Se cumplen cuatro años luego de que una infección respiratoria diera muerte a Nelson Mandela en su natal Sudáfrica. Días atrás, el nonagenario e histórico mandatario de la vecina Zimbabue, Robert Mugabe, con 93 años, se vio obligado a abandonar el poder tras 37 años. Ambos países comparten ubicación en el África austral y circunstancias históricas, como haber sido colonias de asentamiento blancas.
Mandela y Mugabe tienen varios puntos en común, aunque bastantes diferencias. Fueron líderes de la generación africana de independencias. Ambos partieron de sentirse molestos ante circunstancias parecidas, el oprobio en África de parte de las personas blancas a las africanas. Fueron dos personajes revolucionarios que apostaron por cambiar la realidad. Llegaron al poder por la vía democrática. El sudafricano, en 1994, rematando formalmente el Apartheid; el zimbabuense, en 1980, al ser declarada la independencia del país tras una declaración unilateral, no reconocida, en 1965.
Una reconciliación pronto abandonada
Aunque luego los caminos divergieron, ambos apostaron por la reconciliación, o al menos Mugabe en sus inicios. Pese a los miedos de los blancos en Zimbabue, y para su sorpresa, en su discurso de asunción, habló de reconciliar una nación golpeada. Parecía nacer un nuevo país tras los estragos de una guerra civil que le valió el período 1964-1974 en prisión al nuevo primer ministro. Al igual que Mandela, Mugabe fue aclamado como un héroe. El clima era entusiástico, el primer ministro integró cuadros de la gestión anterior y los países occidentales ofrecieron ayuda.
Ese ambiente positivo duró varios años, aunque se notó desde temprano la intención del líder de constituir un régimen de partido único y adueñarse del poder. Gobernaba la Unión Africana de Zimbabue (ZANU, por sus siglas en inglés). Sin embargo, mientras intentaba encontrar un modus vivendi con la comunidad blanca, se mostró implacable con los oponentes negros, en particular con la Unión del Pueblo Africano de Zimbabue (ZAPU, por sus siglas en inglés), partido del cual el ZANU fue una escisión años atrás, al que acusó de conspirar en su contra siendo que gobernaban en coalición tras un acuerdo.
Se produjeron purgas en las Fuerzas Armadas y asesinatos de civiles: en apenas unas semanas de 1983 fallecieron cerca de dos mil personas. La excusa de Mugabe para intervenir siempre fue la contrainsurgencia. Sucesivos episodios de violencia hacia civiles volcaron la balanza en su contra respecto de la opinión de la comunidad blanca y, por ende, aparecieron los sabotajes desde Sudáfrica. Mugabe los interpretó como ataques respaldados por los disidentes locales. Eso le valió de pretexto para declararle la guerra al blanco, basándose ante todo en el monopolio de la riqueza a la que accedió el último. En consecuencia, para 1983 casi la mitad de la población blanca había huido de Zimbabue.
A resultas de varias campañas en su contra, con el ZAPU destruido, se constituyó el régimen monopartidista de facto que tanto anheló Mugabe, por lo que desde allí se concentró en acumular poder personal. A fines de 1987 fue declarado presidente por el Parlamento, subordinándolo todo, y con capacidad de suprimir ese cuerpo. Al costado del mandatario se construyó un sistema corrupto en donde cada funcionario e integrante del partido rapiñaba un espacio en la lucha por la riqueza, que se hizo cada vez más frenética. Mugabe se tornó más autocrático y admirador del dictador rumano Nicolae Ceaușescu. Prometía las glorias del socialismo mientras el despilfarro y la acumulación de la élite eran cada vez más groseros. En materia internacional, el Presidente ganó notoriedad por sostener una campaña contra el Apartheid sudafricano.
La política de tierras fue uno de los pilares del gobierno de Mugabe, en un gesto de recomposición de la dignidad africana vapuleada por el colonialismo y la política segregacionista. En 1990 se anunció la expropiación de 13 millones de acres de los ex colonizadores. Pero parte de esa tierra pasó a integrar la riqueza de los amigos del poder. En consecuencia, estalló un escándalo que, entre otros puntos, obligó a Gran Bretaña a retirar apoyo económico. El pueblo padecía una altísima inflación, creciente desempleo y el deterioro de los servicios más básicos, situación que fue empeorando. Mugabe se aisló y negó la realidad, culpó a los blancos de todos los males. Se los atacó con más expropiaciones y más amenazas. Mientras tanto, la economía nacional se hundía y la disconformidad crecía. En 1988, ante incidentes generados por reclamos populares, se respondió con el Ejército.
En 1999 nació un nuevo partido, el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), una alianza que instó por la reforma constitucional a efectos de impedir una candidatura y reelección de Mugabe por un tercer mandato. Al MDC el Presidente lo acusó de ser una avanzada de los blancos para favorecer su interés. La derrota de Mugabe en el referéndum por la reforma constitucional, según él, fue una coartada también de los blancos. El discurso presidencial se volvió cada vez más incendiario. En diciembre de 2000, calificó a los propietarios blancos de "demonios". Llegando a las elecciones presidenciales de 2002, inflamó a sus seguidores con un tono de guerra y reforzó la idea del blanco como el verdadero enemigo.
Mugabe se llevó una victoria fraudulenta y tras los comicios se desplegó una campaña violenta donde murieron adversarios políticos y tres mil colonos blancos fueron compelidos a abandonar sus propiedades, que quedaron en poder del entorno del mandatario. Unas siete millones de personas, la mitad de la población de Zimbabue, se encontraron al borde de la hambruna. Siempre verborrágico, en un discurso de 2003 comentó que no le importaba ser un "Hitler negro" con tal de mantener a raya a la oposición. En 2007 agregó: "El único hombre blanco confiable es el muerto". Así, el país continuó su largo y penoso derrotero económico: en noviembre de 2008 tuvo la mayor hiperinflación del siglo XXI: 79.600.000.000 por ciento.
La reconciliación como el quid de la cuestión
Nelson Mandela, en contraste, buscó una política de reconciliación, enjuició a los responsables del Apartheid y buscó consenso en las filas del enemigo. A diferencia de su par de Zimbabue, se convirtió en ícono de la liberación de su país, transmitió un mensaje global de diálogo y paz, y se tornó una destacada personalidad de renombre mundial. A Mugabe se le recriminó haber convertido al país en una ruina, tras haber ostentado la fama de ser un granero continental. Sin embargo, han pasado los años y la espiral inflacionaria sugiere a muchos el cruce con Venezuela. A la esposa mucho más joven del ex mandatario la apodaron "Grace Gucci" por su gusto por la alta moda, mientras la mayoría de la población apenas vive con menos de cinco dólares diarios.
A partir del 10 de mayo de 1994, Mandela constituyó un gobierno de unidad nacional y se vio interesado en incluir a los grupos que la Constitución no autorizaba. En su larga estadía en prisión, había estudiado a aquel segmento de la sociedad que las circunstancias obligaron a distanciarse, aprendiendo historia y cultura afrikáans. Su objetivo fue humanizar a los adversarios. A la larga, su política ganó a los afrikáans a partir de las grandes expectativas de resolución de los problemas nacionales. En lo que refiere al dilema resultante de la necesidad de dialogar con el enemigo, le comentó a Oprah Winfrey: "Teníamos que resolver ese dilema; nuestra decisión de dialogar con el enemigo fue resultado de anteponer la cabeza al corazón".
Además, se mostró orgulloso de evitar una catástrofe previa a las elecciones del 27 de abril de 1994: "Ignoran los peligros que se cernían", expuso ante una nutrida asamblea al año siguiente. Madiba debió convencer a una nación del valor de la reconciliación, pese a que no todo fuera perfecto y nadie hubiera preparado con antelación a las masas para ese camino. Previo al desmantelamiento del Apartheid y tras su fin, la violencia no cesó; se registraron varios episodios como la masacre de Richmond que enfrentó a partidarios del ANC y opositores (1999).
Mandela se manejó bajo un patrón de austeridad y siguió una pauta férrea de disciplina, la que impuso a rajatabla al interior del ANC. En términos de honestidad, la comparación reside en que el sudafricano dejó la presidencia al término del mandato, en forma voluntaria, pues no buscó ser reelecto como Mugabe y, en el plano económico, no despilfarró. En cambio, para celebrar los 92 años del ex mandatario de la antigua Rhodesia del Sur se destinaron 800 mil dólares, a los 91, un millón, etcétera.
Mandela fue fiel a su ideal de lograr la reconciliación en una Sudáfrica dividida por décadas y trabajar en pos de un futuro mejor. Antes de expirar su mandato, se despidió en el Parlamento, en marzo de 1999, y enunció logros y retos de su gestión. En relación con los segundos, dijo que eran: "evitar la pesadilla de la extenuante lucha racial y el derramamiento de sangre y reconciliar a nuestro pueblo partiendo de la base de que nuestro objetivo primordial ha de ser superar el legado de pobreza, división e injusticia. Estos retos siguen estando ahí en tanto en cuanto aún hemos de reconciliar y curar nuestra nación; en tanto en cuando las secuelas del Apartheid continúan latentes en nuestra sociedad y definen la vida de millones de sudafricanos como vidas de privaciones". Palabras sabias frente a quienes no dejan traslucir un sólo error o alguna carencia en su gestión a la hora de emprender balances.
El autor es historiador africanista. Docente, investigador y escritor freelance, autor del sitio www.omerfreixa.com.ar.