En el año 2002, un nuevo virus respiratorio surgía en la provincia china de Hangzhou y se diseminaba rápidamente; unos meses más tarde alcanzaría la categoría de pandemia. Una empresa joven de 400 empleados dedicada a las ventas en internet tuvo su primer caso de SARS en mayo de 2003. Todo el personal ingresó en estricta cuarentena. Su fundador, Jack Ma, se recluyó junto a un grupo de ejecutivos y programadores en su pequeño departamento del centro de la ciudad donde vivía con su esposa. La pequeña compañía era Alibaba. Hoy junto a Amazon lidera el comercio electrónico global.
Cuatro años más tarde, en octubre de 2007, tres estudiantes de California recibían un aumento en su alquiler que no podían afrontar. Compraron colchones inflables (“airbeds”) y los ofrecieron por internet como hospedaje para asistentes a un congreso que había agotado la capacidad hotelera de la cuidad. Unos meses más tarde, la crisis financiera causada por las hipotecas subprime del año 2008 llevó a varios miles a compartir sus propiedades en forma de cuartos libres para alquiler temporario. Ese año, Nathan Blecharczyk, Joe Gebbia y Brian Chesky, los mismos tres jóvenes fundan AirB&B (acrónimo de “airbed and breakfast”, en español, “colchón inflable y desayuno”) que ya lleva hospedadas más de 100 millones de personas en todo el mundo.
En ambos casos, tanto en la China comunista como en el capitalismo estadounidense, la innovación encontró en la crisis un acelerador inesperado. La crisis abrió posibilidades y el entorno acompañó las oportunidades de transformación y la visión de los emprendedores.
En su estudio “¿Qué impulsa la innovación? Evidencia desde la Historia Económica”, Josef Taalbi, analiza 47 años de historia reciente para concluir que la mayoría de las innovaciones no fueron el resultado de una aceleración lineal y continua de una búsqueda institucionalizada de mejora, sino, más bien, una respuesta creativa a un fenómeno emergente, desequilibrios en el proceso de desarrollo económico y la consecuente observación de oportunidades disruptivas de adaptación.
El tan esperado día después de la pandemia de COVID-19, tal como se lo imaginaba a comienzos de 2020, se vislumbra hoy como un proceso acelerado, más que un punto en el tiempo. Un pasaje marcado por dos factores principales: las consecuencias económicas y la adaptación a largo plazo al distanciamiento social.
Lo que venga será posiblemente un salto cuántico del mundo 2019. Una profunda resignificación del orden social y la forma en que los individuos y las organizaciones interactúan. Un futuro de estados urgidos por recuperarse de una crisis sin precedente y organizaciones obligadas a encontrar formas de permanecer operativamente resilientes y financieramente sustentables.
En materia de salud, la pandemia de COVID-19 ha acelerado procesos en curso a nivel global y profundizado los grandes pendientes con los que el mundo dejaba 2019. Esto es, la necesidad de reducir la inequidad socio sanitaria, incrementar la eficiencia y reducir el gasto innecesario, reencauzar los objetivos sanitarios globales y capitalizar las nuevas herramientas disponibles para acompañar la transformación sísmica hacia la nueva época en materia de prevención, diagnóstico y tratamiento.
En este sentido, el diagnostico asistido por inteligencia artificial, los algoritmos de autodiagnóstico, la telemedicina, la portabilidad de los datos clínicos, son procesos ya de larga data. La crisis global producto de esta pandemia propulsa hacia adelante la innovación en salud hacia una transición acelerada desde la audacia a la ortodoxia.
La Argentina no es ajena a este proceso. El país posee una larga trayectoria de innovación en salud. Durante años ha sido pionera; reconocida por su desarrollo científico y tecnológico, por su creatividad y logros en las ciencias y la medicina.
En contraste, su capacidad de innovación se inscribe en un sistema de salud tan inclusivo como ineficaz. Donde conviven coberturas y servicios de salud del primer mundo, con marginalidad social y exclusión sanitaria. Donde el mal uso de los recursos caracteriza un sistema devenido en un pobre rompecabezas de piezas que no encajan y lo tornan insustentable. Todo enmarcado por conversaciones agotadas por el propio desgaste de argumentos históricos, falsas reivindicaciones y viejas ideologías e intereses sectoriales devenidos en consignas.
De este modo, diciembre de 2019, encontró a la Argentina de contrastes con una explosión de desarrollos tecnológicos en materia de salud, y su vez, como sistema, en un punto terminal luego de décadas de impericia y falta de convicción para encarar una profunda reforma que nadie niega necesaria, pero todos reconocen virtualmente impracticable sin un profundo acuerdo cimentado por un programa de reformulación sistémica a largo plazo.
Es entendible que, en este escenario, la innovación en salud en el país, entre en un complejo terreno de priorización, análisis de costo efectividad e impacto en la salud de la población frente a otras reformas esenciales. En salud como en otros campos, la Argentina se debate en la paradoja que plantea su propia realidad: a la vez generativa y obstructiva; expansiva y constrictiva.
La transformación digital en salud en tiempos de pandemia, sin embargo, empuja límites, potencia ideas, desdibuja ideologías y desnuda crudamente falsos argumentos que el propio metabolismo de la crisis se ocupa de disolver.
Así, por ejemplo, en 2018 se presentaba en la Universidad de Oxford la primera receta completamente digital disponible en la Argentina. El desarrollo permitía el acceso remoto a medicamentos a pacientes, especialmente con enfermedades crónicas, que de otro modo debían trasladarse para solamente para obtener una receta, muchas veces en zonas alejadas de los centros urbanos. El desarrollo, ajustado a la legislación del momento, eliminaba el uso de papel y transformaba la prescripción y expendio de medicamentos en una simple transmisión de datos y lectura de código de barras. Su implementación en la Argentina, sin embargo, enfrentaba demandas judiciales de instituciones profesionales y colegios farmacéuticos que veían sus derechos o jurisdicciones amenazados por la nueva tecnología. Ninguna prosperó y hacia finales de ese año, 2018, ya miles de pacientes adquirían sus medicamentos sin receta en papel más allá las resistencias sectoriales e incontables trabas burocráticas. Finalmente, en plena cuarentena, una ley específica sobre el uso de la receta digital fue publicada en el boletín oficial.
Un año más tarde, mientras en diciembre de 2019 en Wuhan, China, se anunciaban los primeros casos de una nueva gripe, en Buenos Aires se habrían acaloradas discusiones sobre el uso de la telemedicina. Algunas impulsadas oportunamente por la Comisión de Salud del Senado Nacional. En ellas unos pocos, defendían el potencial de los servicios médicos remotos -telemedicina-, de amplio desarrollo ya entonces en nuestro país, frente a las reservas de organizaciones profesionales, juristas y legisladores. Durante la pandemia, sin embargo, las consultas digitales tuvieron un incremento promedio del 3000%. Sin los pocos pioneros de todos los sectores que empujaron el desarrollo de esta tecnología, miles de pacientes habrían visto postergado el acceso a atención medica durante estos largos meses de cuarentena. Posiblemente, muchos de estos pacientes, reconfiguren a largo plazo el vínculo y el canal de contacto con su médico a partir de estas experiencias.
Hace solo unos meses la telemedicina y la receta digital eran innovación. Hoy son un recurso en el que se apoya una parte importante de la atención primaria de millones de argentinos.
Tal vez, la pandemia habilite nuevas conversaciones dentro del sector salud, tan golpeado como indispensable. Como en otros órdenes de la vida social y política de la Argentina, dejando el apego a viejas argumentaciones y pequeñeces sectoriales. Discutiendo las ideas que catalicen los cambios necesarios, indispensables e impostergables; tanto estructurales, como regulatorios y tecnológicos. Generando las condiciones que permitan la evolución a la que, en todos los órdenes, nos convoca las crisis que atravesamos. Conversaciones vigentes, de cara a las necesidades del presente y un futuro que se vuelve pasado a ritmo vertiginoso.
Alvin Toffler ya en 1970, hace 50 años, afirmaba “Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer ni escribir, sino los que no puedan aprender, desaprender y reaprender”. Tal vez esta crisis sin precedente nos permita desaprender malos hábitos y reaprender los correctos. Tal vez sea nuestra última posibilidad de no llegar al futuro a destiempo. Nuestra oportunidad de no seguir siendo analfabetos.
El autor es médico y PhD, director médico corporativo de Swiss Medical Group y profesor de la Universidad Tufts, Boston, USA y de FCE Universidad Austral, Argentina