásemos barbijos bien confeccionados. Por ejemplo, Conicet junto con la empresa Kovi crearon unos barbijos en teoría muy buenos, que brindan 8 horas de protección cada uno. La unidad cuesta $ 324. ¿No debería ser obligatorio usar esos barbijos si queremos reducir la circulación del virus? ¿Por qué si es tan catastrófico todo, no se obliga a usar algo que sirva realmente?

Imagino la respuesta: no se puede obligar a la gente a cargar con ese costo. Estoy totalmente de acuerdo, ¿aunque se puede forzar a fundir millones de empresas, destruir millones de trabajos, meses de escuela, proyectos de vida, pero no se puede obligar a las personas a que usen el barbijo que realmente reduce la transmisión del virus? Nadie tiene la obligación de ser coherente, ni siquiera en pandemia. Mientras tanto, el uso de la tela en la boca, aunque no proteja tanto como el barbijo, sí es un símbolo de que quien lo porta también es -como describió Jeffrey A. Tucker en The Return of the Flagellants- un flagelante, un penitente de la Edad Media que camina entre la peste negra avisando que el fin del mundo está cerca.

Posludio

Hasta acá esta disputa con cinco ideas remanidas pero no necesariamente correctas. El coronavirus, a pesar de abrir una enorme cantidad de temas de debate (filosóficos, jurídicos, económicos, constitucionales, éticos, entre otros) trajo aparejada una enorme cancelación de toda línea de argumentación que se saliera de la que bajaban gobiernos y medios de comunicación. Hasta Twitter amenazó con cerrar cuentas de personas que pusieran en duda o criticaran las conclusiones de la comunidad científica (lo que, paradójicamente, es una afrenta contra la ciencia, además de incurrir en la falacia que describimos en el punto 1).

No son las únicas ideas dignas de repensar. He dejado afuera, por razones de lugar, la repetida idea de que “la Constitución no importa en pandemia”. Contesto sintéticamente: la Constitución siempre está primero. Y el respeto a la Constitución vale más, aunque duela, que la muerte de miles de argentinos. Para resaltar el carácter deontológico de la Constitución acaso cabe recordar, por ejemplo, que ésta prohíbe las torturas, sin importar la utilidad de la información que se le pueda sacar a alguien en un proceso de tortura. Incluso si dicha información ayudase a salvar vidas, la tortura sería inadmisible.

Es lamentable el manejo completamente inconstitucional que se llevó a cabo el año pasado, con un presidente legislando por fuera de su poder constitucional, y un Congreso y una Justicia que prefirieron dejar hacer para no cargar con la responsabilidad. Frente a esto, parte de la sociedad civil tuvo que apelar a la institución de la desobediencia, como explicó en su libro Desobediencia civil y libertad responsable (Sudamericana) Juan José Sebreli, uno de los más notorios desobedientes del 2020.

Este último argumento es el más verosímil que encuentro: “Hay que evitar que el sistema sanitario colapse”. Puedo entender este punto. Cuando el sistema colapsa ya no hay terapia intensiva para nadie, deba ser atendido por coronavirus o no. La línea punteada en la famosa curva que en marzo todo el mundo miraba era la del nivel de atención posible. Ahora bien, dos cosas al respecto. La primera, de un tiempo a esta parte ya no se habla de camas sino de muertos. Y son dos problemas bien distintos. Si el miedo es que se sature el sistema es una cosa. Ahora, si esa es la verdadera intención, uno no debería preocuparse más que por la ocupación de las camas. No importa si muere más gente. Lo que importa es el sistema, el “mal público”. ¿Realmente se piensa así? ¿O con la excusa de la curva nos comimos la curva? Porque durante meses las camas estaban vacías, los médicos de brazos cruzados y padecimos la cuarentena más larga del mundo. Nunca se llegó a saturar el sistema (en pocos lugares del mundo sucedió) y sin embargo el miedo no dejó de generarse. Las autoridades mencionan a países donde sobran camas y respiradores (EE.UU. o Suecia, por ejemplo) como casos catastróficos. ¿Por qué? De nuevo, ¿se intenta que el sistema no se sature o que no muera gente por coronavirus? Lo primero puede justificar restricciones generales, lo segundo sólo cuidados por parte de los potenciales afectados.

Finalmente, cabe recordar que esto es Argentina. Aquí el sistema sanitario siempre está saturado. Siempre la demanda supera la oferta. En hospitales públicos dan turnos a dos meses vista, faltan especialistas, insumos básicos y la infraestructura apesta. La gente deambula y espera como la desventurada Soledad Silveyra en La clínica del Dr. Cureta. La gente que está condenada a atenderse en hospitales sufre la saturación todo el tiempo y sus vidas se ven perjudicadas por esa atención dilatada o no atención. Todos sabemos cómo atienden a los ancianos en PAMI. No nos hagamos los distraídos. Toda la diferencia radica en que a los pacientes de coronavirus los estamos contado a tiempo real, todo el día, hace un año. Como si fuera nuestro principal problema. No lo es.

Termino. No creo transitar los distritos de lo correcto ni mucho menos. Como todo tema complejo -y apasionante- el coronavirus nos genera muchísimas preguntas y no son pocas las veces que uno ve desafiado su punto de vista. Lo que sí me resulta trágico es que no hayamos podido dar estos debates abiertamente. De entrada, la discusión se clausuró y quienes ponían matices u observaciones fueron rechazados como tanáticos pregoneros del caos. Pensar, incluso equivocadamente, nunca daña. No agreguemos a la pandemia, el virus de la irracionalidad y la censura.

El autor es magíster en Derecho y Economía

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