La pandemia ha desnudado muchas falencias. El Rey ha quedado sin ropas, nada disimula sus defectos y la parte más expuesta es la salud. El sistema sanitario, sostenido por alambres, siguiendo la mejor tradición nacional, no colapsó pero mostró sus déficits y debilidades, tanto a nivel público, como privado y de obra social.
A falta de una medicina pública eficiente, desde hace años se ha organizado un sistema de obras sociales gremiales y de prepagas privadas. Estas últimas cubren los gastos de salud y tienen una atención personalizada para las personas, familias o empresas que eligen esa alternativa porque no encuentran respuesta a la altura de sus expectativas en el Estado ni las obras sociales.
En un país de variaciones económicas espasmódicas, de alta inflación, con un gran componente de insumos dolarizados y una constante pauperización de la población, era casi natural que el sistema de salud cayera en crisis ante cualquier eventualidad, y esta cuarentena, con su secuela de infectados, muertos y el descalabro económico, fue la oportunidad para que el castillo de naipes colapsase.
Sería largo y aburrido -además de abstruso- detallar todas las circunstancias que llevaron al colapso, pero basta enumerar algunas para entender cómo llegamos a desnudar al Rey.
En primer lugar, Argentina, con su política de “mi hijo el doctor”, creó una sobreoferta de profesionales, más allá de sus necesidades. No solo médicos, tenemos exceso de abogados, psicólogos y otras profesiones, y a la vez un gran número de personas analfabetas, algo que era impensado tres décadas atrás. Somos uno de los países con más médicos per cápita del mundo, circunstancia que crea frustraciones y abusos.
En segundo lugar, en ningún país del mundo gran parte del sistema de salud está manos de sindicatos, donde cada gremio cultiva su quintita, hipertrofiando el sistema administrativo y facilitando los medios para que algunos dirigentes se perpetúen en el poder a costilla de la salud de sus afiliados.
Los enormes recursos del sistema sanitario no siempre terminan en los efectores. Por ejemplo, IOMA, la obra social de los trabajadores estatales de la provincia de Buenos Aires, hace meses que está en conflicto con los médicos por sus remuneraciones magras y a destiempo. De los 71.000 millones de pesos recaudados -una cifra semejante a la de todo el presupuesto de Salud de la provincia para sostener los hospitales públicos- solo el 5 por ciento está destinado a los efectores, convirtiéndose esta caja en un bocado disputado por distintos grupos de poder que solventan sus gastos a expensas de la salud de sus afiliados y el bolsillo de sus prestadores.
Pero no solo eso, sino que existen grupos de prestadores elegidos por lazos familiares o políticos para la atención de los pacientes, y que se benefician con groseras sobrefacturaciones ante la complacencia de algunas autoridades, que se hacen las distraídas.
Por otro lado, existen los sistemas prepagos que vinieron a salvar la brecha del costo de salud, pagando en cuotas los tratamientos que pueden requerir en un futuro. En un país con alta inflación y moneda inconstante esta previsión es, por lo menos, difícil de calcular. La mayor parte del gasto que hacemos en salud se va en los últimos meses de nuestras vidas, pero no es un buen argumento de publicidad. Y justamente la publicidad es uno de los grandes costos de la medicina prepaga, una distracción de recursos que bien podrían tener mejores fines.
En una medicina en constante expansión, con aparatología más costosa y tratamientos más sofisticados, con una expectativa de vida más alta y una exigencia de resultados relacionada con un aumento de la litigiosidad, resulta cada vez más difícil el cálculo de costos para asegurar una atención acorde a los requerimientos y expectativas de las personas.
Los médicos se han convertido en el factor de ajuste en el costo de la salud.
En esta pandemia muchas prepagas se sentaron sobre sus ingresos con poca intención de compartir lo que ellos estimaban que era su ganancia. Fue así como, a pesar del aumento de los costos de la atención en el ámbito COVID-19, existió una reticencia a cubrir las erogaciones de la nueva normalidad de atención: barbijos, máscaras, alcohol y, sobre todo, el distanciamiento en turnos que vino a cubrir la telemedicina. Aprovecharon este tiempo pletórico de inflación y aumento del dólar para prolongar sus tiempos de pago, obteniendo así un beneficio financiero.
Días atrás un destacado miembro de una gerenciadora de salud prepaga destacaba el atraso en la actualización de los valores que se le autoriza a transferir a sus afiliados. Efectivamente, el Estado juega a hacerse el distraído en el momento de actualizar valores. No solo acá, sino en el mundo. Lo que ha omitido mencionar este gerenciador es que las prepagas no trasladan todo el aumento concedido sino una fracción. Si el aumento es del 10 por ciento, lo trasladado a los efectores es del 6, 7, 8, o 9 por ciento, y rara vez el aumento en su totalidad. De esta forma los efectores -médicos y clínicas privadas- sufren una constante devaluación de su trabajo y se han convertido en los verdaderos financiadores del sistema de salud.
El Rey ha quedado desnudo, el sistema hace agua y los medios son destinados a fines ajenos a la salud. En este contexto, las glorias logradas por la medicina nacional han quedado en el pasado y serán difíciles de recuperar en desmedro de la calidad de atención.
Con perseverancia suicida, los profesionales de la salud continuaremos atando con alambre los harapos del Rey desnudo.
Seguí leyendo: